¡Ni muchacha, ni esclava!
Trabajo del hogar, racismo y trata de personas

Dra. Séverine Durin,
Investigadora CIESAS Noreste.


Desde los años ochenta, cuando las trabajadoras del hogar en América Latina se organizaron en la Confederación Latinoamericana de Trabajadoras del Hogar y participaron en una investigación colaborativa (Chaney y Castro, 1993), reivindicaron que ya no querían ser llamadas de manera despectiva. Para la activista Marcelina Bautista,[1] ser designada como “trabajadora doméstica” conlleva una carga discriminatoria, en parte por la costumbre de decir “mi trabajadora doméstica” o “mi muchacha”, que remite a la apropiación de la persona, así como a su inferiorización (García, 1993; Rollins, 1990; Anderson, 2000). El término “doméstico” no sólo remite a domus, que en latín significa casa, sino también a la idea de dominación del esclavo por parte del amo.

Coincido plenamente con la importancia de dignificar su condición, llamarlas “trabajadoras del hogar” y denunciar el carácter infantilizante y colonial del término de “muchacha”, con el cual suelen designarlas los integrantes del sector empleador. Además, el paternalismo hacia las personas indígenas, heredado de la sociedad colonial, aún sostiene prácticas abusivas, además de legitimar la precariedad de su trabajo. Este es un oficio altamente feminizado, que suele ser el primer empleo de las mujeres que migran del campo a la ciudad, en la modalidad “de planta” (viviendo en casa de los empleadores). Esta es la modalidad más servil del trabajo del hogar, que constituye un nicho laboral etnizado y racializado, por el origen rural, campesino e indígena de la mayoría de las trabajadoras.

Hoy en día persiste una resistencia a considerar a las trabajadoras del hogar como personas, con familiares, proyectos de vida y expectativas de movilidad social; además su deshumanización justifica prácticas abusivas, que caben dentro de la trata de personas para fines de explotación laboral, especialmente entre las primo-migrantes que llegan de los pueblos indígenas a las metrópolis, sin tener el respaldo de redes sociales. Esto es posible porque continúa la búsqueda de “muchachas” de pueblo para apropiarse del trabajo de limpieza y cuidados a realizar por las migrantes, sólo a cambio de techo y comida, como si viviéramos en una sociedad esclavista.

Oferta de trabajo en poste de la Alameda Mariano Escobedo, Monterrey

Fotografía de Séverine Durin

En el trabajo de campo realizado con trabajadoras del hogar en Monterrey, todas migrantes e indígenas contratadas de planta,[2] tuve conocimiento directo de situaciones que combinaban exceso de trabajo, humillaciones, control de la alimentación y la intención de no remunerarlas. Estas situaciones se califican como trata de personas con fines de explotación laboral, en la medida que ésta se refiere al reclutamiento por medio de coerción, engaño o consentimiento para el propósito de explotación como trabajo forzado, consentido o prostitución.[3] Según el informe mundial del año 2009 sobre la trata de personas,[4] después de la trata con fines de explotación sexual, aquella con fines laborales es la más extendida a nivel mundial, y las víctimas suelen ser, en su mayoría, mujeres y niñas.

Los dos casos que comparto a continuación dan cuenta de experiencias de trata para fines de explotación laboral por jóvenes indígenas en ciudades mexicanas; mientras Rosa es nahua y fue traída de su pueblo para trabajar en casa y se le engañó acerca de las condiciones laborales y su paga, Aurora es una migrante tének en Monterrey a quien se le dejó de remunerar por cinco meses.

Cuando Rosa terminó la escuela secundaria, se fue a trabajar a la Ciudad de México; su padre había acordado los términos de su empleo con el patrón, un policía que trabajaba en Veracruz: “Ese señor le preguntó si no sabía quién quería trabajar en casa de limpieza, y entonces mi papá dijo: ‘No, pues está mi hija a ver qué dice, yo le comento y a ver si se anima a ir’ […]. Le preguntó mi papá cuánto pagaban y le dijo que 1 500 la quincena y dije: ‘Está bien’ se me hizo más o menos el pago y así me animé a ir”. Aclaró que “Ese señor me llevó directamente a su casa” y “pagué mi pasaje y como la mitad me lo pagó él”.

El lugar para limpiar era inmenso para hacerlo ella sola: “Esa sí era una casotota”, tenía dos pisos, seis cuartos, donde vivían dos de los cinco hijos de la pareja: “los cuartos [eran] muy grandes y la sala, el comedor. Yo me quedaba en el cuarto de servicio”. Este se ubicaba en el jardín de la casa. El trabajo era mucho y transcurría bajo una constante supervisión del ama de casa, cuyas expectativas de limpieza eran excesivas.

Enganchar a una joven de rancho, por medio de un acuerdo entre varones, fue una estrategia del hogar empleador para contar con una trabajadora para explotar, debido a su inexperiencia y carencia de redes de apoyo. El engaño quedó patente pronto, pues en lugar de ganar 1 500 pesos a la quincena, le pagaban 300 pesos semanales. Además de trabajar en exceso, le medían la comida, por lo que perdió peso. Cuando visitó a su familia en Veracruz, la notaron muy afectada, entonces les contó su experiencia y no regresó a laborar.

Hasta mi mamá decía: “Ay no hija, estás muy flaca”. Porque la señora –yo digo que era muy mala– cuando iba al súper compraba su mandado y luego como tenían dos nietecitos, hasta a sus nietos también [les medía la comida]. Cuando compraba pan, me decía la señora: “No, es que aquí nada más se tiene que comer uno”, y entonces yo le dije: “No pues sí” y hasta los nietos querían agarrar otro y les gritaba la abuelita: “No, no agarren, en la noche no se come mucho, nada más se tienen que comer un pan y una taza de leche”. Así era la señora.

La escasa experiencia profesional, la ausencia de redes, el aislamiento, los engaños y los descuentos indebidos, contribuyeron a que la Rosa se viera obligada a trabajar en exceso y de manera cuasi gratuita. Fue objeto de trata en la medida que hubo “engaño, abuso de poder o una posición de vulnerabilidad, o recibir pago o beneficios para conseguir que una persona tenga bajo su control a otra persona, para el propósito de explotación” –en este caso– laboral.

Tira cómica “Cindy la regia”

Aurora es tének, contaba con estudios de preparatoria y le interesaba estudiar enfermería; migró a Reynosa para trabajar en el sector industrial, mientras presentaba su expediente para ingresar a la carrera de Enfermería. Al no conseguir empleo allí, se fue a Monterrey, donde aceptó una oferta para laborar de planta para cuidar de las hijas de una médica. Éste le prometió “tratarla como una hija más”, luego de asegurarse de que Rosa no tuviera hijos que mantener, sino sólo sus padres. Durante ocho meses estuvo al servicio de esta familia y dejó de recibir pagos a partir del tercero. Cuando la conocí, a Aurora le debían 12 mil pesos. En la casa, había sido colocada bajo la supervisión de una prima de la médica, con quien compartió habitación y las tareas de limpieza y cuidados.

Aurora dejó de recibir su pago cuando les explicó que deseaba estudiar enfermería. Aurora se fue a su pueblo para recoger la documentación necesaria para ingresar a la escuela de enfermería, y ante sus deseos de desarrollo personal y de movilidad social, la patrona actuó de modo disciplinario y dejó de pagarle. Alegó que: “ahorita no te he dado el dinero, sí te lo voy a dar, pero ahorita no tengo feria, te lo doy más tarde, como quiera yo ni me voy, tú tampoco ni te vas, como quiera ninguna de las dos nos escapamos, aquí nos estamos viendo”. Pasaron los días y siguió sin recibir su paga.

La situación se pervirtió y Aurora se encontró en la necesidad de pedir que la pagaran, en lugar de que la patrona asumiera su obligación: “una vez me dijo su prima que como yo no le pedía [el pago], pues no sabe si necesito el dinero o no, y yo me quedé así [pensando]: ‘yo no siento que soy yo la que tengo que pedirle’”. Por semanas, la patrona estuvo dándole largas. Aislada, sin recursos económicos ni redes de apoyo, Aurora fue puesta en una condición de persona dependiente que realiza tareas domésticas de forma gratuita, como si fuera una hija y la médica le dijo al conocerla: “[que] me iban a tratar igual como a sus hijas”.

Quedó en calidad de hija de familia, sólo obtuvo dinero con el fin de que éste fuera destinado a pagar los gastos de la escuela (inscripción, transporte y copias): “Y así ya me lo daba lo que le pedía, pero no me daba todo lo que es de una semana, sino 200 [pesos], 300 a veces 500, pero de ahí nada más”. La estrategia disciplinaria de la patrona consistió en alimentar la dependencia, reduciendo los pagos al mínimo, como si estos fuesen una mesada.

Por un tiempo, Aurora estudiaba por las mañanas y limpiaba la casa por las tardes; siguió apuntando lo que le debían. Cuando ya no le quisieron pagar la colegiatura, se vio en la necesidad de pedirle a su madre que le enviará dinero. La presión era mucha y Aurora enfermó: “me dolía mucho la cabeza, los huesos, todo el cuerpo, sentía que no iba a aguantar, pues cuando uno se siente así, lo que quisiera es estar acostado, pero ya estando ahí [en la casa] no podía estar así [acostada], sino que yo llegaba [a la casa] a hacer todas las cosas”. En la escuela notaron su agotamiento:

Nada más sabían mis compañeras, en la escuela no le dije a la maestra, pero como siempre andaba con mucha tos, ellas siempre me decían: “Ya no vengas a la escuela si te sientes mal, mejor dile a la maestra que te vas a ir”. Pero yo sentía que era lo mismo, si yo estaba allá tampoco iba a descansar, mejor estar en la escuela, a pesar de que me sentía mal. […] Le conté a una compañera todo lo que me había pasado y me dijo: “No, es que también ahí están abusando de ti, si no te pagan y te sientes mal, y aparte de eso mejor salte, a ver si conseguimos otro trabajo donde tengas tu seguro y así, te enfermas y tienes para ir a un doctor”.

En la escuela de enfermería, el compañerismo rompió con el aislamiento, y se convenció de que podía salirse de la casa patronal. Una pareja de paisanos la recibió temporalmente en su casa; tardó meses para que su expatrona le pagará, a cuenta gotas, el adeudo de 12 mil pesos.

Estos abusos descansan en las desigualdades gigantescas entre el campo y las metrópolis, aún más entre los niveles de vida de las familias campesinas y de los hogares urbanos acomodados. Mientras impera una falta de instituciones de educación superior y de ofertas laborales en las zonas rurales e indígenas, donde la escolarización abrió nuevos horizontes para las jóvenes, en los hogares empleadores destaca el desprecio hacia las personas indígenas, quienes son vistas como rústicas, con escasas necesidades, destinadas a realizar trabajo mal remunerado y precario, que requieren ser “criadas”,[5] por lo que son tratadas como menores de edad.

Recomendaciones destinadas a los hogares empleadores: evidencias del racismo

Fuente: Agencia de contratación “La felicidad del hogar”

Cuando migran, las mujeres son particularmente vulnerables a ser puestas en trata, sobre todo si llegan a trabajar sin contar con redes sociales en las cuales apoyarse en caso de dificultad y peligro. El aislamiento es un factor de gran vulnerabilidad, que las convierte en personas potencialmente dependientes, candidatas a ser enganchadas con promesas falsas, y puestas en trata.

Ni Rosa ni Aurora querían ser tratadas como hijas, “muchachas” dóciles y trabajadoras precarias; mucho menos como esclavas. ¿Cómo es que las personas que las explotaron pensaron que les era posible engañarlas y hacerlas trabajar sólo a cambio de techo y comida? ¿Qué justifica que hayan pensado que sus expectativas de vida se limitaban a ser tratadas como hijas? El paternalismo es una cara, aún oculta para muchos, del racismo estructural.

No obstante, Rosa y Aurora tenían no sólo deseos de trabajar, ganar dinero, estudiar y conocer la ciudad, sino juicio propio y capacidad de agencia para concebir que eran objeto de un trato injusto y discriminatorio, que tenían una familia propia y sueños vigentes, para escaparse de los esquemas racistas que subyacen las prácticas de trata para fines laborales en el trabajo del hogar de planta.

Bibliografía

Anderson, Bridges (2000), Doing the Dirty Work? The Global Politics of Domestic Labour, Londres/Nueva York, Zed Books.

Bautista, Marcelina (2915), “Cambio cultural: requisito para superar la discriminación hacia las trabajadoras del hogar”, ponencia presentada en el Foro por los Derechos de las Trabajadoras Latinoamericanas, Ciudad de México, 29 y 30 de noviembre de 2015.

Chaney, Elsa M. y Mary García Castro (eds.) (1993) Muchacha, cachifa, criada, empleada, empregadinha, sirvienta, y… más nada. Trabajadoras del hogar en América Latina y el Caribe, Caracas, Editorial Nueva Sociedad.

Consejo Estatal de Población de San Luis Potosí (Conapo San Luis Potosí).

Durin, Séverine (2017), Yo trabajo en casa. Trabajo del hogar de planta, género y etnicidad en Monterrey, México, CIESAS.

(2011), Diagnóstico de percepciones de la población sobre la trata de personas en el estado de San Luis Potosí, México, Gobierno de Estado de San Luis Potosí.

García Castro, María (1993) “¿Qué se compra y qué se vende en el servicio doméstico? El caso de Bogotá: una revisión crítica”, en Elsa Chaney y Mary García Castro (eds.), Muchacha, cachifa, criada, empleada, empregadinha, sirvienta y… más nada. Trabajadoras del hogar en América Latina y el Caribe, Caracas, Nueva Sociedad, pp. 99-116.

Rollins, Judith (1985), Between Women. Domestics and their Employers, Filadelfia, Temple University Press.

  1. Nota del editor: “Cambio cultural: requisito para superar la discriminación hacia las trabajadoras del hogar”, ponencia presentada en el Foro por los Derechos de las Trabajadoras Latinoamericanas, Ciudad de México, 29 y 30 de noviembre de 2015. Marcelina Bautista es una activista por los derechos de las trabajadoras del hogar. Se capacitó durante tres años en Derecho Laboral y en 1988 creó el Grupo de Trabajadoras del Hogar “ La Esperanza”, que ofrecía capacitación y bolsa de trabajo para las mujeres con problemas. En el 2000, fundó el Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH) y en 2015 tomó el cargo de Coordinadora Regional de América Latina de la Federación Internacional de Trabajadoras del Hogar (FITH).

  2. Los resultados se presentaron en Yo trabajo en casa. Trabajo del hogar de planta, género y etnicidad en Monterrey” (2017).
  3. Según el Protocolo de las Naciones Unidas para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, Especialmente Mujeres y Niños de las Naciones Unidas, firmado en Palermo (2000), la trata de personas puede significar el reclutamiento, transporte, traslado, acogida o recepción de personas, bajo amenaza o por el uso de la fuerza u otra forma de coerción, secuestro, fraude, engaño, abuso de poder o una posición de vulnerabilidad, o recibir pago o beneficios para conseguir que una persona tenga bajo su control a otra persona, para el propósito de explotación. La explotación puede incluir, como mínimo, la explotación de la prostitución de otros u otra forma de explotación sexual, trabajo forzado o servicios, esclavitud, o prácticas similares a la esclavitud, servidumbre, o remoción de órganos… El consentimiento de las víctimas de la trata de personas hacia sus explotadores establecido [arriba] es irrelevante cuando cualquiera de las formas mencionadas [arriba] ha sido usada. Véase <https://www.ohchr.org/documents/professionalinterest/protocoltraffickinginpersons_sp.pdf> consultada el 2 de julio de 2020.

  4. Citado en el Diagnóstico de Percepciones de la Población sobre la Trata de Personas en el estado de San Luis Potosí (Consejo Estatal de Población de San Luis Potosí, 2011:37)

  5. Según el término que por décadas prevaleció para designar a las trabajadoras del hogar.