De la subordinación a la emancipación: reflexiones en torno a la película El color púrpura

Mauricio Sánchez Álvarez
CIESAS-Laboratorio Audiovisual


Póster oficial de la película.


Puedo escribir interminablemente acerca de la película El color púrpura, basada en la novela homónima de Alice Walker, y llevada a la pantalla a fines de los años setenta por Steven Spielberg. El relato se centra en la odisea de Celie, una mujer afroestadounidense del Estados Unidos sureño y rural de principios del siglo XX, quien apenas entrando a la adolescencia es violada por su supuesto padre, de lo cual resultan dos bebés, una niña y un niño, y que le son arrebatados inmediatamente tras el parto. Después, ese hombre entrega a Celie a otro hombre, un joven recientemente enviudado con dos hijos desmadrosos, a quien Celie llamará siempre Mister, nunca por su nombre de pila. De tal modo que Celie queda encadenada a una relación que no le deparará ni afecto, ni reconocimiento. Sólo obligaciones y obediencia. Y ante la muerte repentina del supuesto padre llega a la casa de Mister y Celie, Nettie, hermana de Celie, a quien Mister intenta, primero seducir y luego violar, para después ‒ante el rechazo de Nettie‒ expulsarla en medio de injurias y maldiciones, por parte de él, y de angustia y dolor, pero con una firme decisión de reencuentro, por parte de las hermanas.

Entonces, las cartas del argumento quedan echadas. En algún momento y de alguna manera, Celie se reencontrará con Nettie (y también con sus hijos), a pesar de la oposición cerrada de Mister a cualquier contacto entre las hermanas, incluyendo que Celie acceda al buzón de correo de la casa (y a donde efectivamente llegan cartas cuya existencia él niega y que luego esconde). Mientras aquello acontece, también desfila ante el espectador un complejo retrato de esa sociedad afroestadounidense rural y sureña, que por dentro vive encuentros y desencuentros, a la vez que canta y se agita con desenfreno tanto en la taberna como en la iglesia, y por fuera sufre discriminación y arbitrariedad de parte de la gente de raza blanca. En el curso de ese juego entran dos personajes comodines muy diferentes, ambas mujeres. Una es Shug, cantante de blues y el gran amor de Mister, quien la trae borracha y empapada tras una noche de juerga a vivir con él y Celie por un tiempo. Lapso en el que las dos mujeres pasarán de la desconfianza a la complicidad, volviéndose por un momento amantes, con lo que Celie descubrirá quién es sexualmente. Esa complicidad será capital para encontrar las cartas ocultas que llevan al reencuentro de Cellie con Nettie y los chicos. Y la otra mujer es Sofía, voluntariosa e insumisa, quien se casa con el hijo mayor de Mister y se niega a recibir órdenes de nadie, cosa que la hace sufrir un encarcelamiento prolongado por no querer cumplir con un capricho de la esposa (blanca) del alcalde (blanco) del pueblo. Es Sofía quien le ayuda a Celie a trazar su camino emancipatorio cuando Celie, en el curso de una comida familiar, y hastiada del maltrato, confronta a Mister con un cuchillo en mano, instándola a que no vale la pena. Ante lo cual, Celie opta simplemente por dejar la casa que, de por sí, nunca fue suya.

Para resarcir los daños, el relato apela finalmente a un doble mecanismo que acciona por medio de Mister. Uno es que no hay mayor ni peor condena que una de tipo moral. El otro mecanismo es que sólo se puede compensar el maltrato con hechos. No bastan ni la vergüenza propia ni el perdón. Como quien dice: amores son acciones, no buenas razones. Mientras que en el personaje de Celie se resalta la construcción de la autoemancipación, gestada a partir de un reencuentro consigo misma y de la dignidad que deriva de ello, y también del reconocimiento y respeto de los demás, así conseguidos.