La ironía y la irreverencia como armas críticas: Memorias del subdesarrollo (1968) y  La muerte de un burócrata (1966) de Tomás Gutiérrez Alea

Mauricio Sánchez Álvarez
Laboratorio Audiovisual


Ilustración elaborada por Ichan Tecolotl.


Un fantasma deambula por La Habana de principios de los sesenta. Se podría llamar Pablo o Roberto o Sergio (que es efectivamente su nombre). Casi da igual. Mientras el régimen revolucionario, instalado pocos años antes, se enfrenta resueltamente a la presidencia de Kennedy en torno a la presencia de cohetes nucleares soviéticos en Cuba y grupos de contingentes populares desfilan orgullosos por la calle en defensa de la patria, Sergio simplemente no encuentra su lugar en ese mundo. Él es lo que Marx llamaba un pequeño burgués, alguien que no es, en sentido estricto, ni un explotador ni un explotado. Vive de la renta de inmuebles cuya propiedad ‒teme‒ podría perder en algún día (¿y entonces qué?), aunque siempre quiso ser un intelectual, que tampoco es. Su mejor amigo y su ex esposa han dejado la isla por otra vida en Miami, posiblemente muy similar a la que llevaron, junto con Sergio, antes del triunfo de los barbudos, de mucho dispendio y diversión. Y en su irredimible soledad y desconcierto, Sergio se sumerge en una relación que es más sexual que amorosa con una joven que en verdad le interesa poco; y ella en respuesta a la eventual indiferencia de él, arma un tremendo lío de aquellos, en el que se entromete toda su familia ‒madre, hermano‒, generando una situación contradictoria: de un lado, le exigen a Sergio casarse con la chica, pero de otro, lo acusan ante la justica de violación. Lo cual da pie para presentar visos del sistema jurídico cubano, que hace mucho hincapié en lo formal (“en virtud del la ley y el artículo tal y considerando los siguientes hechos”) y poco más. Pero Sergio tampoco es víctima del sistema, sino más bien de sí mismo. Mientras el tribunal procede con la exoneración, él procede con su propio ostracismo. Alguien que, como cantara Facundo Cabral, no es de aquí ni de allá. No pesará en la balanza de la historia, si es que de eso se trata; como el hombre de ninguna parte de John Lennon, cuya estatua, sentado sobre una banca, irónicamente se encuentra en La Habana.

Aunque La muerte de un burócrata fue realizada antes de Memorias del subdesarrollo, su postura es decididamente más radical y mordaz. Abre con una elegía funeraria en un cementerio dedicada a un hombre que logró ser considerado en su trabajo como un obrero ejemplar (sin duda, un gran honor en un sistema socialista). Y en reconocimiento a esa distinción, su familia ha decidido enterrarlo con su credencial laboral; decisión de la que luego se arrepentirá cuando se la solicitan como requisito cuando su viuda proceda a tramitar la pensión respectiva. Esto desata una odisea tan absurda como divertida en la que se embarca el sobrino del difunto, encargado de tratar de resolver el entuerto, a medida que se adentra en el mundo de una burocracia que tampoco se entiende a sí misma. El espectador asiste a carcajada batiente a un despliegue de situaciones cómicas, que hacen eco de grandes maestros del género en el cine, como Buster Keaton, Laurel y Hardy y Harold Lloyd, incluyendo la inevitable guerra de pasteles.

Me parece que hay mucho por establecer de propuestas como éstas, en las que un sistema social muy orgulloso se ve enrevesado de distintas maneras. La ironía del desubique entre posturas es propia de quien obra por conciencia propia, así no la haya definido del todo; mientras que la irreverencia es más un modo ‒como bien lo ha demostrado una y otra vez ese grupo único que ha sido Les Luthiers‒ de dejar al descubierto las siempre presentes inconsistencias de cualquier sistema social, por más correcto que se considere.