Al igual que muchos otros de los que, hoy en día, la estudian o la ejercen, yo también llegué a esto que nos obstinamos en llamar lingüística por accidente. O, cuando menos, así me gusta contarlo, pues, a pesar de que los puentes que comunican literatura y lingüística son de viejo conocidos ‒y, según alguno, tan caprichosos como aquellos que hacen posible el concubinato (Saer, 2016), lo cierto es que no en todos los casos es evidente cómo transitarlos, ni mucho menos cómo rayos es que uno va a dar de un lado, cuando arrancó del otro; como en mi caso. Lo que quiero decir es que, en ese ir y venir entre estas dos ficciones –si acaso se me permite agruparlas bajo ese singular tipo–, y en mi