Óscar González Gómez
(UACM- Red de Feminismos Descoloniales) | osquimx@gmail.com
Primera Marcha del Orgullo en la Ciudad de México. Imagen con autorización del Archivo: Centro de Documentación de las Homosexualidades Ignacio Álvarez.
La emergencia del movimiento lésbico-gay neoyorquino en el año de 1969, marcó el inicio de la visibilidad política que mujeres y varones disidentes de la sexualidad normativa emprendieron para resistir colectivamente a las distintas formas de violencia de las que eran objeto. Su irrupción, suscitó un debate sin precedentes y abrió nuevos derroteros en el campo de la sexualidad porque era un movimiento que fundamentó sus acciones políticas a través de un nuevo sujeto, el de aquella y aquellos que se apropiaron de los vocablos de la heterodesignación estigmatizante como una identidad vindicatoria: homosexual, lesbiana y gay se transformaron en apelativos de orgullo.
Esa politicidad recurrió a la memoria histórica, en la intención de descifrar la genealogía de la opresión y su institucionalización en Occidente: cuando los teólogos medievales en su ejercicio exegético en los libros sagrados de la tradición judeo-cristiana, consideraron como crimen y pecado digno de la pena capital a toda actividad sexual contraria al orden natural, al dispuesto por Dios; es decir, proscribieron las prácticas sexuales fuera del matrimonio y que no tuvieran como objetivo la reproducción de la especie. En suma, impusieron la heteronorma como un comportamiento moral, pero también en exigencia vital para mantener la reproducción social. Por eso, uno de los objetivos del movimiento fue interpelar al Estado y sus instituciones, pues en pleno siglo XX seguían manteniendo esas arcaicas concepciones normativas.
Sin embargo, tal y como proponía Michel Foucault, con la secularización del poder pastoral y la creciente gestión biopolítica, las formas de disciplinamiento social se extendieron mediante redes de saber-poder que también comprendían a las diversas disciplinas de conocimiento y sus instituciones; así, el derecho, la medicina y la psiquiatría se configuraron como dispositivos que a través de sus discursos normativos producían también a los sujetos y, como tales, se les concebía sujetados a los efectos que traía consigo su relación con el saber y el poder.[1] Así, desde 1951, con la publicación de la primera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación de Psiquiatría Americana (APA), se aquilató a la homosexualidad como una enfermedad mental y, fue hasta septiembre de 1973, que se excluyó de dicha clasificación; para algunos, esa disposición obedeció a las constantes exigencias del movimiento lésbico-gay para despatologizar sus expresiones erótico afectivas, pero también es importante considerar que al interior de la Asociación hubo intensos debates y posturas encontradas, hasta que finalmente diversos estudios con base científica respaldaron el cambio de paradigma.[2]
Paralelo a este proceso, algunos investigadores invirtieron el enfoque desviante al tratar de indagar las causas que llevan a algunos sectores de la sociedad a discriminar tajantemente a las personas disidentes a la heteronorma. En 1971, Kenneth T. Smith introdujo el término homofobia con el objetivo de comprender cómo los problemas de los homosexuales mantienen estrecha relación con las actitudes negativas que determinados individuos dirigen hacia ellos; su estudio desembocó en la elaboración de un perfil psicológico de sus personalidades además de una taxonomía de sus comportamientos para que con ello se pudiera entender su etiología.[3]
En el año de 1972, el término fue incorporado al lenguaje clínico por el psicólogo estadounidense George Weinberg, caracterizándolo como el miedo a estar cerca de homosexuales. Por tanto, la personas con orientación homosexual dejaban de ser vistas como enfermas para desplazar la anomalía a quienes las rechazaban, por lo que su manifestación fue entendida como un desorden, un trastorno o una psicopatología. Dicha explicación puede caracterizarse como una hipótesis de irracionalidad, pues extiende la idea de que las conductas hostiles hacia las distintas expresiones de la diversidad sexual obedecen a los complejos entramados o anomalías de la psique y, por tanto, los actos de quienes la padecen no son de carácter intencional y mucho menos se les puede imputar responsabilidad.
Primera Marcha del Orgullo en la Ciudad de México. Imagen con autorización del Archivo: Centro de Documentación de las Homosexualidades Ignacio Álvarez.
En el mismo campo de la psicología se postuló la hipótesis represiva para explicar que los motivos que llevan a las personas a atacar, insultar o violentar a las personas homosexuales se debe a que constriñen su orientación sexual, deseo o atracción por otras personas de su mismo sexo, debido a motivaciones propias de su trayectoria de vida. En cambio, en las ciencias sociales y las humanidades se tiende a suscribir la hipótesis de la ignorancia, al considerar que la homofobia es producto de prejuicios de índole cultural, dogmas religiosos o por la falta de educación. Asimismo, sostienen que sus efectos son sociales pues repercuten en la vida de los agraviados a manera de estigmas que afectan su vida cotidiana y trascienden en su realización personal al impedirles su integración social. Bajo dicha premisa, la homofobia puede ser objeto de sanción legal al vincularse a un concepto de orden jurídico, la discriminación, entendida como las formas de diferenciación, marginación, pero sobre todo de exclusión y restricción que impiden o anulan el reconocimiento social, el ejercicio de derechos y la igualdad de oportunidades de las personas.[4]
Pese a los distintos campos disciplinares que se han ocupado de describir, caracterizar y buscar las causas de la homofobia, la socialización y el uso del término en México fue a consecuencia de una lucha política. En la primera mitad de la década de 1990, a raíz de la ola de homicidios cometidos contra varones homosexuales en la ciudad de México y contra trabajadores sexuales en Chiapas, los activistas y grupos organizados del entonces movimiento lésbico-gay, comenzaron a emplear el concepto crimen de odio por homofobia con la intención de visibilizar esa violencia letal y simultáneamente interpelar a las instituciones encargadas de la impartición de justicia para que se atendieran los casos de manera urgente. Asimismo, exigían dar un giro a las líneas de investigación del delito, pues eran tratados como crímenes pasionales, lo que imposibilitaba responsabilizar a los victimarios y además se limitaba el seguimiento de los casos.
Aunque el término ha permitido visibilizar la violencia criminal, su uso es problemático ya que su caracterización redunda en la casuística, al referir exclusivamente la motivación irracional, el odio. El término fue una apropiación de la ley federal estadounidense que, desde los años ochenta del siglo XX, tipificó a los actos criminales contra las llamadas minorías religiosas, raciales y étnicas como Hate Crime. Su análisis estadístico se debió en gran medida a la presión de los grupos afectados con la finalidad de contabilizarse su recurrencia, que profundizaran las investigaciones y por consiguiente se pudiera identificar y atajar sus causas; en síntesis, fue una respuesta institucional paralela a las políticas identitarias del multiculturalismo, de ahí que fuera tratado y juzgado a partir de la distinción de los parámetros que no comparten otros crímenes.[5]
En México, la apropiación y la utilización de esta categoría ha sido promovida por la Comisión Ciudadana Contra los Crímenes de Odio por Homofobia, la cual se ha encargado de la descripción detallada y caracterización de los crímenes a través del análisis cualitativo de los casos reseñados en las notas periodísticas. Su acción política logró que la entonces Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México creara una agencia especializada en la violencia de género y, también la homofóbica, a la vez que estableció un protocolo de acción y, finalmente, se tipificó el odio en el Código Penal de la Ciudad de México como una agravante para juzgar un homicidio.[6]
Entre las conclusiones de su análisis, la Comisión establece que si bien cada crimen es resultado de ciertas formas de violencia estructural sólo es de manera parcial pues:
En algunos hay rastros de ciertas estructuras, por ejemplo, de la subordinación de las mujeres y lo femenino como lo encontramos en algunos asesinatos de mujeres lesbianas y personas trans, o la afirmación de construcciones culturales de la masculinidad que se identifican en asesinatos de hombres gays. Pero también podría haber relaciones entre clases sociales o entre generaciones.[7]
Asimismo, consideran que el robo es el principal móvil de dichos crímenes y que sus condiciones de concreción dependen de los vínculos previos entre la victima y el victimario, ya que puede originarse a partir de una conquista, un ligue ocasional o incluso a solicitud de un trabajo sexual. Sin embargo, concluyen que las categorías que predominan y explican la recurrencia del delito es el odio, es una emoción social que está determinada por las representaciones hegemónicas sobre la sexualidad, la normalidad, la masculinidad, la moralidad, el cuerpo, entre otras.
Aunque el análisis cuantitativo y cualitativo de la Comisión ha permitido trazar un mapeo general sobre la incidencia del fenómeno y permite reconocer la existencia de sus condicionantes sociales, no logra analizarlas de manera integral. Es decir, aunque identifica que además del odio, existen aspectos culturales y económicos que configuran y determinan la vulnerabilidad, no los articula para dimensionarlos en su conjunto; la especificidad de su análisis en el plano subjetivo no permite evidenciar el horizonte que los posibilita, evita complejizar su relación con el plano colectivo e institucional, por lo que invisibiliza su carácter histórico y estructural.
Es por eso que, además de la crítica al concepto, en este artículo se ha referido el estado de la cuestión, con el objetivo de explorar los abordajes empíricos y teóricos que puedan contribuir a enriquecer la discusión y complejizar el análisis de la homofobia. Es el caso de la propuesta de Rita Segato en su estudio sobre la violación, ya que nos proporciona las claves que hacen inteligible las agresiones de género y facilitan comprender el fenómeno de la violencia, especialmente su manifestación en: “el impulso agresivo, propio y característico, del sujeto masculino hacia quien muestra signos y gestos de la femineidad.”[8] En este sentido la autora refiere que dicha relación no corresponde a la diferencia sexual, es decir, respectivamente, al sujeto varón y al sujeto mujer. La víctima entendida como femenina o, sus condiciones de vulnerabilidad como feminización, no refieren a la condición sexual-corporal del individuo, sino la estructura de género que lo coloca en un régimen de estatus, en una posicionalidad relacional y dicotómica; para ella, la estructura de género reaparece o se intersecta con otros dispositivos para conformar un patrón de poder, que se establece más allá de las corporalidades, en un orden jerárquico, asimétrico, de subordinación y dominación.
Así, las formas de la violencia como la homofobia demuestran que, en cualquier contexto social, prevalece el sometimiento de los individuos a estructuras jerárquicamente constituidas, como las del género o la sexualidad. Esta complejidad de las categorías relacionales y la posicionalidad, nos revela que la lucha contra la homofobia no sólo debe centrarse en su abordaje en el ámbito del derecho, en su identificación casuística en el orden pragmático o en la pretensión de conformar políticas públicas y a su estrategia paralela que pretende constreñirla a partir de un sistema punitivo.
Como lo señalan las epistemologías feministas, el problema de la homofobia no ha sido resuelto por el Estado moderno porque no ha sido capaz de superar su responsabilidad histórica, que en un momento instituyó la proscripción y la criminalización de las expresiones eróticas y afectivas homosexuales y que, en la actualidad, a pesar de sus acciones afirmativas que extienden el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo y, su posibilidad de adoptar, no ha logrado superar su propio sistema de estatus y sus estructuras de poder; sigue dejando en los márgenes a quienes se resisten a cumplir la heteronorma: a mujeres y varones de la diversidad sexual que no mantienen relaciones monógamas, a quienes optan por el trabajo sexual por gusto o por necesidad, a quienes no pretenden reproducirse, a quienes no forman familias, a quienes mantienen relaciones eróticas y afectivas múltiples.
Los dispositivos de género, de sexualidad, de racialización, de clase y las etarias, sobreviven subrepticiamente en las instituciones modernas, ya sea en las corporaciones de la impartición de justicia y de seguridad que siguen reproduciéndolas porque sus mecanismos de capacitación siguen operando bajo lógicas de subordinación y de dominación; ya sea porque las fraternidades de varones del Estado y del crimen organizado, siguen reproduciendo el patriarcado como eje que preserva el orden a partir de la rearticulación de las jerarquías que se ponen en práctica para asegurar el mandato de su autoridad. La homofobia como una de las múltiples formas de la violencia requiere ser comprendida integralmente, en relación con los otros dispositivos de poder y más allá de la casuística que pretende encontrar su resolución en un sistema punitivo.
Bibliografía
Cruz Sierra, Salvador (2002), “Homofobia y masculinidad”, en El Cotidiano, vol. 18, núm. 113, mayo-junio.
García Fanlo, L. (2011), “¿Qué es un dispositivo?: Foucault, Deleuze, Agamben”, en A Parte Rei, núm. 74.
Parrini, Rodrigo y Alejandro Brito (2012), Crímenes de odio por homofobia: un concepto en construcción, México, Indesol-Letra S, p.13.
Peña García, C. (2004), Homosexualidad y matrimonio: estudio sobre la jurisprudencia y la doctrina, Madrid, Universidad Pontifica Comillas de Madrid.
René, Renaud (2015), “El concepto del Crimen de Odio por Homofobia en América Latina. Datos y discursos acerca de los homicidios contra las minorías sexuales: el ejemplo de México”, en Revista Latino-americana de Geografia e Gênero, Ponta Grossa, vol. 6, núm. 2, pp. 147-172.
Segato, Rita Laura (2003), Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes.
Keneth T., Smith (1971), “Homophobia: a Tentative Personality Profile”, en Psychological Reports, vol. 3, núm. 2, pp. 1091-1094.
- García Fanlo, Luis (2011). “¿Qué es un dispositivo?: Foucault, Deleuze, Agamben”, en A Parte Rei, núm. 74, p. 3. ↑
- Peña García, Carmen (2004), Homosexualidad y matrimonio: estudio sobre la jurisprudencia y la doctrina, Madrid, Universidad Pontifica Comillas de Madrid, pp. 79-81. ↑
- Smith, Kenneth T. (1971), “Homophobia: a Tentative Personality Profile”, en Psychological Reports, vol. 29, núm. 3, pp. 1091-1094. ↑
- Las hipótesis sobre la homofobia que aquí se describen se basaron en las propuestas de Patrick D. Hopkins. Véase: Cruz Sierra, Salvador (2002), “Homofobia y masculinidad”, El Cotidiano, vol. 18, núm. 113, mayo – junio, pp. 8-14. ↑
- René, Renaud (2015), “El concepto del Crimen de Odio por Homofobia en América Latina. Datos y discursos acerca de los homicidios contra las minorías sexuales: el ejemplo de México”, en Revista Latino-americana de Geografia e Gênero, Ponta Grossa, vol. 6, núm. 2, agosto-diciembre, pp. 147-172. ↑
- Parrini, Rodrigo y Alejandro Brito (2012), Crímenes de odio por homofobia: un concepto en construcción, México, Indesol-Letra S., p. 13. ↑
- Ibíd., pp. 55. ↑
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Segato, Rita Laura (2003), Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes. ↑