Vida y muerte en el socavón: acerca de El minero del diablo de Kief Davidson y Richard Ladkani (2005)

Mauricio Sánchez Álvarez
CIESAS Ciudad de México



En las inmediaciones del Cerro Rico, a cuyos pies está Potosí, que (según narra Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina) en tiempos coloniales fue la capital de la plata del imperio español, viven un joven de 14 años, Basilio Vargas, sus hermanos menores Bernardino y Vanessa, y su madre, Manuela Altica Vargas. Basilio y Bernardino trabajan como ayudantes de mineros en los socavones de las antiguas minas que surcan el cerro, extrayendo los restos de mineral de plata que aún quedan, aunque ya el auge minero como tal es cosa del pasado. La actividad misma, al menos tal como se retrata en este documental de principios de este siglo, está llena de riesgos: desde carros de carga con los que sacan el mineral, carentes de frenos (y que pueden atropellar a un inadvertido) hasta quedar atrapado en un derrumbe ocasionado por explosiones de dinamita, pasando por lo que quizás es la peor situación de todas: la muerte temprana por silicosis debido a la continua inhalación de polvo de sílice. No menos difícil y precaria es la vivienda de pared de piedra que habita la familia: sin servicios, como agua y luz, de tal modo que si quieren ver la tele tienen que conectarla a una batería de coche (que siempre puede descargarse).

Basilio y sus hermanos son huérfanos de padre. Lo que él y Bernardino ganan es entonces vital no sólo para el sostén familiar sino también para costearse los gastos que ocasiona asistir diariamente a la escuela, en la que, por otra parte, su condición de minerito lo hace objeto de burla de parte de sus compañeros, aunque Basilio confía en que, cuando lo conozcan mejor, eso quedará atrás y podrán jugar juntos.

Los mineros de Cerro Rico se saben entre la vida y la muerte. Un solo descuido en un solo detalle y adiós. Una tensión que significan claramente en sus prácticas simbólicas. De hecho, se refieren al Cerro como un comegente, un ser personificado en el diablo, al cual, por otra parte, llaman Tío, de tal modo que es su pariente. Aunque las minas son territorio diabólico (en lo que quizás incide el paralelo entre los socavones y el infierno), también son algo vital y sagrado, culturalmente diferente a lo que vendría a ser el mundo de la superficie, terreno de Dios. Así, en los socavones hay efigies del Tío, con sus cuernos y cola acostumbradas, y a las que se les rinde respetuosamente culto con ofrendas como hojas de coca, cigarrillos y aguardiente. Además, y como refrendando la dualidad socavón/superficie, en la entrada de las minas (donde está colocada muy diligentemente una cruz) ritualmente se sacrifica y come una llama, cuya sangre se riegan sobre el arco por el que se penetra al bajo mundo.

No menos importante es el carnaval, periodo en que los mineros y sus familias bajan a Potosí en vistosos contingentes de baile, haciendo estallar dinamita en los costados desnudos del Cerro. Es un momento en que no se trabaja, pero no sólo porque es de asueto, sino porque está terminantemente prohibido trabajar, ya que es cuando el Tío anda suelto por los socavones.

No resulta raro, entonces, que Basilio desee irse algún día de los socavones de Cerro Rico y encontrar un trabajo más tranquilo en otra ciudad. Sin embargo, 15 años después, ya adulto, y según fuentes de Internet, allá sigue: ahora es minero de tiempo parcial y complementa sus ingresos como guía turístico en las minas. El documental El minero del diablo volvió a Basilio una pequeña celebridad, que actualmente también participa en videoconferencias para seminarios de posgrado de universidades estadounidenses. Según esas mismas fuentes, algunas cosas han cambiado desde entonces. Por ejemplo, quienes, como él, siguen perforando y extrayendo mineral, cuentan ahora con mejor equipo; lo que posiblemente implica que el riesgo de muerte ha aminorado. Pero otras cosas no han cambiado. Manuela, la madre de Basilio, continúa viviendo en la misma casa de paredes de piedra en que crio a sus chicos. La persistencia de ella y Basilio, cada uno a su manera, parece indicar que la inminencia de la tragedia no es un impedimento, sino más bien un valor agregado de un modo vida, que a ojos de un académico clasemediero resulta muy singular, pero que quizá muchos pueblos han conocido desde siempre.