Rodolfo González Figueroa
RAAS
Ilustración de Ichan Tecolotl con foto de Laboratorio Hipatia.
-¡Uno, dos, tres por mí! Y por todos mis compañeros —gritábamos los niños en mi infancia, cuando jugábamos por las noches a las escondidas. Luego de correr a escondernos con la mejor estrategia y vigilar sigilosamente al que nos buscaba para ubicar el momento exacto en que se descuidaba o alejaba un poco de la base, saltábamos del escondite emprendiendo con velocidad frenética para salvarnos y salvar a los demás. Era un gesto bello de solidaridad y de equipo, del pensar en los demás.
Lo recuerdo con melancolía, pues noto cómo ahora las infancias ya no juegan y han ido disminuyendo, pavorosamente, su relación social, sus dinámicas físicas, su interacción con el entorno, encerrándose en un enfermizo ensimismamiento tecnológico.
Igual pasa con mis otros recuerdos campiranos, mi abuelo y mi papá siempre me contaban de cómo la familia, los vecinos, las mujeres y las infancias trabajaban juntos la parcela, en comunidad. Y de cómo había cultivos múltiples, varias temporadas de cosecha, intercambio de alimentos. Se asociaban los cultivos y se asociaba la familia. Se cuidaba el suelo y se cuidaba la salud de la gente. Cuidar la semilla local, nativa, familiar, era salvar el patrimonio, continuar con el legado.
Cuando pienso en esos tiempos que cuentan mi abuelo y padre también me entra la melancolía, pues noto cómo ahora la agricultura tendió a especializarse e individualizarse y, al igual que los niños, ha ido disminuyendo, pavorosamente, su relación social, sus dinámicas, su interacción e integración con el entorno, encerrándose en un ensimismamiento tecnológico alarmante.
Esta desviación humana, lo sabemos, está teniendo consecuencias terribles en todas las dimensiones, tanto ambientales, como sociales, sanitarias, climáticas, emocionales, etc. Es claro que atravesamos una crisis humana multidimensional que estriba en las violencias recurrentes que, cada vez más, se comenten contra la vida, contra las mujeres, contra los niños, contra la libertad.
Y es paralelo. Agricultura e infancias tienen algo en común. Mientras más se viola a la tierra más agresión se comete contra las niñas y niños. La imaginación, los sueños, la espontaneidad, la alegría, la creatividad no tienen cabida en el sistema de producción agroindustrial como tampoco la tienen ya nuestras nuevas generaciones. La erosión genética que ocasiona la agroindustria también erosiona la memoria y las capacidades de imaginar de las nuevas generaciones. Los insumos que se utilizan para la producción son tóxicos y chatarras, no nutren el suelo, no alimentan, como tampoco se nutren ni alimentan muchas de nuestras hijas e hijos.
Está perdiéndose la experimentación, la innovación campesina. La voluntad transformadora de nuestros agricultores desaparece y en cambio se impone una tendencia uniformizadora, homogénea y amoldada. Igualito que con los jóvenes ahora.
Ya no se permite el juego, la distracción, la contemplación. Mi padre y abuelo cuentan como en la parcela también había momentos para jugar, correr, mancharse, enlodarse y, enseguida, detenerse a contemplar la abeja, el ave, o la mariposa, o descubrir un gran nixticuil junto con una lombriz criolla. Pero no, ya casi no hay de eso. La agroindustria que se impone y promueve aniquila a la abeja, al ave, a la mariposa, y mata a los nixticuiles porque son plaga, y elimina las lombrices criollas con sus venenos. Además, se prohíbe el juego, la distracción, la contemplación.
Agricultura de precisión con total desconexión. Se pretende controlar la vida, los procesos, los ciclos. Los sistemas de producción agroindustriales son cuarteles militares para las plantas. Muchas de las escuelas también parecen cuarteles militares para nuestras hijas. Se les pretende controlar su energía, amoldar sus pensamientos, controlar sus procesos. Educación de precisión para la desconexión.
Ya casi no hay trabajo manual en el campo, todo se tecnificó. Se surca, siembra, fumiga y cosecha con máquinas. Se desvaneció la interacción. En las escuelas, las nuevas generaciones ya no hacen trabajos o juegos manuales. Las pedagogías están tecnificadas, la educación, igual que esta agricultura actual, está digitalizadas.
Quienes trabajan en los campos agrícolas de invernadero y monocultivo dan fe y testimonio. Su trabajo no les genera esperanza, no les aporta satisfacción interna. Trabajan porque se necesita el dinero para sobrevivir y eso les hace soportar la rutina, los horarios, al patrón. Tenemos generaciones ahora que viven en la desesperanza al igual que muchas de nuestras infancias.
Como anticipó Illich (2006), el colapso de este tipo de sociedad nos encuentra a las mayorías lo mismo desposeídas de las habilidades para vivir de forma autónoma que adictas a las necesidades imputadas por el mercado, a las cuales solo podemos acceder por medio de un salario que ya cada vez menos pueden ofrecer. Es una situación que, como dice Majid Rahnema (1997), deja a millones a la deriva: sin saber nadar en un mar hostil. La miseria del mundo del desarrollo se caracteriza por el hecho de que las personas no encuentran los medios propios para sobreponerse a los avatares de la vida cotidiana, y, al mismo tiempo, siguen siendo dependientes del mercado y de las necesidades que el sistema no para de crear: intoxicadas por los objetos del deseo del capitalismo y expropiadas de sus capacidades de subsistencia.
No es sencillo cambiar toda esta situación. Pareciera simple, pero es complejo, o quién sabe. Sin embargo, siento que es posible. Basta darle la vuelta a la tortilla y pasar de los individualismos a lo colectivo, de lo especializado a lo diverso. Generar vías opuestas a las expectativas uniformizadoras. La potencia reactiva contra las fuerzas del capital está en la agroecología.
Contra las individualidades corporativas del acaparamiento, multitudes agroecológicas. Como menciona Omar Felipe Giraldo (2022):
A contrapelo de la negatividad y el nihilismo desmovilizador del que se nutre el sistema, la agroecología es esperanzadora, pues más que gritarle un no rotundo al modelo necropolítico, es generativa de muchísimos síes. Su ánimo transformador rechaza este modelo suicida, pero lo hace mediante un impulso inspirador para que millones de personas en todo el mundo eviten la resignación de sucumbir ante el océano de muerte engendrado por el actual régimen alimentario ecocida, mientras de manera alegre regeneran ámbitos de comunidad y crean entornos reverdecidos.
Por supuesto que nos gusta la agroecología. A quienes aún nos queda, todavía, algo de humanidad, la agroecología nos cambiará la racionalidad. Y claro que eso nos va gustar, y vuelvo a citar a Giraldo:
por su capacidad de desplegar la imaginación de una vida más deseable y aplicable en términos más o menos precisos. Por ser capaz de liberar la ensoñación de la prisión de las certezas capitalistas y suscitar mundos distintos. Su virtud reside en que no infunde sueños ilusorios que se disipan en el horizonte, sino utopías que se traen al presente con acciones específicas, con rebeldías y desobediencias territorializadas por los pueblos en sus espacios de existencia. Gracias a la agroecología multitudes, en distintos rincones del planeta, están fugándose de los grilletes de la realidad existente, creando con sus esfuerzos colectivos otras imágenes de posibilidad, evocando otras alternativas de habitar, de un modo más convivencial, más acorde con los ciclos de la tierra.
A diferencia del modelo de producción capitalista que es uno, las agroecologías, en cambio, son muchas y muy variadas. Se adaptan, amoldan, adecúan, aclimatan a todo territorio. Se nutren del saber local y se acompañan de abuelas, niñas, jóvenes, adultos, y sus animales y sus modos de cada quién. Precisan de la imaginación y la creatividad local colectiva, activan la autoformación por medio de la interacción activa.
En nuestros territorios cada vez encontramos más experiencias de familias que han recobrado el sentido de vivir por medio de la práctica agroecológica. Y ya no somos pocos ni pocas: año con año las experiencias, las fincas, los territorios agroecológicos aumentan. Esas multitudes que habitan en cada pequeña comunidad, que recobran sus propios estilos de vida, prescinden en la medida de lo posible del trabajo asalariado. No son las muchedumbres en las que el desempleo se traduce en impotencia y pasividad, sino trabajadores que alguna vez fueron frustrados y ahora se organizan y hacen un “desempleo creador”. Se trata de personas que desarrollan su creatividad, multitudes que recobran su imaginación social, su invención colectiva y la habilidad comunitaria de crear soluciones a sus problemas inmediatos.
Por ello es que se habla de la multiplicidad de las agroecologías. Las hay escolares, agroecologías pedagógicas. También agroecologías comunitarias, agroecologías feministas, agroecologías campesinas, agroecologías de retorno, agroecologías emergentes e históricas, agroecologías barriales, más las que se acumulen este año. Tan diversas son como las formas de asociación de cultivos, variedades animales y vegetales.
En El Mentidero, Municipio de Autlán, Jalisco, tenemos un ejemplo hermoso de niñas y niños que, por medio del huerto escolar primero y luego con la siembra de la milpa en la parcela escolar, han desarrollado una manera de aprender y sentir distinta a la escolarizada por medio de un proceso agroecológico.
Niñas y niños que desde los 4 hasta los 15 años aproximadamente han convivido en un espacio de aprendizaje convivencial, intergeneracional y colaborativo, puesto que muchas de las prácticas que se efectúan requieren trabajo en equipo y distribución de actividades. Es común ver trabajando juntos a niñas de 13 años con un niño de 4 y otro de 10, algo que no ocurre en la educación oficial que segmenta y fragmenta por edades, impidiendo la posibilidad de la transmisión de conocimiento y de convivencia entre generaciones. En cambio, aquí es posible ver como los niños y niñas mayores le explican a los más pequeños, les ayudan, les comparten, motivan u orientan. Claro, también se pelean y discuten, lo que conlleva y detona debate y diálogo, aspectos básicos de la comunicación humana que no siempre se practican en las aulas porque en ella sólo la docente o el docente son “los que saben”.
La experiencia de “agroecologizar” a las infancias ha sido bella. Conforme pasan las semanas van apareciendo temas, detalles, prácticas inesperadas, experiencias muy interesantes de aprendizaje convivencial “extraaulas” donde gracias a la libertad que las y los niños sienten de estar en campo abierto, es posible que experimenten sensaciones, se animen a explorar, observar, correr, saltar, asombrarse al descubrir un escarabajo o un abejorro, recolectar flores, indagar, cuestionarse todo lo nuevo y obtener respuestas de parte de los compañeros quienes fungimos como acompañantes del proceso de campo.
El modelo de sociedad actual que tiende a recluir parece que educa, alinea y amolda para la obediencia. Las actividades al aire libre con la tierra y las plantas crean una ruptura en ese modelo pedagógico y de sociedad y liberan, despejan. Como con una especie de anarquía metodológica pero guiados sutilmente a un objetivo claro, las y los niños desarrollan, desenrrollan habilidades: palear, escarbar, deshierbar, acarrear composta, observar, indagar, escalar en los árboles… La pandemia obligó a encerrar aún más a las personas y, sobre todo, a sobreproteger a las infancias que terminaron de por sí siendo engullidas por la tecnología con la excusa de la educación a distancia. Con la relación en la parcela florece una especie de liberación, de reconexión, y un término de estas restricciones.
Como el pizarrón o la hoja en blanco, la parcela escolar para los niños es un espacio donde hay que dibujar, plasmarse, crear. No hay un punto de partida estrictamente delimitado, hay una motivación para activar el disfrute y la creatividad. Por ejemplo, la casa del árbol, que no tiene la culpa de los vicios y los miedos de los adultos, ha sido un templo, un aposento de las posibilidades. Cuando los niños suben esa casa puede ser un aula, un hogar, un escondite, una guarida, etc. Lo cierto es que no hay niño que se resista (ni pequeño ni adulto) a subir por las escaleras y a entrar a una dimensión vegetal que todos y todas alguna vez deseamos, soñamos o disfrutamos. La casa del árbol, para los niños que no habían tenido interés de salir a la parcela, ha sido motivo para hacerlo. Una vez ahí en la orilla de la parcela, como la humedad, las niñas y niños se van infiltrando al centro por una inercia extraña quizá llamada curiosidad o simples ganas de ver qué hay en esa parcela rara que no tiene caña, no tiene agave, no tiene tóxicos ni un cerco que la delimite, a donde tanto niño y niña acuden contentos y, cosa rara, sin miedos.
Curiosos, felices, gritones, sonrientes, preguntones, expresivos, solidarios. Así se manifiestan las y los niños cuando están en la parcela escolar o bajo los árboles a la hora de tomar agua luego de realizar una actividad agroecológica, o bien, con mucha mayor razón, cuando se enteraron que habría una casa del árbol, y más cuando se les invitó a darle color a la casita. Cierto es que existe una deficiencia en la comunicación entre ellas y ellos, y, controlados por sus impulsos, suelen tener confrontaciones, discusiones, desacuerdos y riñas por instintos de competencia, o, tal vez, por doctrinas pedagógicas o culturales de la competencia. Pese a ello, después de un tiempo permea la convivencia.
Desde mi óptica perceptiva sensorial no racionalizada, los espacios agroecológicos educativos son un espacio necesario y de vanguardia. Nos encontramos en la calle frecuentemente a las y los niños y, obviamente, lo primero que preguntan es que cuándo iremos a la parcela, “porque nos aburrimos en la casa”, dicen. ¡Zas! ¡niños que se aburren en su casa! Y que exigen espacios abiertos para convivir y aprender. Las y los niños nos llaman.
Por pura inherencia humana, o genética de la especie, estamos diseñados para convivir y cohabitar este planeta en convivencia con la naturaleza. Algún filósofo prestidigitador lo dijo: “somos humanos exclusivamente y en la medida en que nos relacionamos con lo que no lo es”. Por lo tanto, seguir acercando a las infancias a la naturaleza, a los procesos biológicos, a las actividades de la parcela, a escalar los árboles, jugar al aire libre, etc., humanizará en mayor o menor grado a las nuevas generaciones.
Toca, desde luego, perfeccionar las metodologías y para ello precisamos de estudiosos del tema, pedagogos populares, pedagogos emancipatorios expertos en epistemologías del sur o pedagogos decoloniales y demás lectores asiduos de bibliografías no eurocéntricas que son necesarios acá en la interacción real con las y los niños que están abiertos para ser diferentes a sus madres y padres y que, para lograrlo, han de sacudirse una loza cultural de violencias desde la obstétrica hasta la política y ambiental pasando por muchas más, tan sencillas de tratar como tener quién les escuche y entienda.
Y entonces sí, más pronto que tarde, regresar esa esperanza y alegría creadora de las infancias para que recobren el sentido de experimentación y asombro, de libertad y de juego para que cuando saliendo frenéticamente de su escondite a la base, corran jubilosos y griten:
¡Uno, dos tres por mí y por todas las agroecologías!
Bibliografía:
Giraldo, Omar Felipe
2022 Multitudes Agroecológicas, Mérida, ENES Unidad Mérida, UNAM, disponible en https://www.biodiversidadla.org/Recomendamos/Multitudes-agroecologicas
Illich, Iván
2006 “La convivencialidad”, en Iván Illich, Obras reunidas I, México, Fondo de Cultura Económica, pp. 763.
Rahnema, Majid, y Victoria Bawtree
1996 “The Post-Development Reader”, Londres, Zed Books, pp. 440.