Una visión de la etnohistoria aprendida del maestro

Gabriela Solís Robleda[1]
CIESAS Peninsular

Juan Manuel Zevallos e Hildeberto Martínez. Foto: Gabriela Solís.

Cuando cursaba la licenciatura en Etnohistoria (1978-1982), en la Escuela Nacional de Antropología e Historia se debatía la definición de esta disciplina e incluso se cuestionaba su existencia misma, recurriendo a textos como los de Carlos Martínez Marín y Carlos García Mora. Bien sabemos que el origen del término “etnohistoria” como campo del conocimiento científico se dio en los Estados Unidos, aunque se consolidó cuando, tras la 2ª guerra mundial, se emitió una ley de recuperación de tierras a favor de los grupos originarios. Ello motivó que los antropólogos que trabajaban con esos grupos, entonces con enfoques sincrónicos, recurriesen a los archivos en busca de pruebas de su ocupación y propiedad del territorio. Realizando esta actividad se encontraron muchas evidencias de que esas poblaciones tenían una propia, compleja y diversa historia que iba a contrapelo de la visión en gran medida estática que se privilegiaba. Surgió así la etnohistoria y sus derivaciones han sido muchas, en especial la escuela llamada Nueva Filología, con autores como James Lockhart y Matthew Restall.

En México se dio una situación muy diferente y contrastante para la génesis y desarrollo de este campo de conocimiento, dando como resultado una etnohistoria que con sustento puede denominarse “mexicana” al contar con una identidad propia y definida. Dos factores fueron determinantes: 1) la existencia de una valiosa tradición historiográfica, y 2) la conjunción de esta tradición con visiones teóricas de la etnología, la economía y la sociología, entre otras ciencias. En cuanto al primer factor, la etnohistoria mexicana puede considerarse la depositaria de una larga tradición historiográfica de nuestro país, marcada por un interés por temas antropológicos y por un afán de recopilación, traducción y búsqueda de nuevas fuentes. Se remonta desde luego a Sahagún y a un relevante conjunto de cronistas, frailes, conquistadores, burócratas e indígenas letrados de los siglos XVI y XVII y se reencauza en los trabajos de personajes ilustrados del siglo XVIII que volvieron los ojos a la antigüedad mexicana buscando un asidero para la identidad nacional en formación, en textos relevantes entre los que destaca el de Francisco Javier Clavijero. A mediados del siglo XIX, muchos intelectuales reflexionaron sobre el pasado prehispánico y colonial, las lenguas indígenas y la conciencia nacional, como Fernando Ramírez, Orozco y Berra, y Pimentel.

La estabilidad y el auge económico del porfiriato permitieron que esta tradición historiográfica produjera un cúmulo de trabajos que conjugaron un interés especial por temas arqueológicos, filológicos, antropológicos y propiamente etnohistóricos. Su producción fue abundante y no reconocía fronteras, al tener un enfoque que hoy llamaríamos interdisciplinario. Lo mismo recopilaban y traducían anales y crónicas de diversas lenguas indígenas, que publicaban colecciones documentales o realizaban estudios rigurosos sobre la historia antigua de México y sobre las instituciones coloniales. Entre muchos destacan: Del Paso y Troncoso con trabajos arqueológicos, lingüísticos y de historia colonial, Peñafiel que publicó documentos de amplio espectro y cantares en idioma mexicano, Riva Palacio con su estudio sobre la propagación del cristianismo, Cecilio Robelo que analizó la concepción que de Dios tenían los antiguos mexicanos, Vicente Andrade con tratados sobre idolatrías, Alfredo Chavero y su estudio sobre el Colegio de Tlatelolco, Francisco Flores aportando a la historia de la medicina, García Icazbalceta al difundir documentos del siglo XVI sobre cambios en la sociedad prehispánica, y Genaro García con su aporte para la historia de la Iglesia.

La continuidad en el siglo XX de este tipo de trabajos es evidente con don Wigberto Jiménez Moreno, por mucho tiempo el decano indiscutible de la etnohistoria mexicana, y el enfoque se enriquece con el aporte de Paul Kirchhoff, en quien se conjugaba el rico legado de trabajo historiográfico y antropológico. Ambos mantuvieron una relación académica —en muchas ocasiones confrontada— que fue decisiva para la conjunción de los dos factores señalados que sustentan el trabajo etnohistórico en México. Polemizaron sobre correspondencias y discrepancias calendáricas en los relatos de la peregrinación mexica, sobre la historia tolteca, colhua y mexica, por ejemplo. Pero coincidieron en defender a la historia en la investigación etnológica ante el embate de la corriente funcionalista. La labor de ambos permitió que no hablemos hoy de «la etnohistoria en México» sino de la «etnohistoria mexicana». Ambos asesoraran a Pedro Carrasco, uno de sus representantes más destacados. En opinión de Jiménez Moreno, la principal diferencia que tenían era que él era «más historiador que etnólogo” en tanto que Kirchhoff era “más etnólogo que historiador». Los dos tenían como tarea la forja de una escuela de pensamiento, de trabajo y reflexión sobre nuestra historia como premisa para entender mejor nuestra realidad presente.

Al incorporarme al CIESAS en 1980 en un proyecto dirigido por el Mtro. Hildeberto Martínez me llamó la atención su poco interés en la discusión mencionada al inicio de estas líneas sobre la existencia y razón de ser de la etnohistoria como disciplina científica, pues sus tenaces y fructíferos esfuerzos en este campo se daban en la práctica cotidiana a lo largo de todos los pasos que requiere el ejercicio metódico de investigación, poniendo énfasis en la búsqueda de nueva información que permitiese profundizar la comprensión de problemas relevantes. Puedo calificar este enfoque para el trabajo con un dicho popular: que “el movimiento se demuestra andando”. Y es que para mí fue evidente que el maestro tenía muy claro lo que debía hacerse. Al trabajar a su lado en el archivo como actividad prioritaria para el acopio de información que sustentase cualquier análisis, aunado a las constantes lecturas y el ejemplo cotidiano, pronto me percaté de que su idea era que la complejidad de la formación social donde las sociedades indígenas viven y han vivido demandaba la comprensión de su propio mundo y el análisis de su estructura social, así como de las relaciones asimétricas articuladas después de la Conquista entre indígenas y colonizadores. Reitero, aprendí a trabajar con el ejemplo más que con lecciones, y menos aún con discusiones estériles sobre planteamientos rebuscados.

Al ser el objetivo de este escrito presentar la visión de la etnohistoria aprendida con Hildeberto, retomé las notas que elaboré tras una reunión de Querétaro (mayo de 2010) en la mesa “Historia y etnohistoria en el CIESAS”, añadiendo algunos datos posteriores. Hildeberto llevó el liderazgo en esa reunión y recuerdo participaron también Jan de Vos, Pedro Bracamonte, Paola Peniche, Juan Manuel Pérez Zevallos y quien esto escribe. Se dio una discusión rica y propositiva, abordando una variedad de asuntos relevantes.

Se partió de reconocer que la etnohistoria mexicana había atendido un conjunto de temas centrales para el estudio de las sociedades antiguas y de la época colonial, especialmente las formas de la organización social y política así como la territorialidad en un sentido amplio, en un contexto marcado por el cambio y la continuidad. Con este objetivo general, el tipo de etnohistoria sobre el que giraba la discusión utilizaba el espacio estudiado como un laboratorio para examinar estos temas sustanciales buscando aportar al conocimiento científico. Se revisaron diversos trabajos que habían centrado el análisis en el Centro de México para luego expandirse a otras regiones. Algunos ejemplos: los textos de Pedro Carrasco, Johanna Broda, Tere Rojas, Luis Reyes, Margarita Menegus, Bernardo García, René García Castro, entre otros autores, y la muy destacada aportación de Hildeberto con sus libros de Tepeaca en el siglo XVI y luego Codiciaban la tierra.

En estas líneas destacaremos algunos elementos que ocuparon buena parte del tiempo de la reunión por considerarlos sustanciales para ir construyendo una definición del quehacer etnohistórico:

  • Se planteó que la etnohistoria debe generar interpretaciones y no simples recuentos del pasado, postulando regularidades y tendencias y explicando cambios y continuidades en temáticas de largo plazo. Busca entonces una interpretación de su objeto de estudio con el uso y la construcción de conceptos y categorías, donde no caben más límites que los impuestos por el método etnográfico aplicado a la información histórica acopiada. Desde esta perspectiva, toda especulación conceptual tendrá siempre esa condicionante de estar sustentada en una base empírica de información relevante y debidamente demostrada, cernida a través de una rigurosa crítica de fuentes. Acercarnos a las maneras en que los hombres de culturas tan distintas a los parámetros del mundo occidental se organizaron para vivir y construyeron estructuras e instituciones, y cómo enfrentaron un cambio tan abrumador como fue la conquista, sólo puede partir de un análisis concreto, que establezca primero la forma en la que percibían su entorno social, desde la vida cotidiana hasta la institucional.
  • En concordancia con lo anterior, el análisis etnohistórico debe basarse en la consulta exhaustiva de documentos inéditos en archivos y en el acopio un bagaje amplio de información, elaborando descripciones densas de las estructuras sociales, políticas y culturales que dieron sentido y continuidad a pueblos con una larga trayectoria histórica, para luego interpretar la realidad social, alejándose de la simple validación de teorías. Se debe partir de una propuesta bien fundamentada pero abierta y flexible para permitir que la propia información vaya definiendo el camino, privilegiando la voz de los actores sociales.
  • Para un balance adecuado entre el planteamiento conceptual y el acopio de información, se postuló la pertinencia de cultivar una disciplina que trabaje predominantemente con procedimientos inductivos al elaborar explicaciones generales a partir del análisis de casos específicos suficientemente descritos y de su comparación. En esta perspectiva, las bases de datos y las interpretaciones permitirán realizar continuas comparaciones de los procesos estudiados en distintos tiempos y espacios, de manera que se atienda tanto la diversidad como las regularidades. Los referentes conceptuales de la historia, así como de la antropología y de la teoría social en general, han sido desde su origen los sustentos del análisis etnohistórico, sin limitarse a las posibilidades conceptuales que ofrecen esos campos.
  • Valoramos las innegables ventajas de recurrir a una estrategia de trabajo colectivo, que ha sido una práctica distintiva del CIESAS, sobre todo en sus primeros años. Se define este tipo de trabajo no como la reunión periódica de un grupo para intercambiar planteamientos, propuestas y experiencias, ni como la eventual asociación para publicar un libro, sino como la conjunción de esfuerzos en todos los pasos metodológicos de la investigación, desde los primeros planteamientos y la búsqueda de información, hasta el análisis y la presentación de resultados.
  • La edición de fuentes fue considerada parte constitutiva de la misma investigación pues no se trata de una tarea secundaria o complementaria del trabajo sino un objetivo que ofrece una base firme y compartida para generar interpretaciones diversas al poner la información al alcance de un público amplio. El esfuerzo desplegado en la selección de un corpus documental, la elaboración de comentarios críticos y la introducción de notas y explicaciones se convierten en un resultado en sí mismo, al ser piezas primordiales en la construcción historiográfica que permite diversas lecturas e interpretaciones.
  • La etnohistoria mexicana ha tenido y tiene una estrecha vinculación con la problemática social contemporánea al ofrecer explicaciones causales de temas nodales para la construcción del conocimiento y su aplicación. No sólo analiza el pasado sino que lo estudia para entender el presente, al tiempo que los problemas actuales sirven de guía para definir la temática en la investigación historiográfica. De esta manera, las líneas de investigación que han guiado el trabajo etnohistórico han señalado una serie de problemas relevantes que, al ser parte de procesos de largo plazo, tienen su expresión en el mundo actual. Podemos mencionar, por ejemplo, las cuestiones demográficas y de movilidad poblacional, la tenencia de la tierra y su repercusión en la organización social, las formaciones políticas y sus mecanismos de adaptación, el funcionamiento del sistema colonial y su dinámica con la población maya (globalización y sociedad tradicional), frontera e identidades étnicas, y mecanismos de resistencia.

Sin duda mi experiencia trabajando con Hildeberto fue determinante para normar y encauzar mi actividad académica posterior, enfocada al análisis de la dinámica colonial en la provincia yucateca. Procuré atender los lineamientos arriba expuestos al desarrollar mi trabajo, cuyos resultados se han difundido tanto en libros de carácter analítico como en ediciones de fuentes con información relevante. Esta manera de trabajar, aprendida del maestro, ha resultado muy fructífera y, me parece, contribuye a delinear mejor eso que se considera “la etnohistoria mexicana”.


[1] gabsol@ciesas.edu.mx