Beatriz von Saenger Hernández
Posgrado en Antropología Social del CIESAS Pacífico Sur | beatriz.vsaenger@gmail.com
A mi tía Consuelo y mi tío Concho, a manera de despedida
Imagen tomada de Pixabay.
Es noviembre de 2020 y a mí me da miedo abrazar hasta a mi madre. Hace cinco meses regresé de Oaxaca a Teotihuacán, en el Estado de México, para hacer mi trabajo de campo para la Maestría en Antropología Social en el lugar en el que crecí y para cuidar de mi progenitora que lleva toda su vida siendo asmática, condición de alto riesgo en estos días. Por este motivo y por mi salud, he dejado de tener contacto con casi todas las personas que conozco y las que pude conocer.
Desde mayo de este año, científicxs y políticxs mexicanxs determinaron que para prevenir la muerte de miles de personas por la enfermedad Covid-19 era necesario evitar el contacto humano y especialmente con personas que viven con afecciones respiratorias, obesidad y enfermedades crónicas. La estrategia de encierro en los hogares ya fue aplicada en otros países desde Asia hasta Europa y ahora el resto del globo.
Pero incluso la medida que a profundidad es muy elaborada, no previno las miles de muertes que habría en México a causa del Covid-19 y una profunda precarización arrastrada por siglos. Se despertaron la abrumadora cantidad de duelos y la bruma de fantasmas en un tiempo donde la vida parece tan vulnerable, tan necesaria. En este texto quiero contar un momento en el que mi trabajo de campo etnográfico fue influido por el silencio del encierro y la calma producida por la ausencia de las personas en las calles y en nuestras vidas.
Desde mayo todas las actividades “no esenciales” se suspendieron, entre otras el turismo, tema principal de mi investigación y una de las actividades económicas más importantes del Valle de Teotihuacán, el lugar donde vivo. Mi investigación no ha pintado nada bien, pero prefiero pensar más en eso que en las muertes, porque en estos días sólo se habla de contagios, muertes y falta de trabajo por Covid-19.
Y aunque he tenido el privilegio de no atravesar ninguna de esas tres de manera cercana (es decir, que no he tenido que encargarme del cuidado de alguien o la gestión de su muerte), mi posición emocional es informarme lo necesario para sortear el paralizante miedo y encaminar mi solidaridad de manera productiva hacia las evidentes desigualdades. También porque el haber nacido y crecido en Teotihuacán me ha ayudado a centrarme en no soltar muchas cosas que son importantes para este lugar, como el turismo. Mucha gente que conozco se ha quedado sin empleo y que no haya turistas hace que esa actividad ocupe más espacio en nuestras mentes que cuando hay multitudes.
Empecé a salir todos los días a caminar en los alrededores de la zona arqueológica de Teotihuacán, el sitio que daba origen a mi interés sobre la percepción local del turismo y que permanecía cerrado desde mayo. Mis caminatas de julio a noviembre funcionaron como una especie de acercamiento al fenómeno etnográfico totalmente ausente. Registrando el ambiente como un mapa que diera sentido a mi investigación, construí una etnografía en la ausencia, no sólo como el momento coyuntural, sino también como un acción que deja un rastro profundo: el duelo.
No hay turistas, no hay tiendas, no hay restaurantes, no hay turismo. Meses antes compré una grabadora profesional para mi kit de antropóloga, la cual he llenado con horas de grabaciones del ambiente, totalmente inservibles para mi investigación.
Quizás a alguna bióloga que estudie la zona le servirán las grabaciones de aves, las fotografías de las plantas, las notas sobre mis observaciones en caminos poco transitados, incluso entre las personas de los pueblos a excepción de lxs trabajadorxs que no pararon, y circulaban todos los días balanceando si ir a la fábrica, a la tienda, al campo o al taller, era más peligroso que quedarse en casa y no comer. O de lxs vecinxs que podíamos trabajar desde casa y salíamos por las mañanas a disfrutar de los bellos espacios gentrificados para hacer ejercicio sin la molesta presencia de los turistas.
Salíamos como fantasmas porque nadie habla, nadie se toca. Y es que la ausencia del turismo masivo de Teotihuacán es fantasmagórica. Sospecho que esta antiquísima ciudad en ruinas no se había sentido tan silenciosa en varias décadas. En estos días siento que el tiempo y el espacio se repiten. Estamos suspendidas en una burbuja de excepción, la coyuntura como un salto en cámara lenta, como la estructura de la modernidad haciendo corte de caja.
La gente de Teotihuacán ha empezado a subir fotos de su infancia a Facebook, de los tiempos mejores, cuando no había Covid-19. Así conozco a José Adrián Oliva Díaz, apasionado de las fotografías antiguas de los pueblos de por aquí e historiador local. Llego a su casa con un guion de entrevista que sostengo tensa en la mano desinfectada hasta el cansancio. Llevamos cubrebocas, nos ponemos gel antibacterial todo el tiempo. Estamos en el patio de su casa donde fabrica arreglos para fiestas patronales, nos separan unos metros de distancia y no nos tocamos jamás.
Desde el primer momento supe que tenía un aura melancólica. Me mira atentamente mientras le cuento que quiero saber cómo es que Teotihuacán se convirtió en un lugar de turistas, le pregunto qué le contaban sus padres y qué cosas ha visto en las fotografías. En algún punto la conversación decanta en un valle de memorias bastante tristes y dolosas: la pérdida y el duelo.
Sobre el duelo, Judith Butler menciona que
cuando perdemos a ciertas personas o cuando hemos sido despojados de un lugar o de una comunidad podemos simplemente sentir que estamos pasando por algo temporal, que el duelo va a terminar y que vamos a recuperar cierto equilibrio previo. Pero quizá mientras pasamos por eso, algo acerca de lo que somos se nos revela, algo que dibuja los lazos que nos ligan a otro, que nos enseña que estos lazos constituyen lo que somos, los lazos o nudos que nos componen (2006: 47).
Mientras José Adrián me cuenta sobre el turismo en la ciudad de origen precolombino, aparece el Covid-19 y me dice que él se cuida mucho porque hace pocos años su esposa Juana murió y ahora es padre soltero de su hija adolescente. Noto que el tema le transmite mucha tristeza y ese sentimiento se queda en la charla. Después de conocer la historia de su amorosa esposa, sostiene un tono melancólico y me habla de las expropiaciones federales de terrenos para la formación de la zona arqueológica en 1964 (entrevista a José Adrián Oliva Díaz, 20 de octubre de 2020).
Dos horas después nos despedimos y yo me voy a mi casa con el tesoro que es la narración de mi vecino, más en estos tiempos en los que tener una entrevista es tan raro y peligroso como tener que desactivar una bomba. Escucho la grabación dos días después y me sorprendo. José Adrián dice una frase que he escuchado en otras personas a lo largo de estos meses: con las expropiaciones federales la gente de Teotihuacán perdió la libertad de transitar por un lugar que es suyo y eso genera mucha tristeza y enojo.
Mastico la idea mientras a mi alrededor aumentan las ausencias y los duelos sin funerales. Y así me doy cuenta que la misma zona arqueológica y el turismo fueron construidos sobre la ausencia y el duelo por la pérdida de las tierras. Este argumento lo construí por las conexiones que la gente hizo de su pasado con las emociones y marcos posibles del presente. Así que lo he tomado como guía de mi reflexión en la tesis, porque es eso que le llaman “el campo hablando”.
¿Si no existiera el Covid-19 y el silencioso ambiente del duelo, podría haber entendido la importancia del duelo para hablar del turismo en Teotihuacán? No sé… no. Lo que sé es que incluso en la ausencia podemos conectar con otras personas y con memorias poco exploradas a través de rutas inesperadas. También sé que, aunque en la coyuntura sea más complicado darse tiempo para investigar algo que no sea la urgencia –como el turismo en el Estado de México–, es un momento lamentable pero necesario para investigar los efectos más explícitos del juego social entre agencias y estructuras. Un momento también para pensar qué nos duele, cómo lo hace y por qué eso nos puede conectar con otras personas, incluso con otros tiempos de nuestra vida.
Pabellón de artesanías a la entrada de la Zona Arqueológica de Teotihuacán. Quedan las estructuras de los puestos y algunas lonas desgarradas por el viento. Se notan algunos locales de comida cerrados. Fotografía propia, 17 de Julio de 2020
Pabellón de artesanías a la entrada de la Zona Arqueológica de Teotihuacán. Quedan las estructuras de los puestos y algunas lonas desgarradas por el viento. Se notan algunos locales de comida cerrados. Fotografía propia, 17 de Julio de 2020.
1. Fotografía propia tomada el 1 de agosto de 2020 en las inmediaciones de la Zona Arqueológica de Teotihuacán. Se pueden apreciar las estructuras abandonadas de los puestos de artesanías y comida del circuito turístico.
Bibliografía
Butler, Judith (2006), Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, (1ª. ed., Buenos Aires, Paidós.