Maricarmen Hernández Valdéz[1]
Barnard College, Columbia University
Imagen: Periódico La Hora – Esmeraldas (Ecuador). 13 de enero de 2017.
Recuerdos de una inundación atemoriza a 3,000 familias
Resumen
¿Cómo es que una comunidad con una historia marcada por responder a los desastres comprende el riesgo lento planteado por la exposición a materiales industriales tóxicos? Basada en 13 meses de trabajo de campo etnográfico en un asentamiento informal contaminado en Esmeraldas, Ecuador, exploro el entendimiento de los vecinos de la toxicidad mediada por experiencias previas con el desastre y el desplazamiento. Esmeraldas es hogar de la refinería y complejo petroquímico más grande en Ecuador. Localizado a unos metros de distancia de chimeneas y otras estructuras industriales, 50 Casas es uno de los barrios más próximos al complejo. Desde su llegada al área, los residentes del barrio se han enfrentado a una variedad de desastres que oscilan entre los terremotos y las inundaciones intermitentes, hasta los accidentes industriales. Presento un caso en donde la conjunción de riesgos temporalmente distintos ha dado forma a las estrategias de protección de la comunidad para enfocarse en la urgencia de los desastres inminentes, mientras se desvaloriza la mitigación de los contaminantes lentos. En este artículo muestro, primero, que la conjunción de amenazas con temporalidades variadas puede tener la consecuencia involuntaria de minimizar el peligro de las amenazas lentas, segundo, que las percepciones del riesgo están íntimamente ligadas a las experiencias personales e historia, y tercero, que los residentes movilizan su identidad como “ciudadanos contaminados” para demandar obras de infraestructura que apunten a minimizar el peligro de desastres repentinos.
Introducción
En enero de 2016 una inundación torrencial impactó un barrio informal en el sur de la ciudad de Esmeraldas, Ecuador. La mayoría de los hogares sufrieron daños graves, y aproximadamente una docena fueron destruidos por completo. Marco y Aura son residentes de este barrio y durante el verano de 2017 discutieron la posibilidad de agregar un segundo piso al hogar que han habitado por 20 años. No se encontraban solos en esta tarea. Algunos de sus vecinos ya habían completado el segundo piso de sus propios hogares, o bien se encontraban en proceso de hacerlo. Marco explicó que, después de la inundación, fue claro para todos que añadir un segundo piso era el modo más efectivo de proteger a sus familias del peligro y de salvar sus pertenencias mas valiosas. Un segundo piso les permitiría trasladar sus posesiones de valor a lo alto, por encima del agua, y también les proporcionaría un lugar seguro para esperar a que la inundación amainase. Marco y Aura son residentes de 50 Casas, un barrio informal y empobrecido al sur de la ciudad de Esmeraldas, Ecuador. Las inundaciones son sólo uno de los variados riesgos y desastres que los vecinos han experimentado durante su residencia en 50 Casas. Otros riesgos que han enfrentado incluyen terremotos, exposición a sustancias tóxicas, y accidentes industriales relacionados con la industria petroquímica.
Esmeraldas es hogar de la refinería más grande del Ecuador, que tiene una historia documentada de accidentes y carece de un sistema de monitoreo adecuado para las emisiones. Localizado a sólo unos metros de distancia de chimeneas y otras estructuras industriales, 50 Casas es uno de los barrios en proximidad inmediata al complejo petroquímico. Tan solo el río Teaone separa el barrio del complejo de la refinería. El área es conocida por estar altamente contaminada y los vecinos a menudo discuten los impactos negativos de la toxicidad en su bienestar. De hecho, frecuentemente se refieren a sí mismos como “ciudadanos contaminados”, al demandar que el Estado o la compañía financien obras de infraestructura en el área. Marco y sus vecinos discutían con frecuencia los efectos negativos para la salud, como padecimientos respiratorios y erupciones, que atribuían a vivir tan cerca del complejo. Sin embargo, sus planes de prevención inmediatos se han enfocado al riesgo de desastres repentinos como las inundaciones, lo cual ha dejado poco espacio para movilizarse acerca de la exposición a sustancias tóxicas.
Los residentes reconocen que su barrio dista de ser el lugar ideal para vivir. A partir de 13 meses de trabajo de campo etnográfico, exploro cómo los miembros de una comunidad con una historia marcada por los desastres entienden el riesgo lento que representa la exposición a la contaminación industrial. Me baso en el concepto de Nixon (2011) de violencia lenta para analizar las dinámicas de la exposición prolongada a sustancias tóxicas que resultan de la atención desigual que se requiere en tiempos ordinarios y extraordinarios, así como el impacto que tales temporalidades variantes tienen en el entendimiento, respuesta y conceptualización de la comunidad de las situaciones apremiantes que deben solucionar en sus vidas.
Presento un caso en el que la conjunción de riesgos temporalmente distintos ha moldeado las estrategias de protección de la comunidad, ya sean individuales o comunales, para enfocarse en la urgencia de los desastres inminentes, mientras se desvalora la mitigación de contaminantes lentos. En este artículo muestro primero, que una comunidad con recursos limitados, que se enfrenta a una conjunción de amenazas con temporalidades diversas, ha priorizado protegerse de las amenazas rápidas antes que de las amenazas lentas; segundo, que la respuesta al riesgo de la comunidad está íntimamente ligada a sus historias y experiencias personales; y tercero, que al normalizar los desastres lentos de la contaminación, los residentes de la comunidad realizan un reclamo moral al enmarcar su activismo alrededor de su necesidad de resolver desastres inmediatos (como las inundaciones) desde la posición de “los contaminados”. Exploro cómo las respuestas culturales al desastre, particularmente cuando impacta a comunidades marginadas y racializadas, pueden servir para oscurecer las señales de advertencia de otras amenazas inminentes, como que la que representan las toxinas lentas del complejo petroquímico vecino. Al yuxtaponer dos riesgos temporalmente distintos, también muestro que la urgencia y la conmoción de prevenir o lidiar con el desastre y sus secuelas, impactan profundamente la manera en que los miembros de la comunidad entienden la exposición a sustancias tóxicas, y cómo movilizan la etiqueta de “ciudadanos contaminados” para solventar las que ellos consideran las preocupaciones más urgentes frente a la contaminación. El proceso de organización de riesgos a partir de la temporalidad variante tiene como consecuencia la prolongación de un sufrimiento ambiental de carácter lento e invisible, que ilustra empíricamente cómo las personas perciben y negocian su posición frente al poder político, económico, e institucional que rige sus vidas. Argumento que es importante considerar la respuesta y las estrategias que adoptan las personas durante y después de las experiencias de desastre, ya que no hacerlo resultaría en un análisis limitado a los aspectos estructurales y técnicos de dichas experiencias, lo cual resultaría en una representación equivocada de la población, pasiva, a la cual le suceden los desastres, en vez de una comunidad que se encuentra navegando y renegociando activamente sus condiciones y limitaciones estructurales. Este proceso sociopolítico resulta en una realidad compleja en la que las personas se movilizan de distintas maneras y en colaboración con distintos sectores. Este caso ilustra cómo las relaciones de poder político-económicas entre el Estado y el capital producen un ambiente tóxico para las poblaciones menos favorecidas, y también nos permite ver cómo es que los miembros de la comunidad no solo entienden su posición como víctimas, sino también la adoptan como estrategia para resolver una serie de problemas que, desde su punto de vista, son más urgentes temporalmente. Este acercamiento a la realidad diaria y sus contradicciones contribuye a una articulación heurística entre la ecología política y el sufrimiento socioambiental, y la consideración temporal hace posible un análisis diacrónico y sincrónico.
La diferencia rígida en temporalidad entre la inmediatez de desastres como inundaciones y terremotos y la lentitud de la exposición a la toxicidad industrial ha resultado en una priorización temporal de los problemas. Cuando los vecinos se encuentran a sí mismos enfrentando las situaciones, tiene sentido que se enfoquen en las amenazas inmediatas a su supervivencia y bienestar. Sin embargo, esto tiene la consecuencia de contribuir a la exposición prolongada de la comunidad a las externalidades venenosas de la industria petroquímica. Con el tiempo, esto produce una percepción del riesgo enfocada en lo extraordinario, mientras se minimizan los peligros de las toxinas lentas que, se sabe, existen en el área. Además, los residentes normalizan la toxicidad a través de un proceso de rutinización, mientras que, al mismo tiempo, movilizan su estatus como “contaminados” para demandar obras de infraestructura y servicios de parte de la industria y el gobierno, a guisa de indemnización, que los arraigan aún más en la zona. Esto, argumento, es una importante consecuencia cultural de vivir con el desastre.
Este es el caso de una comunidad que está “apagando fuegos”: una práctica que se enfoca en lidiar con amenazas inmediatas mientras se continúa viviendo junto a brasas productoras de humo, a pesar del constante daño que se inflige a un sistema respiratorio ya afectado. Los residentes de 50 Casas han estado “apagando fuegos”, en la forma de inundaciones, terremotos y explosiones industriales, durante años, pero esta metáfora se torna aún más mordaz al considerar el hecho de que la mayoría de las consecuencias medibles de la exposición prolongada a las externalidades de la industria petroquímica en 50 Casas son enfermedades respiratorias. La práctica de “apagar fuegos” es una respuesta cultural a las experiencias de los desastres arrasadores, y supone consecuencias dañinas puesto que no deja espacio para atender la situación de la contaminación. De manera similar a lo que Auyero y Siwstun (2009) argumentan, los residentes de 50 Casas experimentan el largo periodo de germinación de la contaminación como no disruptivo para su vida cotidiana. Esto es, que sus rutinas e interacciones ininterrumpidas “funcionan suavemente como persianas que ocultan los peligros ambientales crecientes” (Auyero y Swistun: 10), mientras que las inundaciones y terremotos poseen el efecto contrario.
Sin embargo, a diferencia de lo que Auyero y Swistun (2009) encontraron, los residentes de 50 Casas no se encuentran inseguros o confundidos respecto al impacto negativo de la toxicidad en sus cuerpos. De hecho, ellos elaboran estrategias para utilizar su estatus como “contaminados” para realizar demandas al Estado y la industria. Este caso también ejemplifica el concepto de Petryna (2002) de ciudadanía biológica, que describe como una demanda masiva, atada a un proceso selectivo, de acceder a una forma de beneficios sociales basada en un criterio médico y científico que tanto reconozca como compense las lesiones biológicas. En 50 Casas, los residentes negocian su exposición a la contaminación utilizando su etiqueta de “ciudadanos contaminados” como apalancamiento para mejorar otros aspectos de su vida. Muestro que las acciones de los residentes están atadas a distintos paisajes temporales, que pueden tener narrativas conflictivas. El más inmediato de ellos es mantener a la comunidad a salvo de las inundaciones y arraigarla aún más al lugar a través de obras de infraestructura. Otro es reconocer que el área que habitan está contaminada.
Desastres y tiempo
Las primeras investigaciones sobre los desastres se basaron en el funcionalismo y en las teorías del comportamiento colectivo caótico frente a la destrucción y confusión (Turner y Killian, 1987; Quarantelli,1960). Una transición importante seguiría, marcada por una crítica de la anterior investigación “ortodoxa”, observando que los desastres son una consecuencia de procesos políticos y económicos dentro del sistema mundial dominante y capitalista, que resulta en la marginalización y la vulnerabilidad aumentada de grupos particulares (Susman et al., 1983). Las dimensiones culturales de los desastres deben ser consideradas a fin de alcanzar un entendimiento más completo (Webb, Wachterndorf y Eyre, 2000; Webb, 2007). Un componente cultural importante de los desastres es que se convierten en marcadores del tiempo social para las poblaciones afligidas: antes y después del evento (Webb, 2007). Tierney (2019) observa que en las naciones “desarrolladas”, los desastres podrán ocasionar reveses económicos temporales, pero ese no es el caso para países “en desarrollo”, en donde un desastre puede ser un gran revés. Cuando la historia de una comunidad está marcada por desastres, su propia existencia se caracteriza por sus intentos por sobrevivir y recuperarse de ellos. En el caso que presento, los vecinos enmarcan y organizan su respuesta y las estrategias de mitigación a partir de cuáles riesgos consideran destructivamente más inmediatos y cuáles riesgos entienden como más lentos. Esta respuesta cultural de la comunidad a desastres recurrentes es precisamente lo que prolonga su exposición a los contaminantes lentos. Para analizar este caso, me baso en el concepto de violencia lenta, definida por Rob Nixon (2011) como una violencia que ocurre gradualmente y fuera de la vista, y que posee un efecto retrasado de destrucción que se dispersa a través del tiempo y el espacio. Sin embargo, también debemos de poner atención a una violencia distinta que es incremental y acumulativa, con repercusiones que se manifiestan a lo largo de un espectro de escalas temporales, como las exposiciones a largo plazo a sustancias tóxicas.
Esmeraldas, el petróleo y 50 Casas
La ciudad de Esmeraldas es la capital de la provincia del mismo nombre, una región de Ecuador que ha sido reconocida por el Estado como la patria ancestral de los afroecuatorianos (Sánchez, 2015). Para el 2001, 40% de la población se autoidentificaba como afrodescendiente, aunque, debido a las concepciones negativas de la negritud, el número es probablemente más alto (Tadeo et al., 2003). Esmeraldas ha sido el hogar de los afroecuatorianos desde “tiempos inmemoriales”, de acuerdo con los ancianos esmeraldeños, pero desde mediados de 1970, la historia de Esmeraldas se ha entrelazado crecientemente con la del petróleo. Como la ciudad de la refinería más grande en Ecuador, el reconocimiento de Esmeraldas como la capital de la provincia negra ha tomado otra connotación más ominosa: la de su rol central en la producción y procesamiento del “oro negro”. Tras el descubrimiento de las reservas de petróleo en la Amazonia ecuatorial a mediados de los 60, y de la decisión de convertir a Esmeraldas en el centro del procesamiento y exportación, a las Esmeraldeñas/os se les prometió reconocimiento, prosperidad económica y una abundancia de trabajos. No obstante, las cuatro décadas siguientes han traído en su lugar accidentes y degradación ambiental generalizada. Dentro de la esfera socioeconómica de la ciudad, existen algunos pocos quienes se benefician de la industria, y la mayoría que no lo hace.
El auge económico esperado tras la llegada de la industria petrolera incitó un flujo de migrantes rurales hacia la ciudad. La economía de la ciudad y su paisaje geográfico fueron incapaces de acomodar a muchos de estos recién llegados, quienes eventualmente se encontraron en los márgenes de los procesos petroleros y de la ciudad, viviendo en barrios informales conocidos como barriadas cerca del complejo y obligados a trabajar en mercados laborales informales. Lo que vemos actualmente es la confluencia de estos problemas, que produce una seria injusticia ambiental: las comunidades que están expuestas desproporcionadamente a las externalidades tóxicas de la industria son aquellas menos preparadas para protegerse, debido a las condiciones informales de vida y a la pobreza. Asimismo, muchos de estos barrios se ubican en áreas propensas a la inundación. 50 Casas es una de estas comunidades. Es uno de los barrios más próximos al complejo de la refinería y sus residentes enfrentan un alto nivel de desempleo y subempleo, con un número sustancial de residentes trabajando informalmente.
Una historia de desastre y desplazamiento
En 1998, la ciudad de Esmeraldas presenció un episodio particularmente destructivo del fenómeno climático El Niño, el cual causó deslaves que destruyeron decenas de hogares y dejaron a cientos sin refugio. Auri es una residente antigua de 50 Casas, que perdió su hogar en el deslizamiento de 1998. Después de pasar meses en refugios con problemas de hacinamiento, Auri participó en un proyecto de ayuda gubernamental que ofrecía reubicación a un área deshabitada al sur de la ciudad, localizada justo al lado del complejo petroquímico. Auri recuerda que, en su primera visita al área, la sorprendió lo completamente inadecuada para habitar que era. A pesar de sus preocupaciones, dice que la vida en el refugio era insoportable, así que decidió participar en el programa de reubicación con la idea de, eventualmente, buscar un lugar más seguro para vivir.
La noche del 26 de febrero de 1998, cuando los primeros residentes del recientemente establecido barrio de 50 Casas apenas se asentaban en sus hogares, la refinería de Esmeraldas sufrió el peor accidente de su historia. El accidente fue causado por una ruptura en el sistema de oleoducto transecuatoriano (SOTE), el cual derramó petróleo crudo en el río Teaone durante horas, mismo que luego, encendido por una chispa, incendió el río y, después, grandes partes de la ciudad. El fuego ardió a través del sur de la ciudad a lo largo de la noche, ocasionando pánico generalizado y destrucción. Cuando finalmente fue extinguido durante las primeras horas de la mañana siguiente, había matado aproximadamente a 18 personas,[2] herido a muchas más y destruido cientos de hogares (La Hora – Esmeraldas, 2016; Ecuambiente S. A., 2001; Jurado, 2006; Gordillo, 2008). Los vecinos que ya se habían mudado al barrio se consideraron afortunados de que el fuego iniciara río abajo y, por ende, se alejase de ellos. No obstante, el incidente dejó una fuerte impresión respecto al potencial para el desastre que tenía la refinería.
Después de estas experiencias iniciales con el desastre, los vecinos descubrieron que el río Teaone, que limita el barrio, tiende a desbordarse durante las temporadas de lluvia. La inundación más grave ocurrió el 25 de enero del 2016, cuando el río se desbordó e inundó el barrio entero. Los residentes contaron que al inicio de la inundación se movilizaron para salvar sus pertenencias más valiosas transportándolas al segundo piso en caso de ser posible. Cuando el agua alcanzó su nivel más alto, de las casas de un piso solamente los techos eran visibles. Afortunadamente, todos fueron capaces de salir sanos y salvos del barrio, o bien fueron auxiliados por los vecinos que contaban con segundos pisos, para esperar a que el nivel del agua descendiese. Durante esta inundación, veintidós casas fueron destruidas por completo y muchas más se dañaron de forma significativa.
Poco tiempo después de la inundación, otro evento destructivo golpeó al barrio, en esta ocasión, con una mayor magnitud a escala nacional. El 16 de abril un terremoto con magnitud de 7.8 golpeó la costa ecuatoriana. El epicentro fue aproximadamente a 170 kilómetros al sur de la ciudad de Esmeraldas. Aunque hubo pérdidas materiales en la ciudad de Esmeraldas, afortunadamente no hubo muertes. La mayoría de las casas del barrio, al ser pequeñas y estar compuestas de materiales mixtos de construcción, soportaron el temblor relativamente bien. Sin embargo, la preocupación más significativa para los vecinos fue su proximidad a la refinería. Varios vecinos mencionaron que se escucharon sonidos y se vieron luces extrañas viniendo del complejo justo después del terremoto, lo cual causó temor de que la refinería volviera a sufrir un accidente como el de 1998.[3]
Estos son algunos de los desastres extraordinarios y repentinos a los cuales la comunidad se ha enfrentado y superado desde su llegada al área. Sin embargo, los desastres extraordinarios no son el único tipo de riesgos ambientales y de salud que enfrentan, aunque sí son los más apremiantes temporalmente en términos de inmediatez y fuerza destructiva. Los vecinos también viven con los efectos diarios de una amenaza con un tiempo diferente: la violencia lenta de la contaminación industrial, y aunque los vecinos están conscientes de los peligros de la exposición, su energía y recursos se vierten en prevenir y superar desastres repentinos y destructivos.
El complejo de la refinería ha mostrado tanto estar en riesgo de una destrucción extraordinaria como ser una fuente de dispersión constante de la toxicidad que enferma a los vecinos. Portavoces y oficiales de la refinería han declarado continuamente, a través de fuentes oficiales[4] y en juntas con la comunidad, que las emisiones son monitoreadas de cerca y que se encuentran dentro de los niveles permitidos. Sin embargo, si las emisiones de verdad se monitorean minuciosamente, los reportes no se encuentran disponibles al público. Pero basta con pasar tiempo en Esmeraldas, especialmente en los barrios aledaños al complejo, para sospechar que los reportes oficiales restan importancia a los niveles de contaminación. Los medios locales reportan con regularidad situaciones relacionadas a la degradación ambiental en Esmeraldas. Las experiencias encarnadas con la toxicidad por parte de los vecinos también muestran la severidad del problema. Los problemas de la piel y padecimientos repentinos son comunes entre los residentes más jóvenes y entre personas de la tercera edad. Como han encontrado otros estudios de comunidades contaminadas (Edelstein, 2003; Lerner, 2005), muchos cuidadores en el barrio reportaron que sus preocupaciones respecto al impacto nocivo de la contaminación en la salud de los niños fueron, a menudo, minimizadas por los profesionales del cuidado de la salud de la clínica local, y, sin embargo, permanecen convencidos de que esta es la raíz de sus problemas de salud.
Preparándose para el desastre, prolongando la exposición
Aunque los vecinos son conscientes de que viven en un lugar contaminado y pueden reconocer los efectos de la toxicidad en sus cuerpos, también deben luchar con la realidad de enfrentarse al siguiente desastre repentino. En un mundo ideal, todos buscarían un lugar más seguro para vivir, pero, debido a sus restricciones socioeconómicas y al apego al área, por sus hogares y por una comunidad que les es familiar, irse no es una opción realista para los residentes. En cambio, han encontrado formas de minimizar el riesgo de los desastres recurrentes, ignorando la resolución de los peligros de la exposición prolongada a tóxicos. Una madre y líder local explicó en una entrevista que no tenía sentido preocuparse por la posibilidad del cáncer en diez años si sus hijos no tienen suficiente comida para la semana en curso o si la época de lluvias del año actual ocasiona otra inundación destructiva. Así, los vecinos o invierten sus limitados recursos en intentar prevenir los daños en caso de eventos desastrosos, o se empeñan en la práctica de “apagar fuegos” en la lucha por recuperarse de las secuelas del desastre. En esta sección, identifico tres prácticas que los vecinos han adoptado para recuperarse de los desastres y para evitar o minimizar la destrucción futura. Puedo argumentar que, al normalizar en primer lugar la contaminación, los residentes se pueden enfocar en sus intentos para evitar inundaciones futuras, aún mientras realizan reclamos morales desde la posición de “los contaminados” para exigir obras de infraestructura.
Interpretando olores y sonidos
Los vecinos se han acostumbrado a sus vidas bajo la sombra de la refinería y la planta eléctrica, y han adquirido la habilidad de interpretar sonidos y olores para percibir una “normalidad”. Los entrevistados informaron que la intensidad de los olores y sonidos puede variar, pero la mayoría del tiempo suele estar dentro del rango de lo que los vecinos consideran “normal”. Ellos reconocen y se quejan el uno con el otro cuando los olores son particularmente malos o cuando los ruidos fuertes continúan en la noche y perturban su sueño; sin embargo, aunque consideran los días con olores y contaminación auditiva intensificados una molestia, los vecinos no los perciben como un signo de peligro inmediato. En su lugar, hablan de estos olores y ruidos percibidos como “normales”, como indicativos de un problema general de contaminación en el área; una situación que se vuelve apremiante durante momentos de mala salud, pero que, la mayor parte del tiempo, se desvaloriza frente a amenazas más rápidas. Son diferentes a la molestia que estos incidentes pueden causar los momentos en los que los sonidos y olores se reconocen como anormales o, quizá, presagio de un accidente inminente. Esto se puede observar en el recuento de los vecinos de sus experiencias inmediatas al terremoto del 2016, cuando se percataron de que el verdadero peligro no era el terremoto en sí, sino la posibilidad de un fallo en la refinería. Momentos así se dieron en varias ocasiones durante mi trabajo de campo y arrojaron luz respecto a otra forma en la que el entendimiento del peligro de los residentes está guiado por las temporalidades de los desastres repentinos, en contraposición a la violencia lenta de la contaminación. Los vecinos categorizan los olores acres, pero “normales”, como peligrosos a largo plazo, pero no como algo que requiera una acción inmediata, mientras que los niveles anormales de ruido y olores se ven como pronóstico de un accidente y, por ende, como algo que reclama atención inmediata.
Organización y construcción del muro de contención
50 Casas posee una larga historia de organización a nivel vecindario. Poco tiempo después de la llegada de los primeros residentes desplazados al área, comenzaron a organizarse a fin de crear un lugar habitable y seguro para sus familias. Se enfrentaron a una variedad de problemas, desde la falta de servicios e infraestructura hasta la amenaza de personas ajenas al barrio, a quienes los vecinos se han referido en las entrevistas como “estafadores”, que reclamaban la propiedad de la tierra donada. Los residentes se movilizaron rápidamente para obtener un derecho de posesión, un documento del gobierno municipal que otorga a cada familia el permiso de vivir en la tierra, aunque no la propiedad legal. Después de este éxito inicial, orientaron su organización hacia la adquisición de servicios e infraestructura.
En años recientes, los vecinos han virado sus esfuerzos organizativos hacia la obtención de títulos de propiedad y hacia la exigencia de que se construya un muro de contención para evitar que el río se desborde. En su historia de lucha, resulta evidente que los vecinos han priorizado los problemas urgentes temporalmente por sobre sus preocupaciones acerca de las exposiciones a sustancias tóxicas. Resonando con el concepto de ciudadanía biológica de Petryna (2002), los vecinos se han referido a menudo a sí mismos como ciudadanos contaminados, dentro del marco de sus exigencias al gobierno local y a la industria. A pesar de identificarse como “los contaminados”, no se han organizado para exigir un mejor monitoreo de las emisiones, una limpieza del área y del río, ni para exigir su reubicación a un área menos contaminada. En vez de eso, utilizan el término de “ciudadanos contaminados” para realizar un reclamo moral puesto que, precisamente por ser impactados directamente por la contaminación emitida por la refinería, es justo que una parte de las ganancias producidas por el complejo sea invertida en esta comunidad vecina.
Ante las secuelas de las inundaciones, los vecinos exigieron ayuda de Petroecuador, refiriéndose a su estatus de ciudadanos contaminados que merecían compensación. Durante el verano de 2016, se sostuvo una serie de juntas en las que representantes de la compañía visitaron el barrio. Asistí a dos de estas reuniones, donde los vecinos solicitaron que la compañía financiara la construcción de un muro de contención. Los representantes les dijeron que su presupuesto no lo permitiría para el año en curso pero que revisarían nuevamente al año siguiente. En 2020 la construcción del muro no se había llevado a cabo, y muchos de los residentes habían recurrido a otras formas de intentar proteger a sus familias de futuras inundaciones, como la construcción de un segundo piso en sus hogares. Los residentes reportaron en las entrevistas que su preocupación más inmediata es la de evitar otro episodio destructivo como el de la inundación de 2016.
La normalización por parte de los residentes de los desastres lentos ha impactado sus acciones respecto al peligro inmediato de una inundación. La rutinización del desastre lento les ha permitido restar importancia al peligro de la exposición a sustancias tóxicas, al tiempo que aumentan su enfoque en lo que consideran un peligro más inmediato. Su rutinización en acción les ha permitido priorizar los asuntos temporalmente apremiantes, y, al mismo tiempo, movilizar la etiqueta de “contaminados” que merecen una indemnización para afrontar el impacto de las emisiones de la refinería.
Conclusión
En el caso de 50 Casas las temporalidades variantes de los desastres han resultado en la exposición prolongada a sustancias tóxicas de la comunidad, al ocultar los peligros de la contaminación industrial. Los vecinos son conscientes de la naturaleza contaminada de su ambiente, así como del impacto negativo en su salud, pero sus recursos y energía son escasos ante los riesgos compuestos. Los desastres que suceden en un tiempo extraordinario y repentino interrumpen la vida de una manera impactante y, por ende, demandan de una mayor atención que las amenazas más lentas, especialmente al ser experimentados por una población vulnerable cuyas vidas han sido marcadas por eventos desastrosos. Este estudio de la temporalidad y los desastres ilumina cómo una población se dirige a lo que percibe como las amenazas más apremiantes mientras que prolonga la exposición propia, así como la de sus familiares, a sustancias tóxicas. Basándome en el concepto de violencia lenta (Nixon, 2011), hago el ejercicio de yuxtaponer la respuesta de una comunidad frente a las amenazas de tiempos diferentes, trayendo a la luz cómo un grupo de vecinos se compromete con la práctica de “apagar fuegos”.
Éste es el caso de una comunidad que se enfrenta a retos comunes en la ciudad latinoamericana, tales como la pobreza, el desempleo, la inseguridad y las condiciones de alojamiento informal. Sin embargo, en el caso presente, la comunidad se enfrenta también a los retos de los desastres recurrentes. Tanto su experiencia personal como su historia con los desastres de inicio repentino y destrucción resultan finalmente en la desvalorización de la contaminación lenta en tanto problema por resolverse. Este caso muestra 1) que la temporalidad de los desastres importa, y 2) que una consecuencia de afrontar una serie de desastres, tanto “naturales” como industriales, es la priorización de aquellos problemas que terminan velando la amenaza de la contaminación. En un mundo cambiante en el cual el cambio climático y el implacable desarrollo industrial y capitalista causan cada vez más eventos físicos, los efectos compuestos de los desastres y la violencia lenta de la toxicidad serán cada vez más comunes a nivel global.
Referencias
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- Correo: mhv@barnard.eduNota: Partes de este texto son una adaptación del artículo, de la misma autora, Hernández, M. (2022). Putting out fires: the varying temporalities of disasters. Poetics, 93(A), art. 101613. https://doi.org/10.1016/j.poetic.2021.101613. La traducción es de Ana Rosales. ↑
- El número de muertos es aproximado y varía dependiendo de las fuentes, puesto que algunos cuerpos no se encontraron y aún se consideran como desaparecidos. ↑
- https://lahora.com.ec/noticia/1101952477/e28098la-refinerc3ada-estc3a1-preparada-para-sismose28099 ↑
-
Por ejemplo, ver: https://www.eppetroecuador.ec/?p=7433, https://www.eppetroecuador.ec/?p=6231, o https://www.eppetroecuador.ec/?p=4186. ↑