Itzel Ruvalcaba Baroni
Swedish Meteorological and Hydrological Institute (SMHI)
Dicen que esta vida es prestada. Me hubiera gustado tanto que nos prestaran a mi papi otros años más. Quedaron tantas cosas por hacer, por decir y por disfrutar. Te escribo estas líneas sintiendo que aún estás aquí. Quiero decirte una vez más lo mucho que te amo, lo importante que eres para mí y lo orgullosa que siempre he estado de ti. Sé que mi dolor y sentimientos son compartidos por muchos, por lo que ahora sólo nos queda dar las gracias de haberte tenido como padre, suegro, hermano, abuelo, pareja, tío, profesor, colega, compañero y amigo.
Jesús, mi padre, era un hombre sabio, gentil, cariñoso, humilde y honesto, quien valoraba su trabajo y a su familia por igual. Además, escondía un corazón enorme detrás de su mirada seria. Aunque para aquel que sabía mirar, ese corazón no pasaba desapercibido. Ese corazón quería resolver los problemas del mundo entero, y, a su escala, luchó por tratar de conseguirlo. No sé cuántas historias tengo en mi memoria sobre como mi padre apoyó a la familia, a conocidos, a amigos, a estudiantes y sobre todo a gente que luchaba por una causa justa. Tantas, que de seguro muchas de estas historias quedaran sin contar. Apoyaste a la familia en las buenas como en las malas y estuviste presente en casi todo evento importante: bodas, graduaciones, comuniones, sin importar distancias. No cabrían todos mis recuerdos en estas páginas, pero más mal que bien, trataré de escribir algunas.
De niña, mi mamá me leía cuentos antes de irme a dormir, tú en cambio me contabas tus anécdotas que parecían salir directo de cuentos de hadas y brujas. Siempre lograbas hacerme reír, sin importar lo serio de las situaciones en las que te encontrabas. Como aquel día que te fuiste a pie a un pueblo perchado y recóndito en la sierra (creo que fue en Oaxaca). Había que cruzar un tramo en la selva y llevabas indicaciones muy claras: «Profe, después de tal parada (me disculparan por no recordar nombres) suba unos tres kilómetros por la brecha hasta que vea la torre de la iglesia, ahí está mi pueblo». Como era de prever, el camino fue más largo de lo anticipado. La dichosa brecha era casi invisible por tanta mata y prácticamente impenetrable sin machete. Sin saber si estabas perdido o no, seguiste caminando entre crujidos y chasquidos desconocidos con tus inolvidables huaraches de hule y cuero (tú decías que eran cómodos, pero en realidad las comprabas para ayudar al artesano de Yahualica que te los fabricaba y a su familia). ¡Se te hizo de noche! Al no poder ya distinguir nada a través de la oscuridad y mucho menos la tal brecha, decidiste parar y dormir bajo un árbol, entre algo que parecían raíces. Tus únicos acompañantes eran tu famosa mochila verde a mitad vacía y tus pensamientos: “¿Cómo no se me ocurrió traerme una linterna?” Al despertar al día siguiente, te diste cuenta de que si hubieses seguido unos pasos más habrías caído 10 metros a un barranco. «¡Ha caray, pues quién puso este hoyo aquí!» Y yo me caía de la risa cada vez que me lo contabas. No fue hasta mucho después que me enteré de que si habías pasado por eso fue para honrar a uno de tus estudiantes, quien había sido el primero de su pueblo en graduarse de la universidad, por lo que le habían organizado una fiesta en grande. A eso ibas, a estar con él en su gran día.
Tú me enseñaste a amar a México, pero no de forma nacionalista, si no a aceptarlo tal y como es. Sin ponerlo arriba o abajo de otro país. Me mostraste sus olores, sus bellezas, sus comidas, su historia, sus culturas, sus riquezas, sus sufrimientos y sus luchas. Desde pequeña me llevaste a tierras huastecas, donde andaba tras de ti gateando feliz y pulgosa. Más grande, ya sin gatear y sin pulgas, te acompañé a algunas de tus salidas de campo, siempre emocionantes, instructivas e impactantes. También nos abriste la posibilidad, junto con Juan Manuel Pérez Zevallos, a Colette y a mí de realizar un estudio socio-ecológico en Tancochín, Veracruz. Un lugar hermoso que nos robó el corazón, como ya lo había hecho contigo varios años atrás. En el pueblo, muchos te recordaban a pesar de que ya no habías vuelto desde hacía tiempo. Nos recibieron amablemente y nos alojaron en lo que resultó ser, para nosotras, el mejor lugar de todo Tancochín: una casita de barro con techo de palma, piso de tierra, vista hacia la cascada de Tancoco y, como muebles, una parrilla eléctrica (que habías anticipado comprar en el camino), un petate y una hamaca. Ahí, mientras buscábamos la causa antropogénica de la escasez de agua en una región conocida por su abundancia, sin saberlo, y con tus enseñanzas, construimos una lección de vida que nos acompaña y acompañará por siempre. Y yo, ingenuamente, vivía convencida que volveríamos a Tancochín juntos.
No sólo me llevaste a la Huasteca, sino también a merodear por el mundo (o una buena parte). De igual manera, me enseñaste a disfrutar de un lugar sin importar lo imponente, lo importante o famoso que fuera, aunque sí a valorar su historia. Juntos visitamos desde ciudades grandes (París, Barcelona, Budapest, Roma, Bogotá, Caracas, Río de Janeiro, Quito, Kyoto y más) hasta pueblitos escondidos de los Andes, donde, por cierto, en uno de ellos cerca de Tiahuanaco, probamos la mejor sopa de papas habida y por haber, y del Amazonas, donde buscábamos perezosos peludos e inmóviles agarrados de sus ramas. Cuando encontrábamos uno, me sentía la reina de la selva. También visitamos numerosos sitios arqueológicos juntos, desde Teotihuacán y los atlantes de Tula, hasta Machu Picchu, la Puerta del Sol y el Coliseo, además de pirámides que aún quedan por excavar en regiones huastecas.
Algo que siempre recordaré es el gran cariño que tenías por los niños, ya desde muy joven. Me cuentan que a tus quince años, después de la escuela, solías llevar a pasear a tu prima de seis meses, porque decías que “a esa niña no la pueden tener encerrada todo el día”. Tu tía trabajaba duro y tú cuidabas de que a la bebé no le faltara nada. No me sorprende, ya que como padre siempre nos consentiste mucho, fuiste justo y jamás levantabas la voz. Eso sí, nos dejabas muy claro lo que se debía o no hacer. Aún recordamos, Ale, Moni (mis amigas de infancia) y yo, como si fuera ayer, el día que le hicimos creer a una niña de cuatro años que los chiltepines eran dulces. Cuando estuvo a punto de comerlos y te diste cuenta, no levantaste la voz, pero sí nos diste una buena regañada. Esa lección se nos quedó grabada en nuestra memoria, y créeme, nunca más le dimos chiles a nadie sin su consentimiento. Aunque hablando de chiles y diabluras, tú, cuando conociste a tu futuro yerno allá en Polonia cuando esperábamos impacientes la llegada de mi hermanito, le hiciste creer que en la familia Ruvalcaba desayunábamos pan con salsa de chile de árbol a manera de mermelada. No lo obligaste a probarlo, pero a tu manera y sin decirlo, le diste a entender (o él lo entendió así) que si no lo hacía, tal vez no pasaría la prueba de aceptación en la familia. El pobre Julien, que en ese entonces ni siquiera comía pimienta, aceptó el pan con chile por curiosidad y para quedar bien. Ahí comenzó su amistad, entre profundas bofadas de aire, tu mirada pícara de aceptación, palmadas en el hombro y largos tragos de agua. Curiosamente, con el tiempo compartieron el gusto de probar diferentes salsas de Yahualica, que hasta ahora también son las favoritas de mi esposo, además de intercambiar cultura, libros, música y mucho más.
Pero regresemos al tema de la infancia. También recuerdo un día, cuando yo tenía unos seis o siete años, que esperábamos juntos el pesero en una esquina. De pronto, al lado de nosotros, surgieron lloriqueos y gritos. Una señora sacudía a su pequeño que no quería avanzar y, al ver que su hijo lloraba aún más, le dio una cachetada. Esa fue la primera y última vez que te vi tan enojado y furioso. Tú, que nunca te metías en las cosas de los demás, le diste una reprimenda a la señora, que yo creo que jamás volvió a pegarle a su niño (o al menos eso quiero creer). Recuerdo que terminaste diciendo algo así: “Si usted siente la necesidad de pegarle o gritarle a un niño, es que usted misma hizo algo mal, así que piénselo dos veces antes de actuar”. No sé ella, pero al menos yo siempre trato de aplicar ese consejo cuando mi niño me saca de quicio. Algunos de tus alumnos recuerdan haberte conocido vestido de traje. Yo recuerdo el día en que te mandaste hacer tu primer traje en Teocaltiche. Íbamos Emanuel (mi primo) y yo a acompañarte para hacerte los últimos ajustes. Yo te pregunté algo preocupada: “¿Para qué quieres un traje, papá?” A lo que me respondiste: “Quiero estrenarlo el primer día de clases del próximo semestre”. Al no quedar totalmente tranquila, pensando que tal vez mi padre se estaba convirtiendo en uno de esos tantos hombres de su generación que, al paso de los años, iban olvidando sus años hippies, sus ideas marxistas y revolucionarias, para preocuparse más en su capital que en los derechos humanos, insistí: “¿Pero para qué quieres ir de traje?” Tú me respondiste en broma, pero muy serio, como era tu costumbre: “Quiero espantar a los flojos”. Mi mente quedó tranquila y continuamos bromeando sobre tu nuevo look.
Papá, me enseñaste a diferenciar lo auténtico de lo espurio y ostentoso, a no juzgar un buen tequila por su botella si no por el trabajo artesano que conlleva, a buscar soluciones antes de preocuparme, “no te preocupes, mejor ocupate”, a nunca juzgar a un ser humano por su origen, aspecto, religión o clase social, si no por el contenido de su alma, a perseguir mis sueños sin importar lo difíciles que fueran de alcanzar, “Si no sale, pues no sale y ya, pero si es eso lo que quieres, dales lata hasta hartarlos”. Mi percepción es que aplicaste esta última frase más de una vez. Querías estudiar guitarra clásica, pero no te permitían ingresar a la academia porque no habías tocado ningún instrumento antes de los veinte años. Sin embargo, de alguna manera, lo lograste. Yo te escuchaba tocar, casi a la perfección, obras como Asturias de Isaac Albéniz o Recuerdos de la Alhambra de Francisco Tárrega. Si mal no recuerdo, incluso fuiste estudiante de Andrés Segovia en una de sus clases magistrales que daba de vez en cuando en la Ciudad de México. Yo no creo haber sido siempre buena alumna, pero tú sí fuiste un buen padre. Sin rezongar demasiado, aguantaste a tus dos latosos que te llevaban a la playa sabiendo perfectamente que no era tu lugar de predilección, “¿Pa’ qué?, nomás se te pega la arena y uno ya ni puede trabajar a gusto”.
Papi, para mí este mundo ya no gira igual. Tu partida es como si le hubieran quitado un pedazo de atmósfera, de tierra y mar. Pero la materia no aparece ni desaparece, solo se transforma, y sé que en algún lado has de estar. En donde sea, sigue brillando de mil luces, esparce tu sabiduría y sentido del humor y dales lata hasta hartarlos. Nosotros aquí estaremos al pendiente, tratando de seguir tus consejos e igualarte en muchos aspectos — aquí tengo que admitir que ¡no nos la pusiste fácil! No hay palabras que puedan expresar cuánto extrañamos y extrañaremos tu presencia, tu mirada, tu sonrisa, tus picardías y lo importante que nos hacías sentir a todos. Y aunque, así de repente, le quitaron una llanta a nuestras bicicletas andando, tenemos que seguir pedaleando y aprender a avanzar con una sola rueda. Intentaremos construir un árbol de la vida o “xochicuáhuitl” tan bello y fructuoso como el tuyo. Mientras tanto, ya sabes, ¡te queremos de aquí al sol y de regreso!
Tu chicle.