Renunciando a la sombra de la Muerte

Paula Bizzi Junqueira[1]
CIESAS Sureste

El primero de enero de 2023 tomaba un avión en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, con destino a Brasilia, mi ciudad natal, en Brasil. Llevaba viviendo desde el 2020 en San Cristóbal de Las Casas para cursar el programa de Maestría en Antropología Social del CIESAS Sureste. La experiencia de vivir en este pueblo tan cautivante ha sido riquísima, pero me acuerdo de que los primeros meses tenían como telón de fondo cierta angustia. A menudo se me aguaban los ojos leyendo las noticias sobre las miles de muertes en Brasil causadas por el COVID-19. Se me apretaba el pecho al pensar que podía perder a familiares amados estando lejos, especialmente a mi abuela y mi abuelo, ambos con sus casi noventa años en esa época, y también a mi papá, el panda gordito de la familia que cargaba con las principales comorbilidades que podían agravar la enfermedad.

Este temor inminente poco a poco fue perdiendo espacio en mi cotidiano cuando empezaron a salir las vacunas y gradualmente la realidad volvió a tener tintes de certidumbre. A finales de 2021, después de la temporada de trabajo de campo, por fin pude viajar a Brasil y visitar a mis seres amados en una estancia corta, pero llena de apetito por compensar la lejanía de tanto tiempo. En enero de 2022 volví a México con ganas renovadas para finalizar la maestría. Con todo, a pesar de la sensación de certidumbre de aquel periodo pospandémico, la vida definitivamente no suele corresponder a la estabilidad que anhelamos y, dentro de un año, yo estaría volviendo a mi país nuevamente, pero no de visita.

A mediados de diciembre mi padre tuvo una caída y andaba malito, aparentemente nada grave, pero me inquietaba que tuviera que volver una y otra vez al hospital porque los dolores derivados del impacto no daban tregua. Me empecé a asustar cuando en Navidad no pudimos hablar porque él andaba dopado de tanta medicación. Y efectivamente, de ahí en adelante todo fue cuesta abajo. El día 25 mi papá entró en coma y solo hasta este momento se descubrió que se había golpeado la cabeza cuando se cayó, sufriendo un traumatismo craneal. El 28 de diciembre lo operaron para tratar de limpiar el sangrado en el tejido cerebral, y al parecer todo había salido bien en la cirugía. Pero el día 31 me llamó mi mamá, por primera vez expresando una preocupación real, aconsejándome que viajara a Brasil porque los médicos decían no saber si mi papá se recuperaría.

Me fui de viaje aquel primero de enero y, mientras hacía una escala en la Ciudad de México, llamé a mi hermana. Sus ojos lo denunciaban todo, aunque ella no supiera cómo decirlo y yo no pudiera creerlo. Siempre he tenido un espíritu estilo Pollyanna,[2] de estos que desentrañan esperanza en los terrenos más estériles — una especie de “optimista sin causa”, me dijeron cierta vez —, así que había cogido aquel vuelo con la convicción de que llegaría a Brasilia a cuidar de mi padre. Sin embargo, a la mitad del viaje la ilusión se cortó de raíz: había partido el panda. Me encontraba sola en una escala interminable de 22 horas en aquella ciudad enorme e impasible, donde la única persona que se atrevió a intervenir en mi pena fue una señora habitante de calle que, con sus palabras y su mirada afectuosa, me acarició el alma en aquel momento tan rudo de la vida.

Cuando menos esperaba, aquel temor que ya había dejado de acompañarme resurgió como un golpe de concreto. Después de una serie de vuelos, llegué a Brasilia a hacer las honras fúnebres de mi padre. Como él había contraído COVID-19 en el hospital, el funeral tuvo que ser llevado a cabo con el ataúd cerrado todo el tiempo para evitar el contagio. No había podido despedirme de él, ni siquiera de su semblante. Pensando en retrospectiva, creo que el hecho de nunca haber visto su cuerpo sin vida fue una de las razones por las cuales me tomó tanto tiempo procesar su partida. En aquellos primeros meses soñé incontables veces que todo había sido un engaño y que mi padre estaba vivo, apenas para despertarme con el peso de la realidad una y otra vez. Era como si mi inconsciente no lo aceptara, y por mucho tiempo me sentí en un limbo donde todo era profundamente irreal.

Mi papá, Randal, era un hombre muy juguetón que lograba amalgamar en su personalidad una franqueza casi brusca con una dulzura y una sensibilidad increíbles. Gozaba de un carácter admirable, auténtico y humilde, algo que he encontrado en muy pocas personas. Me enseñó mucho en sus actos espontáneos que dejaban entrever las bellezas y contradicciones que nos hacen genuinamente humanos. Pese a la distancia, nosotros dos nos acercamos mucho en los últimos años gracias a que él dejó de trabajar en el periodo de pandemia, lo que permitió que nuestras videollamadas fueran más recurrentes y largas. Raras veces duraban menos de una hora, a veces se extendían por dos, hasta tres horas en las que nos sumergíamos en conversaciones que entrecruzaban memorias, la geopolítica global, chismes familiares y todo tipo de curiosidades que él coleccionaba de sus décadas de trabajo como periodista.

Randal Martins Junqueira (29 de julio de 1957 ​– 1 de enero de 2023).
Fuente: Archivo personal.


Hacía algunos años él venía hundiéndose en el alcohol y la depresión, lo que efectivamente empeoró desde que tuvo que dejar de trabajar. Lamentablemente el alcoholismo le generó mucho estigma y también problemas en relación con los demás, lo que poco a poco lo fue alejando del convivio en muchos ámbitos, inclusive el familiar, y en la coyuntura pandémica su aislamiento se agravó más. Todo el panorama me entristecía mucho porque él era alguien que apreciaba profundamente la vida y, aunque nunca haya perdido del todo este aprecio ni su memorable sentido del humor, yo sentía que su gusto por vivir venía desvaneciéndose. Sin embargo, nunca perdí la esperanza de que él pudiera restablecerse, y gran parte del peso de mi duelo tenía que ver con el hecho de que él hubiera partido sin que lográramos superar juntos aquel sufrimiento que le atormentaba en los últimos años.

Su muerte repentina y lejana fue como una derrota prematura de mis anhelos, una consternación que me inculcó un disgusto pujante, un sentimiento de inconformidad con la vida. En la misa de los siete días, empecé a sentir cómo mi interior se amargaba. Sentía rabia de quienes habían desatendido a mi padre y del enjuiciamiento que rondaba su muerte, como si alguien que ya no lograba encontrar la buena manera de vivir mereciera morir. Sentía indignación hasta con él por haberse descuidado, también conmigo misma por haber estado lejos.

En este periodo me quedé realmente impresionada con lo insensible que pueden ser las personas frente al duelo de alguien y con la inhabilidad generalizada para abrir espacio y acoger las tristes emociones que se transitan en este momento. Pasé de Pollyanna a resentida, irritable, tomada por una cortante melancolía. En muchos momentos prefería estar sola, pues cuando estaba en compañía de otros me sentía presionada a actuar como si estuviera bien cuando simplemente no estaba. Me levantaba antes del sol para poder llorar en paz, sin el mandato de sentirme conforme con su muerte. Me sentía estancada en un pantano triste, con un profundo descontento hacia la vida.

Mi compañero, quien yo percibía que se sentía un poco angustiado por lo desolada que estaba y por este giro lúgubre en mi personalidad, en medio de una plática sobre cómo venía llevando el duelo me preguntó cuidadosamente sobre mi investigación. No me cuestionaba para saber cuándo retomaría la tesis, sino para incitarme a recordar todo lo que había aprendido durante el trabajo de campo. Las palabras que él me dirigió en esta conversación me penetraron como flecha: “lo que aprendiste no es solo para tu investigación, es para tu vida”. Su comentario me zarandeó, me hizo caer en cuenta de que no solo había suspendido por un momento la escritura de la tesis, sino también todo lo que aquel trabajo venía enseñándome.

El proyecto al cual me dediqué en el periodo de la maestría fue sobre la relación que las personas sostienen con el peyote[3] en el espacio del desierto chihuahuense. Las interlocutoras e interlocutores con quienes trabajé tenían una amplia experiencia con el cactus, es decir, comulgan con él desde hace muchos años y, en mayor o menor medida, me guiaron en la construcción de mi propia relación con la planta, puesto que llegué a campo sin ninguna experiencia previa. Convivimos, compartimos espacios ceremoniales y tuvimos extensas pláticas en las cuales indagué sobre sus vivencias, discursos y prácticas en torno al peyote, así como sobre los propósitos que les motivaban a buscarlo.

En términos generales, lo que busqué plasmar en la etnografía fueron las características y sutilezas de este universo peyotero a partir de un análisis de los sentidos y afectos que la planta es capaz de movilizar. Se trata de una investigación que me ha permitido desarrollar temas que han sido de gran interés en mi trayectoria académica, en especial las intersecciones entre las dinámicas de salud y la espiritualidad. En efecto, uno de los principales objetivos del proyecto era investigar los potenciales terapéuticos del cactus, que revelaron superar en mucho un horizonte de bienestar físico y psicológico, pues finalmente remiten a procesos graduales de transformación y replanteamiento de vida que responden a un amplio abanico de inquietudes.

Ahora bien, aunque mi curiosidad investigativa sobre las tramas de la salud siempre me llevó a indagar acerca de los procesos de sanación, la mayor parte de las veces mis propias vivencias con el peyote no tenían una tónica de cura, sino que me conducían sobre todo a entendimientos sutiles sobre la vida y el mundo que me enternecían profundamente. En lo que se refiere a las vivencias de mis interlocutoras(es), pude observar asimismo que el cactus no solamente les había ayudado a solucionar ciertas cuestiones y sanarse de algunos males, sino que también les había transmitido contundentes enseñanzas que les permitían encarar la vida de otra forma. Mis interlocutoras(es), en sus relatos, me compartieron que lo que efectivamente les permitió cambiar el rumbo de sus trayectorias y liberarse de muchos sufrimientos fueron estos aprendizajes que surgían a partir del extraordinario sentido de trascendencia que el cactus propicia.

Durante el trabajo de campo me sumergí en el universo del peyote e igualmente tuve la fortuna de recibir sus enseñanzas y experimentar esa capacidad ampliada para apreciar la vida. Así, cuando mi compañero se acercó a mí con aquel cuestionamiento lo que percibí fue que, junto a la pausa que le di al manuscrito, había puesto a un lado sabias reflexiones compartidas por mis interlocutoras(es) y preciosos aprendizajes que tuve con el peyote, casi como si aquel terreno de investigación y mi vida personal fueran ámbitos independientes. De alguna manera terminé limitándome a considerar las vivencias con el peyote de manera meramente intelectual, perdiendo de vista importantes enseñanzas que podían ayudarme a atravesar el duelo de mejor manera.

La ingesta del cactus evoca una potencia sensible que incita a las personas a entrar en profundo contacto con memorias y emociones que desenmascaran importantes aspectos de sí mismas y de las circunstancias en que se encuentran. Para usar las expresiones de mis interlocutoras(es), entre sus regaños y apapachos el peyote señala, por un lado, fallos y contradicciones personales con los que tenemos que enfrentarnos y, por otro, inculca un sentido de júbilo y estima por la vida que nos robustece y anima a actuar de manera más sana. Y más allá de la concientización y de los aprendizajes que faculta, la planta nos envuelve en una atmósfera de sutil mansedumbre que es capaz de amparar múltiples sentidos de redención inestimables para la experiencia humana.

Un aspecto clave, en el que todas las personas que entrevisté habían hecho hincapié, era que el desafío verdadero no estaba en enfrentar las sensaciones incómodas y los malestares difíciles de manejar que el peyote a menudo provoca, sino en llevar a la práctica lo que se aprende con el peyote y tratar de vivir a través de sus enseñanzas. La experiencia con la planta nos permite alcanzar sublimes entendimientos sobre la vida y aporta condiciones para que nos liberemos de ciertas cargas, pero toca a la persona proceder de acuerdo con ello y empeñarse en transformar su realidad. En este sentido, lo que comprendí fue que el componente decisivo de la sanación no se encuentra en el éxtasis que provoca, sino en la vida ordinaria, cuando la toma de consciencia proporcionada por el peyote se ve reflejada en las posturas de la persona frente a los eventos con los que se enfrenta.

Reflexionar sobre todo esto me hizo percibir que yo venía sosteniendo una actitud terca e inquisidora, profundamente disonante con todo lo que había aprendido, y comprendí que era en momentos duros como aquellos en los que era tanto más difícil como más necesario acercarme a aquellas prodigiosas lecciones de vida. Así, poco a poco fui retomando la investigación, tratando de recobrar consciencia de los potentes aprendizajes que había tenido con el peyote y cómo podían ayudarme a transitar el intenso duelo que venía experimentando. Hubo una entrevista en particular que quise revisitar en medio de este proceso, que fue la de una señora llamada Dulce. Ella había llegado al desierto en búsqueda del peyote después de muchos años atravesando un proceso de duelo bárbaro, se trataba de la muerte de sus dos hijas, una de 21 y otra de 11 años, tras un accidente de carro.

Dulce me contó que durante mucho tiempo estuvo en un estado de shock emocional grave en que no logró siquiera llorar la partida de sus hijas porque no aceptaba su muerte. Vivió un largo periodo de negación en el que abandonó todo, trabajo, casa, familia, y salió deambulando por el país, llegando a vivir en la calle por meses. En nuestra plática, le pregunté por qué ella había elegido aislarse de aquella manera y me contestó que “cuando estás pasando un duelo, hay veces que en ese momento, en ese específico momento, hay gente que no quieres que esté en tu vida. No quieres estar luchando con ellos, no quieres estar explicando o reforzando tu imagen ante ellos, ¿me entiendes?” (Entrevista con Dulce, noviembre de 2021).

Aunque yo le hubiera dicho que sí, que le entendía, fue hasta aquel momento, en medio de mi propio luto, que pude comprender verdaderamente su respuesta. Y así como ciertos pasajes de nuestra entrevista me ayudaron a elaborar mejor mis propios sentires, volver a examinarla a la luz de mi duelo me trajo importantes reflexiones para entender cómo había sido su trayectoria con el peyote. Aquella nueva lectura me trajo elementos para comprender algunos aspectos fundamentales de los procesos de sanación que el cactus desencadena, que pueden ser observados en el siguiente relato sobre su primera experiencia con el peyote:

Fue como cortarte toda la esperanza, tenerte en este momento y decirte “sí, se murieron tus hijas”. O sea, fue enfrentarme con lo que no quería enfrentarme. Muchas veces pasamos por cosas que sabemos, las vemos y decimos “no, ahora no”. Entonces me tuve que enfrentar con lo que no quería aceptar. Y para poder llegar a una sanación, tienes que entrar; entrar al dolor, entrar a la realidad. Porque aprendí algo que te puede servir mucho. […] Te mueve muchas cosas la Muerte. Pero una cosa que hace es que, con su bastón, es como si abriera la puerta de tu casa y entrara un aire helado y te botara hacia atrás. Entonces la Muerte, al entrar en la vida de nosotros que estamos vivos, nos avienta lejos y todo empieza a ser como un recuerdo. […] Te empuja con su bastón y te vas a una lejanía de la realidad, ya no estás viviendo el presente, sino estás viviendo el dolor, el recuerdo, lo que fuiste, lo que no fuiste, lo que no dijiste, lo que te dijo, o sea, pero no estás viviendo el presente. Y el peyote lo que hizo fue tomarme y tenerme en el presente y decir “se murieron”. Y entonces “aaaggghhh”… empecé a llorar, o sea, empecé a llorar unos sollozos, pero unos sollozos que por eso mejor abrí mi casa de campaña y la cerré [se ríe], porque me dio muchísima pena, no podía seguir enfrente. Y eran sollozos de sanación. Me dijo “estás aquí, quedaste viva, ellas se fueron”. […] Y cuando empecé a llorar fue que ya el peyote me puso en la realidad, en el carril correcto, me arraigó, me enraizó en la Tierra nuevamente (Entrevista con Dulce, noviembre de 2021).

Cuando ella me dijo que había aprendido algo que podía servirme yo no imaginaba cómo podría ser valioso, mucho más allá de la investigación, para encarar procesos personales que me tocarían vivir. Su explicación sobre lo que hace la Muerte en la vida de una persona es muy precisa al describir la sensación de ausencia que la partida de alguien querido trae, la neblina fría que se adueña del presente y nos envuelve a los que quedamos en una atmósfera de reminiscencia. Es como un tirón de resortera al revés, que nos transporta a un pasado de recuerdos vividos y oportunidades perdidas, que nos desenraiza de la realidad y no permite aceptarla. Así, lo primero que el peyote hizo fue afianzarla en el presente y presionarla a que aprendiera a tolerar la verdad que ella no quería admitir.

La narrativa de Dulce muestra que la cualidad implacable de los regaños del peyote puede tener un sentido profundamente catártico. El corte brusco que le forzó a enfrentar la muerte de sus hijas fue lo que le posibilitó arraigarse nuevamente en la realidad. Y en aquella primera experiencia ella finalmente pudo llorar, encontrando una manera de desahogarse del duelo con el que venía cargando hacía años. Analizando atentamente su relato juntamente con los de otras(os) interlocutoras(es) pude comprender que el proceso de sanación con el peyote tiene un inicio así, a partir de un enraizamiento en el momento presente que permite soltar resentimientos, culpas y sufrimientos de diferentes formas, ya sea a través del llanto o de otras formas de expresión que conllevan alivio, como son el vómito y la palabra, por ejemplo.

Algo que me parece muy interesante observar es cómo la experiencia con peyote parece reproducir algo de su propia complexión: se trata de un cactus suave y jugoso que crece en medio a la áspera sequedad del desierto y que provoca un trance gustoso y acogedor que es, sin embargo, marcado por una rigurosidad. Desde esta aparente aspereza el peyote conmueve a las personas hacia una actitud de mayor aceptación, de adhesión a la vida misma, aptitud esencial para atravesar no solamente procesos de duelo, sino una multiplicidad de eventos que nos suceden. Así, la experiencia propicia una constelación de enseñanzas que conduce la persona a vislumbrar nuevas formas de llevar la vida:

Yo empecé a sentir cómo el peyote empezó a restablecer mi vida y a restablecerme, a sanarme. Yo me empecé a sentir como mucho mejor anímicamente, a poder enfrentar las cosas que no podía anteriormente, a estar menos sobria. Ya no estoy sobria ante mi vida, ante lo que ha pasado, ya estoy saludable, ya estoy corriendo la carrera de la salud, del restablecimiento de mí, de la muerte y resurrección de mí. […] Volvió mi cara de alegría, porque cambió mi semblante, porque me empecé a sentir robusta por dentro, me sentí acompañada. Me sentí acompañada de un abuelo, de un sabio, de un médico, que no tenía carne, pero que yo me había comido su carne, ¿me entiendes? Increíble (Entrevista con Dulce, noviembre de 2021).

El sentido de confrontación que se describe a partir de la idea de los regaños y el acompañamiento que se encuentra en la sensación del apapacho hace que las personas experimenten un vigor fortalecido y encuentren la motivación para tener una nueva disposición ante la vida. Así, Dulce empezó a restablecerse, a sanarse y, hoy, después de aproximadamente 10 años de la partida de sus hijas y 6 años de estar acompañada del peyote, encontró la manera de seguir adelante con propósito y fulgor. Abriéndome a aprender de su proceso, vi que yo también podía dejar de pelear contra la vida y encontrar una manera de desprenderme del sufrimiento, aceptando la partida de mi padre y apreciando en mi presente las huellas inolvidables que él ha dejado en mí.

Cuando puse mi primer altar de muertos el año pasado jamás imaginé que un año después estaría haciéndolo nuevamente con ofrendas a mi papá. Me resistí mucho a aceptarlo y todavía me duele su fallecimiento, pero ya no estoy estancada en aquel pantano; encontré otras maneras de concebir su muerte y celebrar su vida, rescatando aquel sentido de transcendencia que el peyote me inculcó para sentir conmigo su presencia calurosa. Y aunque haya sido un duro periodo de maduración que me hizo romper con muchas expectativas e inocencias que yo proyectaba sobre la vida, hoy puedo decir que ha sido un proceso doloroso y a la vez bonito, tal cual la experiencia que el peyote proporciona, porque ha complejizado mi forma de ver el mundo y, consecuentemente, de hacer investigación.

Finalmente, lo que quise retratar en estas páginas fue cómo haber recurrido a la vivencia del duelo me permitió expandir los horizontes de mi investigación, al tiempo en que las increíbles experiencias que acumulé en el trabajo de campo me ayudaron a transitarlo. Por esa razón, en este número en que tratamos sobre la investigación en tiempos de muerte, resolví hablar no sobre las muertes violentas que borbotean de la ignorancia humana, sino rendir un modesto homenaje a la Muerte, reina y señora del más allá, a quien yo aprendí a respetar a partir de las enseñanzas del peyote y de todo lo que he aprendido en estas tierras mexicanas.


  1. Egresada de la Maestría en Antropología Social. Correo electrónico: p.bizzijunqueira@gmail.com.

  2. Personaje de Eleanor H. Porter que afronta toda circunstancia con firme optimismo y suele ser evocada para describir a las personas que se centran en el lado positivo de la vida.

  3. El peyote es un pequeño cactus con propiedades psicoactivas que crece naturalmente en regiones desérticas del norte de México y del sur de Estados Unidos y que ha sido apreciado por diversos grupos indígenas y mestizos como una planta sagrada, de conocimiento y también medicinal.