Reflexividad y trabajo de campo antropológico en contextos de violencia durante la pandemia de covid-19. El caso de San Cristóbal de las Casas, Chiapas

Ángel Zarco Mera[1]
Investigador posdoctoral en CIESAS Sureste

Vista parcial de la zona norte de San Cristóbal. Autor de la fotografía: Ángel Zarco Mera, año 2022.
Lugar: Colonia San Antonio del monte, San Cristóbal de las Casas, Chiapas.


El concepto de reflexividad ha sido utilizado para referirse a la posición del investigador en el campo, a las relaciones que entabla con sus interlocutores, pero también a la elección reflexiva de las metodologías y las técnicas antropológicas que se utilizan en un proyecto de investigación. Por otro lado, realizar trabajo de campo en contextos de violencia, requiere la consideración de elementos metodológicos, técnicos, de movilidad e incluso de seguridad del propio antropólogo. El objetivo del presente artículo consiste en realizar una aproximación a la experiencia de trabajo de campo en San Cristóbal de las Casas, ciudad marcada por una creciente ola de violencia social, en el contexto de la pandemia de covid-19. Las restricciones impuestas por el confinamiento, así como otras derivadas de la situación de violencia imperante en la ciudad, obligan al replanteamiento reflexivo de aspectos metodológicos como el tipo de interacción con los entrevistados, la forma en que se realizan entrevistas, la manera en que observamos en campo, las estrategias de movilidad en el terreno, incluso los criterios de inclusión de los participantes y los objetivos mismos de la investigación.

Introducción

La reflexión que suscita el presente texto, surge de una experiencia de trabajo de campo en la ciudad de San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Apenas iniciada la cuarentena que impuso la pandemia de Covid-19, en el estado surgieron eventos de violencia en rechazo a las actividades gubernamentales frente a la crisis sanitaria, pero también como manifestación de la incredulidad en la existencia del virus. En el contexto local, San Cristóbal de las Casas vivió durante la pandemia sucesos de violencia sin precedentes. El impacto social y el alcance mediático de tales hechos pusieron a la ciudad ante el escrutinio internacional, en una escalada de violencia nunca antes vista en san Cristóbal.

Tanto el confinamiento y las restricciones impuestas por la pandemia, como aquellas relativas a la situación de violencia social en la ciudad, condicionaron el rumbo que iba a llevar el proceso de investigación, no sólo de quien escribe, sino de aquellos científicos sociales que se enfrentaron en estas circunstancias a la tarea de llevar a cabo un proyecto de investigación.

Por otro lado, la pandemia nos ha impuesto nuevas formas de hacer etnografías. El trabajo en casa, las entrevistas virtuales, la imposibilidad de realizar trabajo de campo sin restricciones de movilidad, de acceso, de interacción, nos plantean la necesidad de repensar algunos aspectos característicos de la forma en que venimos haciendo etnografía.

Desde mi punto de vista, las formas de interacción social y algunas de las principales herramientas de nuestro quehacer profesional están cambiando, y es nuestra obligación reflexionar y dar cuenta de dichos cambios.  En este sentido, El objetivo del presente artículo consiste en realizar una aproximación a la experiencia de trabajo de campo en San Cristóbal de las Casas, ciudad marcada por una creciente ola de violencia social, en el contexto de la pandemia de Covid-19, así como al trabajo reflexivo de evaluación y modificación de aspectos metodológicos durante el proceso de investigación en el terreno.

Encuadre teórico-metodológico

Según Harold Garfinkel la etnometodología se refiere a un método que la gente posee. Es un conocimiento de los asuntos cotidianos. Las actividades organizadas de la vida cotidiana, tienen formas conocidas, comunes y que damos por sentadas. Esto lo hacemos continuamente a lo largo de nuestra vida. Y todo lo anterior se lleva a cabo de una forma ingeniosa, reflexiva, racional, atendiendo a expectativas, motivos y propósitos (Garfinkel, 2006).

Para el autor la construcción de sentido es reflexiva y es capaz de generar contexto, significándolo. El lenguaje es importante en este proceso porque configura el contexto a través del sentido, de la enunciación, y la descripción. La reflexividad en Garfinkel se refiere a las prácticas reflexivas para otorgar sentido al contexto en que se producen (Garfinkel, 2006).

Para Christian Ghasarian con los posmodernos se da una crisis o toma de conciencia en la antropología. Propone recuperar la propuesta de Clifford Geertz acerca de restablecer el vínculo entre lo que es estudiado, los medios de investigación y los objetivos e intereses del investigador. Trabajamos con representaciones ambiguas de la experiencia del otro, ya sea en forma de textos, declaraciones, interpretaciones, interacciones. La reflexividad se da cuando observador y observado se someten a un proceso de objetivación sobre sus propias condiciones de producción y sus propios límites. Pero también su propio trabajo de objetivación, los intereses ocultos y sus beneficios. La reflexividad es como un regreso a sí mismo, es el medio para mejorar la calidad de una investigación (Ghasarian, 2008).

Para Rossana Guber el origen del concepto de reflexividad se encuentra en la obra de Garfinkel, fundador de la etnometodología. Para él, la reproducción de la sociedad no se debe a la internalización de normas, sino a momentos concretos de interacción en los que los sujetos no se desempeñan como reproductores de leyes preestablecidas, sino que son agentes activos, que producen y reproducen su mundo social. La reflexividad para la autora es también una propiedad del lenguaje. Las descripciones que realizamos de la realidad no sólo nos dan información del contexto en que se producen, sino que constituyen la realidad misma. El conocimiento del sentido común además de ser práctico, es constitutivo de la sociedad real. Los miembros de una sociedad no son conscientes del carácter reflexivo de sus acciones, pero conforme actúan y hablan van produciendo sus mundos y su propia racionalidad (Guber, 2001).

En Guber la reflexividad tiene que ver con cuestionar tus supuestos constantemente en el proceso de investigación y relativizar tu posición, tus marcos interpretativos.

Si caracterizamos al conocimiento como un proceso llevado a cabo desde un sujeto y en relación con el de otros sujetos cuyo mundo social se intenta explicar, la reflexividad en el trabajo de campo es el proceso de interacción, diferenciación y reciprocidad entre la reflexividad del sujeto cognoscente ‒sentido común, […] y la de los actores o sujetos/objetos de investigación. (Guber, 2005: 49)

La reflexividad alude a la posición reflexiva del investigador como miembro de una cultura, que ocupa un lugar en un cuerpo académico y que enarbola cierta postura teórica. También se dan momentos de reflexividad en el propio sujeto de estudio, en cuanto interpreta y evalúa sus propias acciones, en la entrevista, en su encuentro con el investigador. Otra dimensión de la reflexividad surge de la interacción entre ambas reflexividades, la del investigador y la del entrevistado. (Guber, 2005)

Por otra parte, Charlotte Davis postula que una etnografía es un proceso que incluye el proceso de investigación y el producto escrito. Existe una cercana conexión entre reflexividad y objetividad, aunque no son idénticas. No obstante, los problemas que presenta la reflexividad frecuentemente envuelven intentos de asegurar la objetividad, reduciendo o controlando los efectos del investigador en sus investigaciones. La autora escribe:

En términos generales, reflexividad significa mirarse a uno mismo, un proceso de autorreferencia. En el contexto de la investigación social, la reflexividad se refiere en su nivel más inmediato a las maneras en las que los productos de la investigación son influidos o condicionados por la presencia y tarea del investigador, así como por el proceso mismo de investigación. Estos efectos se encuentran en todas las fases del proceso, tanto en la elección del tema como en el reporte de resultados. (Davis, 1999: 4)

De esta forma, podemos pensar en la elección reflexiva de la metodología y las técnicas de estudio, de la observación, entrevistas, recorridos, la elección del lugar donde se llevará a cabo el trabajo y la selección de los sujetos o colaboradores del estudio. Sin embargo, el proceso reflexivo incluye también la reformulación reflexiva de nuestros supuestos, nuestras herramientas metodológicas y la inclusión de quienes participan en nuestras investigaciones.

Etnografía y violencia

En el mundo y en México la violencia es un fenómeno generalizado. Phillipe Bourgouis dice que el objetivo de su interés por estudiar la violencia, es mostrar el sufrimiento, la barrera entre los que tienen y los que no. La zona norte de San Cristóbal tiene una delimitación geográfica específica y esa línea representa precisamente la división entre los más oprimidos y la mayoría nacional e internacional. Bourgouis plantea que detrás de las expresiones de violencia se encuentra el modo en que los grupos sociales enfrentan las fuerzas que los oprimen. El arte puertorriqueño en Nueva York, por ejemplo, representa una forma de resistencia cultural ante la opresión y exclusión (Bourgouis, 2010). En San Cristóbal la población indígena no sólo ocupa la parte norte de la ciudad, se encuentra dispersa por todo San Cristóbal. Sin embargo, la zona norte tiene ciertas características que la hacen especial. En la zona norte no hay bancos, cajeros automáticos ni centros comerciales grandes, éstos se concentran en el centro y sur de la ciudad, donde predomina la presencia de población mestiza y extranjera. Tampoco se encuentran instituciones oficiales de salud. Hasta 2014 no contaba con instituciones de salud oficiales. Ha sido un sector de la ciudad histórica y deliberadamente excluido del desarrollo de la ciudad. La simple capacidad de sobrevivencia y reproducción cultural de estos grupos, dice Bourgouis (2010), es ya una forma de resistencia. Los pobladores de la zona norte, como la población puertorriqueña en Nueva York, han luchado por el control de la zona y la exclusión y segregación étnicas son piedra fundamental de la proliferación de la violencia, la autodestrucción y la diseminación de la inseguridad entre los más vulnerables en la población general.

El “temor a la muerte”, dice Bourgouis, lo llevó a limitar sus investigaciones a la red de narcotráfico de un conocido suyo, de tal manera que ya no buscó entrar en contacto con criminales fuera de esa zona de influencia (Bourgouis, 2010: 99).

Por otra parte, Jeffrey Slika, que realizó una investigación de campo con una fracción guerrillera en Belfast, irlanda del norte, describe cómo llevó a cabo lo que resultó ser una investigación colaborativa. Previamente a la etapa de campo, sus colaboradores revisaron el proyecto y tuvieron derecho de réplica para la versión final. El autor señala que el peligro es parte inherente a cualquier trabajo de campo y da una serie de recomendaciones para tener en cuenta a la hora de llevar a cabo trabajo de campo en circunstancias de violencia de guerra. El autor sugiere evaluar escenarios para minimizar el peligro y el riesgo, para lo que es recomendable realizar una visita exploratoria; buscar gente con experiencia en ese campo; tener un plan de escape y en dado caso, dar por terminada la investigación; contar con un plan de escape; en un esfuerzo reflexivo, debemos ser honestos acerca de quiénes somos y qué estamos haciendo (Slika, 1995).

Adicionalmente Barbara Paterson establece la necesidad de entender la seguridad en campo como una consideración metodológica. En este sentido, la reflexividad en contextos de violencia pasa por tener en cuenta una serie de consideraciones en la planeación y desarrollo de la investigación de campo. La autora trabaja en un protocolo de prevención, intervención y seguimiento de situaciones de peligro. Paterson considera cuatro componentes necesarios para un protocolo de seguridad en campo: en primer lugar, coincide con Slika en evaluar la situación; en segundo lugar, definir estrategias preventivas; como tercer punto, saber cómo identificar y responder a una amenaza, y finalmente, dar seguimiento a un evento de violencia. La discusión de estos cuatro puntos permite ver los peligros en campo como parte de la metodología (Paterson, 1999).

Otras posibles consideraciones consisten en hacer representaciones o actuaciones de escenarios de peligro, mantenerse alerta, considerar quiénes serán los participantes, andar acompañado, contar con un equipo de comunicación y alarma, mantener visibilidad, vestir de acuerdo con el lugar, tener una actitud de humildad, informar a otros de tus actividades, no discutir y contar con una lista de números y lugares de apoyo (Paterson, 1999).

Desarrollo

Llegué a la ciudad de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en enero de 2021 para llevar a cabo una investigación posdoctoral en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropologías Social Unidad Sureste. El tema de mi estudio tenía que ver con las estrategias de salud asociadas a la medicina tradicional y popular, que construían y desarrollaban mujeres indígenas que trabajan en restaurantes bares de la ciudad, como medidas preventivas y de atención frente a la infección del virus SARS-CoV2. Tenía información de que algunas mujeres indígenas que se desempeñan como ficheras o trabajadoras sexuales en dichos establecimientos no acudían a los servicios de salud oficiales. Para prevenir o tratar los síntomas asociados al Covid-19 recurrían a la elaboración y consumo de tés, pastillas e incluso prácticas terapéuticas provenientes de sistemas de salud orientales, como la meditación, en una mezcla que incluía medicina tradicional indígena, popular y técnicas de sistemas de salud orientales.

Durante el trabajo de campo constaté que el tratamiento preventivo, pero sobre todo terapéutico en la atención y tratamiento de la infección por Covid-19, incluía plantas y elementos característicos de la medicina tradicional tsotsil y tseltal como la chilchaua,[2] la hierba santa, el pox,[3] medicamentos alópatas como la aspirina o el paracetamol, técnicas terapéuticas de origen oriental como la meditación, así como la incorporación de elementos religiosos, como el limón partido en forma de cruz, en una mezcla particular con la que atienden y combaten al virus del SARS CoV2, sin acudir a servicios de salud oficiales.

Durante el primer mes de 2021, todavía no estaba aprobada ninguna vacuna contra el Covid-19 y permanecía el cierre de establecimientos, así como las restricciones de movilidad y distancia social. Chiapas era uno de los dos estados de la república, además de Campeche, que se encontraban en semáforo verde. Aun así, las recomendaciones dirigidas a restringir el contacto social estaban vigentes. Al recorrer, a mi llegada, el centro de la ciudad, me sorprendí porque parecía que estaba en un lugar donde la pandemia no existía. Venía del pánico colectivo de la Ciudad de México y me sorprendió ver los andadores turísticos de San Cristóbal, repletos de gente. Los cubrebocas, no obstante, eran comunes en los espacios públicos y turísticos.

No obstante, fuera de la zona turística de la ciudad, el uso del cubrebocas era poco frecuente. A finales de enero de 2021, recién llegado a la ciudad, una amiga tseltal, quien había trabajado como fichera en restaurantes bares de la ciudad, me invitó a un “convivio” en una colonia al sur de San Cristóbal. Se trataba de una fiesta clandestina a la que asistieron jóvenes indígenas principalmente asentados en la ciudad. Al llegar, me bajé de mi auto con el cubrebocas puesto y ella salió de la casa en la que se llevaba a cabo la fiesta, para recibirme. En cuanto me vio el cubrebocas me dijo: “quítate eso, aquí nadie trae”. Me lo quité y al entrar al patio de la casa, vi dos mesas largas alrededor de las cuales se encontraban unas veinte mujeres y hombres jóvenes indígenas sin cubrebocas.

Dadas las restricciones y recomendaciones médicas provenientes de los gobiernos federales y estatales, mis acercamientos a los restaurantes bares de la ciudad consistían en encontrarme con posibles entrevistadas que previamente había contactado por teléfono y entrevistarlas fuera del bullicio del bar. Los primeros contactos en el campo fueron mujeres que trabajaban en bares y que había conocido en una estancia de trabajo de campo en 2014. Para registrar la dinámica del bar, en ocasiones me paraba a la entrada y observaba un momento sin entrar. Algunas veces tuve que realizar entrevistas dentro de los bares porque las mujeres se encontraban en horario laboral y no podían salir del establecimiento. Nadie en los restaurantes bares utilizaba cubrebocas, la observación y la interacción en dichos lugares la limité de manera importante.

Respuestas comunitarias ante la cuarentena en Chiapas

Durante los primeros meses de la cuarentena, entre mayo y junio de 2020, en la prensa resonó que en al menos cuatro municipios de Chiapas ocurrieron estallidos de violencia que involucraron a población mestiza, tsotsil y tojolabal, como resultado del rechazo de acciones de los gobiernos estatales y municipales en materia de salud frente a la pandemia y como negación de la existencia del virus y la difusión de teorías conspirativas (SUN, 2020a).

A finales de mayo en el municipio de Venustiano Carranza se propagaron a través de páginas de Facebook, rumores que invitaban a la gente a protestar por la supuesta existencia de drones que fumigaban veneno para matar a los lugareños. Cientos de pobladores atacaron la alcaldía, quemaron la clínica y una ambulancia, realizaron destrozos en la casa del presidente municipal y en la casa de la madre del gobernador del estado, Rutilio Escandón, oriundo de esa localidad (Aristegui Noticias, 2020¸ SUN, 2020a).

El 10 de junio, después de fallecimiento de un adulto mayor por coronavirus, indígenas tojolabales de la comunidad de Guadalupe Tepeyac, municipio de Las Margaritas, amenazaron con quemar una clínica que atendía la región de la selva lacandona y retuvieron a su director, quien después fue liberado. El reclamo era porque, según ellos, a los enfermos los mataban en dicho sanatorio. El personal de salud fue evacuado y las instalaciones fueron reabiertas casi un mes después (Mandujano, 2020; SUN, 2020a).

Durante la semana del 5 al 11 de julio, el ayuntamiento de Villa de las Rosas anunció la fumigación de la localidad. Entre la población circularon rumores de que las labores de sanitización pretendían enfermar a la gente. El día 11, tras la muerte de un campesino en la clínica del municipio, aparentemente por coronavirus, la población fue convocada por las redes sociales y un aparato de sonido. Cientos de habitantes se congregaron y destruyeron parcialmente instalaciones del ayuntamiento, prendieron fuego a la clínica y vandalizaron una ambulancia. La fumigación no se llevó a cabo (Menéndez, 2020; SUN, 2020b).

En la cabecera municipal de San Andrés Larráinzar, durante la noche del viernes y la madrugada del sábado 26 de junio, luego de la sanitización del parque central, la iglesia y la alcaldía, cientos de indígenas tsotsiles destruyeron una ambulancia y las instalaciones de la clínica municipal. Después Fueron incendiadas la casa del alcalde y la de una síndica municipal.

En otras municipalidades como Simojovel, Totolapa y Arriaga, pobladores organizados impidieron el paso del personal de salud para la realización de actividades informativas o de sanitización contra el Covid-19 (Menéndez, 2020).

La zona norte de San Cristóbal de las Casas durante la pandemia

La parte norte de San Cristóbal está habitada principalmente por población indígena, la cual representa el 34.1% de la población de la ciudad, que asciende a 215 874 habitantes (INEGI, 2020). Desde la década de los setenta, el norte de la ciudad se fue poblando por contingentes de comunidades indígenas desplazadas o expulsadas, que fundaron colonias emblemáticas como La Hormiga, la Primero de Enero, San Antonio del monte, La Frontera, la Florecilla, Palestina, Paraíso, La Isla, Explanada del Carmen, Santa Cruz Cascajal, Getsemaní, San Juan del Bosque y Diego de Mazariegos (Tibaduiza, 2010; Robledo, 2009; Robledo y Cruz, 2005).

Actualmente la proliferación de lugares donde se venden autos de procedencia incierta, la distribución y venta de droga, de armas, así como el dominio de grupos delincuenciales, predominan en la zona norte de San Cristóbal. Aunque la venta de drogas y los episodios de violencia son asuntos recurrentes también en el centro turístico y otros puntos de la ciudad, el sector norte se caracteriza por una mayor ocurrencia de hechos violentos y un imaginario generalizado de inseguridad.

Poco después de mi llegada a San Cristóbal me enteré de la existencia de un nuevo grupo criminal llamado “los motonetos”, compuesto principalmente por jóvenes de ascendencia indígena, que se dedica al narcomenudeo, extorsión, cobro por derecho de piso, entre otras actividades ilegales. Así son llamados porque andan en grupos de dos o tres sobre motonetas o motocicletas. Aunque dominan toda la ciudad, operan principalmente en la zona norte de ésta.

 Entre 2020 y 2022 son muchos los eventos de violencia que involucran a los motonetos y a otros grupos criminales de la ciudad. En este espacio revisaré algunos de los más sonados casos de violencia ocurridos entre 2021 y 2022, en plena crisis pandémica. En agosto de 2021 fue asesinado en San Cristóbal el fiscal de justicia indígena de los Altos de Chiapas, quien investigaba los hechos violentos ocurridos en el municipio de Pantelhó, tras la aparición del grupo de autodefensas llamado “El machete”. La muerte del fiscal en San Cristóbal refleja el alcance de las organizaciones delictivas en la región (Hernández, 2021). En octubre del mismo año un hombre a bordo de una motocicleta asesinó a un periodista de amplia trayectoria, director de la revista Jovel, cuyo trabajo sobre la inseguridad en la ciudad era reconocido (Guillén, 2021).

Ya en febrero de 2022 dos jóvenes que viajaban en una motocicleta intentaron robar la moto estacionada de otro joven que esperaba a su madre a la salida del trabajo. Al confrontarlos, la mujer llamada Paula, de 41 años, recibió un balazo en el pecho al tiempo que tomaba una foto de su asesino, con su celular. La noticia dio la vuelta al mundo y unos días después se realizó una marcha en protesta por el asesinato y la inseguridad en la ciudad. Esa misma noche, un amplio grupo de motonetos armados recorrieron con disparos una de las principales avenidas de la ciudad, en una especie de contramarcha de la impunidad (Castañeda, 2022, Mandujano, 2022).

Más recientemente, en junio del presente año, grupos de hombres encapuchados y equipados con armas largas se apostaron desde el mercado de la zona norte de la ciudad hasta la intersección que lleva al municipio de Chamula. Durante cinco horas ambos grupos que se disputaban el control del mercado de la zona norte pero también el dominio de la plaza, lanzaron disparos al aire. La gente se refugió en tiendas departamentales, que cerraron sus puertas. Los grupos de choque quemaron automóviles, y como resultado del enfrentamiento un hombre murió. Un día antes el ejército había anunciado en San Cristóbal el despliegue de 500 elementos para combatir la delincuencia y garantizar la seguridad en la región Altos del estado. Después de horas de ausencia, las fuerzas del orden aparecieron cuando todo había pasado (Camhaji, 2022).

Trabajo de campo y violencia durante la pandemia en San Cristóbal

Algunos de los restaurantes bares más concurridos de la ciudad, se encuentran en el sector norte de San Cristóbal. En mayo de 2022, después de la primera dosis de la vacuna contra el covid-19, visité tres de ellos. En principio mi propuesta de investigación incluía solamente a mujeres indígenas que trabajaran en restaurantes bares y los establecimientos con mayor número de mujeres indígenas que fichan o realizan trabajo sexual, se encuentran en dicho sector de la ciudad. Sin embargo, las restricciones de movilidad y contacto interpersonal que impuso la pandemia, constituyeron un elemento que me obligó a ampliar los criterios de selección de los entrevistados, para incluir mujeres no indígenas que trabajaran en restaurantes bares. Una mujer hondureña a quien había contactado para una entrevista, trabajaba en uno de estos lugares. Me citó ahí para la entrevista. El lugar se llama El Agave y está ubicado sobre el Periférico, una vía principal que rodea la ciudad. Se trata de un gran bodegón, con alrededor de 40 mesas y un templete para los grupos que tocan en vivo los fines de semana. Ese día llegué, me asomé en la puerta y no la vi. Dos o tres locales a la izquierda se encuentra El Mezcal, otro restaurante bar de los mismos dueños y al que ella me dijo que también llegaba a trabajar. Como no la vi en El Agave, me dirigí a El Mezcal, pregunté en la barra por ella y la encargada me dijo: “Por aquí anda”. No la vi y decidí esperarla un momento. Me senté en una mesa al centro del bar, casi vacío. En una de las esquinas estaban sentados dos jóvenes con una de las chicas que trabajaban ahí. La dirección en que me encontraba sentado apuntaba naturalmente en dirección de los jóvenes.  De manera muy relajada uno de ellos sacó una bolsita con cocaína e inhaló directamente de ella con una llave. Le pasó la bolsita al segundo joven, quien hizo lo propio. A la mesa contigua a ellos llegó un comensal sólo y unos minutos después de sentarse, sacó su bolsita con cocaína e inhaló también sin pudor frente a todos los presentes.

Presenciar lo anterior me impactó sobremanera. Sabía que en los bares quienes consumían cocaína lo hacían en los baños como una práctica privada y prohibida en público. La naturalidad con la que lo hicieron me impresionó. No salía de mi estupor cuando recibí un mensaje de la mujer a la que iba entrevistar. Me dijo que estaba en el bar de al lado, en la parte de arriba. Ese segundo piso era una especie de tapanco desde donde se veía todo el establecimiento. Cuando entré ella me hizo una señal con la mano y enseguida me mandó otro mensaje en el que me decía que la esperara. Me senté. Miré y unas mesas hacia mi derecha había un hombre solo, absorto. Sin fijarse a su alrededor, sacó una bolsita con cocaína e inhaló. En ese momento un joven que había salido del baño, pasó a mi lado, volteó y me dijo: ¿Te crees mucho?

Él siguió su camino hacia una mesa llena de comensales y yo no dije nada. Sentí que mi integridad estaba en juego. Volteé hacía arriba y mi posible entrevistada estaba muy platicadora. Decidí retirarme. Me dirigí a la salida, al Periférico. Esperé para cruzar y se me acercaron dos jóvenes en una moto. El que venía montado atrás me dijo: ¿Quieres coca? Con la mano le dije que no. Motonetos. Crucé, me dirigí hacia mi auto y me fui de ahí.

Al segundo bar que visité llegué acompañado. Era un bar muy al norte de la ciudad. Llegaban muchos comensales en motocicleta, pero curiosamente no las estacionaban afuera del bar, sino que las metían. Había unas 20 motocicletas estacionadas adentro del bar, aunque afuera había un pequeño estacionamiento. Cuando pregunté al mesero por qué lo hacían así, me dijo que ahí era común que se robaran las motocicletas estacionadas afuera, así que los comensales entraban con todo y moto al bar. La tercera vez regresé a uno de los bares que había visitado la primera vez y me ocurrió algo muy parecido a la primera vez. Desde entonces decidí no regresar a los restaurantes bares de la zona norte.

En 2014 había tenido una estancia de trabajo de campo de ocho meses en la ciudad y visitaba frecuentemente los restaurantes bares de la sección norte de la ciudad, en ocasiones solo, y no existía la percepción de violencia que predomina actualmente, ni en la ciudad ni en mí. Las condiciones de violencia que imperaban en dicha parte de la ciudad me obligaron también a dejar fuera a posibles participantes en el proyecto, a ajustar la manera de realizar observación de campo. Dichas decisiones modificaron también mi dinámica de movilidad en el campo. Así mismo, los cambios en la elección de las entrevistadas y en la dinámica de movilidad en el campo, le dieron a la investigación una nueva complejidad.

Conclusiones

La pandemia y las restricciones que nos impuso, las modificaciones que nos obligó a realizar en el proceso de investigación, la búsqueda y utilización de diversas estrategias metodológicas, de relación con quienes participan en nuestras investigaciones, de la apertura de nuevos caminos, nos obligan a replantear las formas tradicionales de hacer etnografía. Asistimos así a una nueva normalidad, no sólo de las vivencias cotidianas, sino del entendimiento y la práctica del quehacer antropológico.

El trabajo académico actualmente se realiza desde casa y las reuniones de trabajo están mediadas por una computadora, muchos antropólogos se han visto en la necesidad de realizar entrevistas virtuales, de buscar estrategias para efectuarlas, como la de contratar personas de las comunidades que realicen las entrevistas por ellos, ante la imposibilidad de visitar personalmente los lugares donde llevan a cabo trabajo de campo. El maridaje entre la antropología a distancia y la antropología cara a cara, nos obliga a repensar las formas tradicionales de hacer antropología social. El concepto mismo de “cara a cara” cobra un nuevo significado. Porque vemos las caras de nuestros entrevistados a través de una pantalla o las vemos de lejos o no las vemos. Una buena parte de las interacciones sociales en la actualidad, ocurren con la mediación de una computadora. ¿Eso les resta verdad o les resta significado a dichas interacciones? No lo creo, simplemente así es ahora, las interacciones sociales se dan en nuevas circunstancias y adquieren nuevos significados que los antropólogos debemos indagar, desenredar, interpretar.  

Realizar trabajo de campo en contextos de violencia determina, en ocasiones, los criterios a través de los cuales elegimos a quienes participarán en nuestras investigaciones, pueden condicionar también las dinámicas de movilidad del investigador en el campo, a dónde ir y a dónde no ir. Dichos movimientos y reconfiguraciones pueden también obligarnos a modificar los objetivos mismos de la investigación.

Resulta importante ponderar estas consideraciones a la hora de elegir realizar trabajo de campo en contextos de violencia social, aquéllos donde la violencia está consolidada, pero también contextos de violencia emergente

La pandemia por sí misma ya nos obligó a replantear cosas. Entonces es por un lado la pandemia y por otro, pero al mismo tiempo, la violencia. La distancia social, los cubrebocas, la realización de entrevistas en línea o por teléfono, la modificación de la forma de observar en campo.

Para tomar la fotografía que acompaña este texto, me dirigí sin pensarlo mucho hacia una de las partes altas del norte de la ciudad, a fin de tener una imagen panorámica de la zona de estudio. Durante el trayecto no pude evitar que el miedo se apoderara de mí, al pensar que iba camino a tomar fotografías a un lugar en el que los grupos delincuenciales tienen halcones[4] que monitorean los movimientos de la policía y el ejército; donde la población indígena es muy sensible a personas ajenas, zona en la que han intentado linchar a personas por, según se dice, tomar fotografías a mujeres. Este sentimiento de miedo prevalece entre residentes, visitantes y turistas en San Cristóbal de las Casas.


Biblografía

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Tibaduiza Roa, Yudy Liliana (2010), “La curación como experiencia: la zona norte, San Cristóbal de las Casas, Chiapas”, Tesis de Maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural, ECOSUR.

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[1] angelzarcom@hotnail.com

[2] Tagetes nelsonii Greenm. Planta de las montañas de Chiapas, México y Guatemala. En la región de los Altos de Chiapas es utilizada para el tratamiento medicinal de la fiebre, dolor de cabeza y problemas estomacales.

[3] Aguardiente chiapaneco de origen indígena.

[4] Personas que vigilan las calles para avisar de los movimientos de los cuerpos de seguridad o de grupos rivales.