Helda Morales
El Colegio de la Frontera Sur
Ilustración Ichan Tecolotl con imagen de la Red Internacional de Huertos Educativos.
—¡No sirve lo que estamos haciendo, Ron! Parece que sí leen nuestros artículos científicos, pero eso no ha cambiado nada, y todas las personas que vienen a los talleres son los que ya compran en el mercadito agroecológico. Si la gente sigue comiendo sin importarle ni de dónde vienen sus alimentos, ni si tienen veneno o no, y ni se preguntan si la ganancia le quedó a una familia campesina o a una corporación transnacional, decime ¿Cómo va a avanzar la agroecología?” —le dije aceleradamente y con enojo.
Se me quedó viendo con sus ojos azules que siempre irradiaban sabiduría. Guardó silencio un momento, como aprendió de las enseñanzas budistas, mi querido y admirado amigo antropólogo interesado en la agricultura sustentable.
—¿Y si trabajamos con niños?
—¡Ay, Ron, a vos se te están olvidando las cosas! Recordarte que cuando hicimos los talleres de los sabores de la milpa que nos financió Slow Food, quienes llegaban eran los hijos e hijas de los compran en el mercadito agroecológico. Seguimos predicando entre los conversos.
Me observó nuevamente con su calma que a veces me daban ganas de sacudir.
—Vayamos a las escuelas.
Y así fue como empezamos a visitar algunas escuelas de San Cristóbal de Las Casas, la ciudad de las montañas de Chiapas a la que ambos migramos por diferentes razones y en diferentes tiempos, él a finales de los años sesenta para hacer su investigación de doctorado en la selva lacandona, y yo a finales de los noventa porque me contrataron en un centro de investigación del gobierno mexicano, pero de la que ambos nos enamoramos e hicimos nuestra.
Pedimos permiso en las escuelas para ir a hablar del peligro de la agricultura industrial para nuestros cuerpos, el ambiente y la cultura local. Los niños y las niñas nos recibieron con curiosidad por la novedad de tener a dos académicos extranjeros en sus aulas. Ron y yo nos maravillamos al ver sus reacciones y al escuchar las ideas de los chiquitos sobre el trabajo de la tierra y sus sueños para el futuro.
Unas niñas de una escuelita rural, que en las mañanas cuando llegábamos temprano se escondía entre la neblina, sin preocupación de ensuciar sus faldas de lana negra y sus coloridos huipiles de satín, nos contaron con un poco de timidez que de grandes querían dedicarse a cultivar verduritas, mientras trabajaban diestramente con su azadoncito la tierra del huerto que les invitamos a hacer en el patio de la escuela.
En una de las escuelas más privilegiadas de nuestra ciudad, con aulas hexagonales de adobe y rodeada de una laguna y un bosquecito, varios de los niños y las niñas de familias acomodadas y provenientes de muchas partes del mundo dijeron que no sabían qué quería decir la palabra “campesino”. Pero después de escuchar nuestras preocupaciones y lo que hemos estudiado, una niña de unos ocho años dijo “Yo quiero ser campesina para hacerle un favor a la naturaleza”. Otra más grandecita, después de batallar con el azadón para establecer el huerto de la escuela, nos dijo agitada: “Estoy muerta, me arden las manos, y eso que solo trabajé un ratito. Me imagino a los campesinos que trabajan todo el día, todos los días, para traernos nuestra comida. Yo no voy a permitir que mi mamá regatee cuando vayamos al mercado”.
¿Se imaginan nuestros corazones al escuchar esas palabras? Nuestro mensaje había hecho eco en esas cabecitas. Ya podíamos regresar a nuestros centros de investigación.
Pero no pudimos. Al adentrarnos a las escuelas hablamos también con sus maestras y maestros. Muchos de ellos también tenían las mismas preocupaciones. Sabían que lo que estaban comiendo los niños en la escuela ensuciaba sus cuerpos y el patio. Los de las áreas rurales se preocupaban también por el olor que entraba a veces a las aulas cuando echaban veneno en los campos agrícolas vecinos, y porque sabían que algunos de sus niños eran los que ayudaban a sus familias aplicando los plaguicidas. Algunos de ellos nos contaron que de niños tenían huertos en las escuelas. Otros decían que les gustaría hablarles de ciencia y que sus estudiantes hicieran experimentos, pero ellos no sabían cómo. La mayoría había estudiado psicología o pedagogía y por eso solo repetían lo que viene en los libros de texto de biología que les mandan desde la Ciudad de México.
En nuestro andar explorando opciones, conocimos también a varias organizaciones que trabajaban con huertos escolares, y nos dimos cuenta de que hacía falta juntarles. Invitamos a otros colegas agroecólogos y expertos en educación a sumarse, y en diciembre del 2009 convocamos a una reunión para compartir nuestras experiencias e invitarles a formar una red. Así tuvimos ese parto colectivo de nuestra hijita, a la que hoy llamamos RIHE, la Red Internacional de Huertos Educativos.
Hoy que la RIHE es ya una adolescente, vos ya regresaste a la tierra con tus amigos “los invisibles” microbios, pero como la alimentaste con tu sabiduría y cariño, estoy segura, mi querido maestro-amigo, que la dejás bien acompañada con personas comprometidas de toda nuestra Abya Ayala.