Para que cada lengua conserve su canto, con arrojarnos al amor (tal vez) será suficiente

Aarón Hernán Flores Suárez
Escuela Nacional de Antropología e Historia | @hernan_flo


Catalina Reyes (izquierda) y Yolanda Lastra (derecha) en trabajo de campo. San Mateo Almomoloa, Temastaltepec, Estado de México [23/11/2018]. Foto: Lorena Gamper


Al igual que muchos otros de los que, hoy en día, la estudian o la ejercen, yo también llegué a esto que nos obstinamos en llamar lingüística por accidente. O, cuando menos, así me gusta contarlo, pues, a pesar de que los puentes que comunican literatura y lingüística son de viejo conocidos ‒y, según alguno, tan caprichosos como aquellos que hacen posible el concubinato (Saer, 2016) -, lo cierto es que no en todos los casos es evidente cómo transitarlos, ni mucho menos cómo rayos es que uno va a dar de un lado, cuando arrancó del otro; como en mi caso. Lo que quiero decir es que, en ese ir y venir entre estas dos ficciones –si acaso se me permite agruparlas bajo ese singular tipo–, y en mi ‘defensa del poema como aberración significante’, como la llama Montalbetti (2014), sin siquiera notarlo ‒durante el XIX Festival de Poesía del Sur Andino: Enero en la Palabra (Cusco, Perú), al que tuve el privilegio de ser invitado, hace poco más de seis años–, tras escuchar, por primera vez, la lectura de un poema que no había sido escrito ni en español, ni en inglés, ni en alguna otra lengua indoeuropea —por no llamarlas de otro modo—, sino en una lengua indígena, como lo es el aimara[1], ya me encontraba a medio camino entre ambas, con tanta más curiosidad por la única de ellas que se escribe con diéresis.

En cualquier caso ‒punto y aparte con el motivo que, en particular, nos haya traído a cada uno de nosotros hasta aquí‒, el hecho sigue siendo el mismo: bien por fortuna, bien por desgracia ‒ya lo anotó Schwob (2012: 53), “quizás ocurre que el espíritu no madura sino por la pena, y que la imaginación necesita asimismo la excitación del dolor para desplegarse”‒, un buen día decidí estudiar lingüística, y algo de esto es lo que hoy me dispongo a contarles.

Como es bien sabido por todos nosotros ‒y, si lo estiramos, también por nuestros más cercanos‒, no son pocos los berenjenales que uno debe atravesar para darse el pernicioso lujo de hacerse llamar lingüista; no hablemos, ya, de conseguir el título que lo acredite. De hecho, tan es así que, para quienes no lo saben, cuando uno se convence de que lo mejor que podría pasarle en la vida es cursar una licenciatura en lingüística ‒si adultero el testimonio, que me denuncien‒, las más de las veces, no tiene ni la más remota idea de con qué diablos se come.

Así y todo, una vez que uno eligió embarcarse en ese largo periplo de (mínimo) cuatro años, que suele ir desde la gramática del español, hasta la filosofía del lenguaje ‒y que, tarde o temprano, si la buena fortuna y la “Cuarta Transformación” lo permiten, al menos en teoría, debería concretarse en un título y una cédula que, justo es decirlo, por sí mismos, no evitarán que nos asalte la locura o, peor todavía, que nos muramos de hambre‒, ocasionalmente, se le presenta la oportunidad de hacer efectivos sus aún incipientes conocimientos, para internarse en las lenguas vivas, más allá de los muchos cursos y los sesudos manuales de morfosintaxis.

Esta fue la forma en la que a mí me trató el destino y lo que, a su vez, inevitablemente, me orilló a reconocer que ‒parafraseando aquel famoso adagio, acaso muy caprichosamente‒ todos los caminos llevan al náhuatl, al menos en un principio. A pesar de todo, y aunque la última afirmación pareciera investida de cierta dosis de sorna, han de saber ustedes que no lo es, mas que aparentemente, pues, si yo tuviera la oportunidad de volver sobre mis pasos, para retrazar el camino, doble contra sencillo, iría a dar, de nueva cuenta, a San Mateo Almomoloa –o «San Matracas», como yo le digo de cariño–, una comunidad nahua, situada en el municipio de Temascaltepec, Estado de México, donde, desde hace poco más de tres años, documento, codo a codo con la doctora Yolanda Lastra, una lengua que, tristemente, hablan ya muy pocos.[2]

Como se deja entrever de lo último, no puedo negar que es a ella a quien le debo, si no todo, sí mucho de lo que de mí ha sido desde el viernes 1º de septiembre de 2017. Por ejemplo ‒además de estar escribiéndoles esta suerte de testimonio‒, el haber podido acercarme a otras tantas lenguas indígenas como el pame ‒hablada y enclavada en la comunidad de Santa María Acapulco, municipio de Santa Catarina, sobre esa porción de la Sierra Gorda que se extiende hasta el sur del semidesierto potosino‒, el chichimeco jonaz ‒que aún pervive entre la Misión de arriba y la Misión de abajo, en un solar del municipio de San Luis de la Paz, Guanajuato, aunque con grados desiguales de atención y cuidado‒, el cuicateco ‒distribuido a lo largo de la Cañada, en los distritos oaxaqueños de Cuicatlán y Teotitlán del Valle‒ o, incluso, sin irnos tan lejos, el propio matlatzinca ‒avecindado en San Francisco Oxtotilpan, pueblo colindante a nuestro San Mateo, y, por lo mismo, también en el municipio de Temascaltepec, Estado de México, donde, alguna ocasión, el jaleo que distingue a todas las fiestas patronales nos obligó a drenar sendos tarros de pulque‒; incluidos todo ese turismo académico que nuestras visitas suponen y toda esa gastronomía endémica que fortaleció nuestra (nula) tolerancia al picante.

Pero, más allá de todo esto ‒que ya es mucho para deberle a alguien‒, probablemente, por lo que más agradecido voy a sentirme siempre es por haber recibido de ella la formación antropológica que, a pesar de llevarla hasta en el nombre, jamás pudo darme mi alma máter: por demostrarme que cualquier persona ‒hable la(s) lengua(s) que hable‒ vale infinitas veces más que todas las gramáticas o los diccionarios que podrían arrebatársele a su mente; por ser esa mentora que eligió confiar en mí y adoptarme, cuando recién cursaba el quinto semestre.

En suma, con todo y que, posiblemente, estas palabras no salden la deuda que contraje al comprometerme a preparar este texto ‒pues tal parece como si hubiera cobrado vida propia y hubiera elegido nacer al mundo más como un encomio, que como un expediente‒, quizá sí sirvan para liquidar otro de mis tantos saldos pendientes: el de hacer constar de quién aprendí, sobre la base de la experiencia, que, efectivamente, para que cada lengua conserve su canto, con arrojarnos al amor ‒de una buena vez, borrémosle ese “(tal vez)”‒ siempre será suficiente.

Bibliografía

Montalbetti, Mario (2014), Cualquier hombre es una isla. Ensayos y pretextos, México, Fondo de Cultura Económica.

Saer, Juan José (2016), El concepto de ficción, Barcelona, Rayo Verde Editorial.

Schwob, Marcel (2012), El deseo de lo único. Teoría de la ficción, Madrid, Editorial Páginas de Espuma.

  1. Cf. https://bdpi.cultura.gob.pe/pueblos/aimara.
  2. Cf. http://www.microrregiones.gob.mx/catloc/contenido.aspx?refnac=150860031.