Alberto Diaz Cayeros [1]
Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Stanford
Entrada a la Casa de la Universidad de California en México. Foto: Alejandro Bátiz (octubre 2022)
Dos centenas de colegas, estudiosas y activistas de toda América Latina nos hemos encontrado por tres días, compartiendo palabra. El pasado 28 al 30 de octubre, la sección organizada sobre Etnicidad, Raza y Pueblos Indígenas (ERIP, por sus siglas en inglés) de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) se reunió en la Ciudad de México, en un espacio hermoso del sur de la Ciudad, en los confines entre Chimalistac y San Ángel, en los jardines y salones de la Casa de la Universidad de California.
En sus orígenes prehispánicos el pueblo de lo que hoy conocemos como San Ángel se llamaba Tenanitla, que ha sido generalmente traducido como “junto a la muralla de piedra”. Esta es la traducción que ofrece, por ejemplo, Antonio Peñafiel (1885), una de las grandes autoridades en el tema de la toponimia mexicana, transcribiendo fonéticamente a nuestro alfabeto el pueblo como Tenantitla. En el libro Apuntes para la Historia de San Angel y sus Alrededores de Francisco Fernández del Castillo (1913), se presenta quizá la historia más detallada del barrio, ofreciendo una etimología alternativa, probablemente más precisa, del significado del nombre de este lugar. Esa etimología se atribuye a un hablante de lengua mexicana o náhuatl, quien le dice al autor que es más bien una combinación de tetl, piedra, nantli, madre, y tlan junto, o sea, el lugar “junto a la piedra madre” – Tetlenantlitlan.
Me detengo en esta distinción etimológica porque debemos recordar que la escritura nahua no se basaba en letras, sino en una combinación de símbolos ideográficos y partículas fonéticas, como sucede en los escritos mayas. La forma como lograron ser descifrados los glifos mayas, hace tan sólo unas cuantas décadas, fue mediante el reconocimiento de que los hablantes mayas que sobreviven hoy en día eran probablemente los depositarios de la clave para identificar los elementos fonéticos completamente incomprensibles para los estudiosos de Norteamérica y Europa. Sólo mediante el conocimiento de los pueblos originarios fue que se logró romper el código, como se intitula el libro ya clásico de Michael Coe (2012).
En el caso del idioma náhuatl, Gordon Whittaker (2021) nos ofrece una interpretación de los glifos “aztecas” que enfatiza la creatividad y flexibilidad con que los tlacuilos, escritores y pintores del pasado prehispánico, utilizaban un lenguaje gráfico convencional, pero al mismo tiempo, imprimían su propia poesía el crear símbolos que reforzaban significados a través de partículas fonéticas. Un europeo difícilmente lograba entender la sofisticación de ese lenguaje pictórico poético, por lo que se agregaban en los escritos del siglo XVI glosas en castellano, que eran inútiles para los sabios indígenas, y no lograban con frecuencia reflejar los matices del glifo transcrito. Los tlacuilos, cabe resaltar, sobrevivieron en su oficio como los escritores y pintores de la era colonial que elaboraron precisamente esos códices y mapas (pinturas, como ellos los llamaban) que nos han legado la mayor parte del conocimiento sobre la historia de los pueblos originarios, contada por ellos mismos, y no selectivamente narrada por los frailes europeos o los administradores coloniales.[2]
Las murallas eran elementos arquitectónicos que los antiguos mexicanos edificaban en sus ciudades, como medidas defensivas de su altépetl, o ciudad-estado, para protegerse militarmente de sus enemigos. Pero la referencia a la piedra-madre es mucho más atinada para describir las características de la tierra fértil e irrigada por el Rio Atlitic, “lugar donde abunda el agua” en la zona de lo que es hoy Chimalistac, San Ángel y Tizapán. Se trata de una zona característica por su abundante vegetación, contrastando con los pedregales, la lava petrificada arrojada por el volcán Xitle. Esos pedregales fueron sitio de peregrinación de los Mexica, antes de la fundación de su gran ciudad de Tenochtitlan en 1325. En ese lugar agreste e inhóspito, curtirían sus pieles y perfeccionarían sus artes de guerra para convertirse primero en hábiles mercenarios de los señoríos del Valle lacustre, y luego volverse ellos mismos en señores, conquistadores de un vasto imperio que habrían de encontrar los españoles en 1521.
El Río Atlitic, que hoy se conoce como Magdalena, es de las pocas corrientes fluviales que aún se pueden ver en la Ciudad de México, en lo que fue en sus orígenes un complejo sistema hidrológico en una cuenca cerrada con lagos y ríos corriendo de las montañas con bosques que la circundan. El rio es fundamental para entender por qué el barrio de Chimalistac tiene puentes de piedra que cruzaban distintos canales que irrigaban las huertas del convento fundado por los Carmelitas. Pero las aguas se pueden ver en diferentes lugares incluyendo el bosque de Los Dínamos, la zona de Luis Cabrera junto al Periférico que tiene generalmente un lastimoso aspecto, y el puente de Panzacola, a la entrada del Camino Real que unía San Angel con Coyoacán, que hoy es Francisco Sosa. El rio tiene ahí un aspecto encantador, continuando en las márgenes de los Viveros donde todas las mañanas se encuentran residentes de todos los giros de la vida haciendo ejercicio. Pero su hedor y el color café, así como la espuma que se forma en las caídas de agua delata su grado de contaminación. Recuerdo ese olor desde que era pequeño, que no ha cambiado después de décadas de caminar por ese puente.
Pero regresando al barrio de San Ángel, los religiosos Carmelitas pudieron aprovechar las aguas para regar sus productivas huertas, seguramente trabajadas por manos de pobladores originarios. Las aguas de la zona poco después la convertirían en un lugar atractivo para el establecimiento de obrajes textiles que usaban la energía del rio con sus batanes. Pero la energía mas importante para producir telas en San Ángel provenía de las personas traídas a la Nueva España, en contra de su voluntad, de tierras africanas. Personas negras esclavizadas, cuyos descendientes apenas empiezan a ser reconocidos como tales en el último censo. Tiempo después habría en la zona también una fabrica de papel en Loreto y otras fábricas en la zona de Tizapán, lo cual configuró una población obrera producto de la incipiente industrialización. Los obreros de Tizapán siguen presentes en el barrio. Esto lo pude constatar al ver que fueron ellos los que prepararon el Altar de Muertos que se podía visitar durante nuestra conferencia en el Convento del Carmen.
Los turistas van a San Ángel todos los sábados al Bazar del Sábado a comprar artesanías producidas por los pueblos originarios de México. Rodeados de mansiones del final de la era colonial y el Porfiriato, me da la impresión que los visitantes al Bazar rara vez se preguntan sobre que conexión existe entre los pobladores originarios de esta zona de la ciudad y quienes producen y venden los objetos que están comprando.
Podrían simplemente caminar un par de cuadras más, hacia el mercado de San Ángel, para conocer a los descendientes de esos pobladores. El mercado tiene la factura típica de cualquier pueblo o barrio en México. Los pasillos ordenan los puestos dependiendo de sus productos, en la misma manera como el majestuoso Tianguis de Tlatelolco en la era prehispánica. Está rodeado de negocios donde se puede conseguir cualquier articulo doméstico, incluyendo ropa, telas, ferretería y tlapalería, papelería o electrónicos. Y en los portales del mercado se puede admirar un mural realizado por sus pobladores, que narra las luchas, durante siglos, por la autonomía, la tierra, el control de sus recursos y su propio destino. Los pobladores originarios de San Ángel no se han ido ni han desaparecido.[3]
Durante la conferencia de ERIP, en un espacio estilo californiano, junto a un monumento fascista a Álvaro Obregón, alrededor de casonas y mansiones en Chimalistac y San Ángel que resumen algunas de las contradicciones más agudas del mundo en que vivimos, se alzaron las voces de quienes con frecuencia han sido silenciados por los poderosos. El poder de un discurso alternativo se expresó en musica, poesía, lectura, comunicado, poster, trabajo académico (y hasta danza, en torno al triunfo electoral de Lula en Brasil). Para quienes escuchamos pudimos imaginar un futuro posible, en que las voces de los pueblos originarios y los afrodescendientes no son ecos de un pasado distante, ni susurros opacados por la cacofonía del estado nacional que les ha negado el reconocimiento. Los pueblos originarios de toda la América, así como los pueblos de los descendientes de quienes fueron traídos en contra de su voluntad a estas tierras lejanas, nunca se fueron ni han desaparecido.
Bibliografía
Coe, Michael Douglas (2012), Breaking the Maya code, London, Thames & Hudson.
Boone, Elizabeth Hill (2020), Descendants of Aztec Pictography: the Cultural Encyclopedias of Sixteenth Century Mexico, Austin, University of Texas Press.
Fernández del Castillo, Francisco (1913), Apuntes para la historia de San Ángel (San Jacinto Tenanitla) y sus alrededores: Tradiciones, historia, leyendas, México, Imprenta del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología.
Mundy, Barbara E. (2018), La muerte de Tenochtitlan, la vida de México, México, Grano de Sal.
Peñafiel, Antonio (1885), Nombres Geográficos de México, México, Oficina Tip de la Secretaría de Fomento.
Whittaker, Gordon (2021), Deciphering Aztec Hieroglyphs: A Guide to Nahuatl Writing, Oakland, University of California Press.
[1] albertod@stanford.edu Twitter: @diazcayeros https://medium.com/@adiazcayeros
[2] Para entender algunos de los textos fundamentales, véase el hermoso libro reciente de Boone (2020).
[3] Quizá el texto que ofrece la mirada más innovadora y fresca sobre cómo leer y ver los textos indígenas y descubrir sus legados en el México contemporáneo es el de Mundy (2018).