Hiroko Asakura[1]
CIESAS Ciudad de México
Casa del Migrante, Saltillo, Coahuila. Foto: Hiroko Asakura.
Introducción
La movilidad es inherente a los seres humanos. Trasladarse de un lugar a otro en busca de mejores condiciones de vida es una práctica tan antigua como la humanidad. Ha persistido a lo largo de los siglos y se ha enriquecido notoriamente. La riqueza cultural de la diversidad humana se expresa diáfanamente en la migración. En la actualidad, por el proceso ya consolidado de globalización y el notorio desarrollo de tecnologías en los medios de comunicación y los transportes, nos hemos acostumbrado a una circulación cada vez más fácil y accesible por el mundo, al menos –hay que reiterarlo– en lo que se refiere estrictamente a las tecnologías. Es casi un lugar común decir que las mercancías y los capitales viajan con mucho menos restricciones que los seres humanos. El grado de movilidad de cada persona depende de las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales de su entorno. En un contexto de dificultades variadas y fronteras endurecidas por las políticas migratorias, surgió de manera inesperada y se expandió con rapidez, en todo el mundo, la pandemia por el Covid-19. Este fenómeno nos colocó en un estado de inmovilidad obligatorio. El mandato era claro: quédate en casa. Sin embargo, si dirigimos la mirada hacia la situación de algunos grupos poblacionales –por ejemplo, migrantes de México o Centroamérica sin documentos– podemos advertir que su libertad de circulación ha sido trastocada siempre por las circunstancias económicas y políticas, principalmente de los países de destino. Las restricciones impuestas por las políticas migratorias son más severas que las derivadas de la pandemia.
En las últimas dos décadas, las condiciones migratorias del mundo se han transformado drásticamente. A partir del ataque del 11 de septiembre de 2001, las políticas migratorias –principal pero no exclusivamente en Estados Unidos– viraron hacia la llamada “securitización”, que en la práctica se tradujo en la militarización de las fronteras para impedir la entrada de “extraños/as”. En algunas rutas migratorias, como las que traza la población migrante que atraviesa el territorio mexicano, el grado de violencia que enfrentan las personas que se desplazan hacia el norte se ha incrementado exponencialmente y la vida cotidiana está saturada de riesgos intensos y diversificados. Al buscar la “invisibilidad”, la población migrante toma las rutas más escabrosas, como las montañas y los desiertos sin senderos para el tránsito humano.
Estas condiciones en el camino y el cruce de las fronteras geopolíticas entre los Estados-nación han provocado el surgimiento de otras formas de desplazamiento, como las caravanas. Todavía está vigente la vívida imagen de miles de personas que en octubre de 2018 caminaban por el territorio mexicano; habían salido de San Pedro de Sula, Honduras, y caminaban hacia Estados Unidos. La caravana ofrece una forma de moverse más segura: sin coyotes y a la luz del día. Los contingentes ostentan la visibilidad de seres humanos, con derechos fundamentales y nada que esconder. Son personas desesperadas por salir de la pobreza y huir de la violencia en sus lugares de origen. La búsqueda, al cruzar varias fronteras, es algo tan simple –¡y tan complejo!– como una vida digna. En este colectivo, la presencia de mujeres y la población infantil ha sido notoria: madres que empujaban con una mano la carriola del bebé y con la otra sostenían a otro niño o niña, mujeres jóvenes y adultas que ayudaban a estas madres para cargar las pocas pertenencias que llevaban, otras más que cuidaban a hombres y mujeres enfermas o lesionadas por una larga caminata. En pocas palabras, todas las mujeres se convertían en cuidadoras; todas cumplían “natural” y cabalmente el papel histórico y socialmente asignado al género femenino. Tareas de cuidado. El ser para otros.
Importancia de estudiar a las mujeres en el contexto de la (in)movilidad
Las mujeres siempre han participado en la migración, pero el reconocimiento de su presencia y su papel protagónico llevó varias décadas de trabajo y esfuerzo por parte de las investigadoras. Este proceso ha corrido en paralelo con el desarrollo de los estudios de género. Existen excelentes revisiones de la literatura especializada sobre la migración femenina tanto en el contexto internacional como en el contexto mexicano (Ariza, 2000, 2007; Hondagneu-Sotelo, 2003, 2007; Pessar, 2003; Mahler y Pessar, 2006; Szasz, 1999). Algunas autoras encuentran tres etapas en el desarrollo de los estudios sobre la migración femenina, aunque no coinciden exactamente sobre la periodización de este proceso (Ariza, 2000, 2007; Hondagneu Sotelo, 2003, 2007). La primera fase corresponde a la etapa del surgimiento (Ariza, 2007) para visibilizar e incluir (Hondagneu-Sotelo, 2003, 2007) a las mujeres en los estudios migratorios; se sitúa desde inicios de la década de 1970 hasta mediados de 1980. Aquí las mujeres son consideradas como acompañantes de los migrantes varones, principalmente esposos o padres. La segunda fase es considerada como de consolidación (Ariza, 2007), también denominada género y migración (Hondagneu-Sotelo, 2003, 2007) y abarca la segunda mitad de los años ochenta y principios de la década de los noventa. En este periodo, se reconoció claramente al género como un elemento constitutivo de la migración; entonces fue posible avanzar en los esfuerzos para teorizar y construir metodologías pertinentes a fin de analizar tanto los procesos migratorios llevados a cabo por las mujeres como el impacto de la migración en su vida y sus relaciones sociales. La tercera fase corresponde a la etapa de renovación (Ariza, 2007); se diversifican los objetos de estudio y los enfoques tanto teóricos como metodológicos, gracias, en buena parte, al surgimiento del enfoque transnacional en el campo de estudio de la migración. Esta tercera fase se inicia en la segunda mitad de los años noventa y sigue vigente, con una gran variedad de temáticas relacionadas con la migración femenina: el retorno, la deportación, la situación de espera en el proceso de solicitud de refugio o asilo, el atrapamiento en distintos lugares del trayecto, etcétera.
En el campo de estudios sobre género y migración, existen diferentes opiniones sobre la definición del objeto de estudio. Por un lado, hay posturas que acusan la ausencia de estudios comparativos entre las experiencias migratorias femeninas y masculinas (Hondagneu-Sotelo, 2007), así como la falta de estudios sobre los migrantes varones con un enfoque de género (Ariza, 2007); por otra parte, existe un posicionamiento que justifica la validez de estudios enfocados únicamente en las mujeres (Parreñas, 2009). La postura de Parreñas es muy clara: “el estudio de género no es necesariamente una práctica feminista en sí si no subraya el hecho de que el género es una relación de desigualdad” (2009: 2, traducción propia). A partir de este planteamiento, es posible subrayar la necesidad de realizar estudios feministas sobre la migración y la (in)movilidad. Más allá de considerar exclusivamente a las mujeres o incluir a los varones, el enfoque implica, necesariamente, documentar las desigualdades de género que permean estos procesos en toda su extensión.
En el nivel macroestructural, las corrientes migratorias que constituyen las mujeres están determinadas, principalmente, por los mercados laborales, incluyendo la economía informal y aún algunas actividades ilícitas. La necesidad de mano de obra para la reproducción de las familias de clase media y alta en el Norte global produce continuos flujos de mujeres del Sur global, que buscan insertarse en ese mercado como empleadas domésticas, cuidadoras y enfermeras (Parreñas 2001, Hondagneu-Sotelo, 1994, 2007[2001], entre otros). En aquellos países que generan divisas a través del turismo sexual, las mujeres se desplazan desde otras localidades o incluso desde otros países, con la esperanza de conocer algún cliente extranjero con quien puedan formalizar una relación y salir así de su vida miserable (Brennan, 1998).
El comercio sexual en sus distintas variantes –elaboración de pornografía, strip tease, table dance, servicios sexuales específicos en la calle, estéticas o antros– está muy relacionado con la trata de personas con fines de explotación sexual, cuyas víctimas son casi exclusivamente mujeres y niñas. Adolescentes y jóvenes suelen ser engañadas con distintas estrategias; un cambio de vida o una falsa promesa de empleo ejercen una enorme atracción en personas cuyos derechos básicos han sido sistemáticamente vulnerados. Trabajos de limpieza en casas o comercios, cuidado de infantes o de personas enfermas o ancianas ocupan los primeros lugares en la lista de mentiras. Las mujeres saben que hay numerosas mujeres latinoamericanas desempeñando esas actividades en otros países; las promesas son reales en muchos casos y en muchos otros son simplemente la puerta de entrada al horror. El siguiente paso es el traslado a otros lugares, dentro y fuera del país, para atender a numerosos clientes –veinte en promedio– en condiciones que se han definido como esclavitud moderna. En realidad, es la esclavitud de siempre (Torres, 2019). En ocasiones, las mujeres ya han emprendido el traslado por su cuenta, siguiendo el sueño de llegar al país de las oportunidades, cuando son enganchadas por una red de tratantes de personas.
Como puede verse, hay una movilidad femenina específica, que se desarrolla en circuitos constituidos a la sombra de la globalización formal y que frecuentemente utiliza las mismas infraestructuras. A este fenómeno, Sassen (2003) lo ha denominado contrageografías de la globalización.
Todas estas corrientes migratorias y las condiciones de las actividades realizadas por las mujeres están determinadas por las desigualdades de género. Persiste una división del trabajo que asigna a las mujeres actividades relacionadas con la reproducción (en la casa, el trayecto migratorio y el lugar de destino), produce la segmentación de los mercados laborales, la división internacional del trabajo reproductivo (Parreñas, 2001) y las cadenas globales de cuidado (Hoshschild, 2000). Además, la devaluación histórica del trabajo femenino se refleja en el nivel salarial que ellas pueden obtener a través de su labor. Por otro lado, las ideas y las prácticas persistentes de reducir a las mujeres al aspecto sexual para satisfacer el deseo masculino contribuyen a variadas formas del cuerpo. Estas desigualdades producidas por las condiciones de género están reflejadas en los tipos de flujos y las actividades que realizan las mujeres migrantes.
Nuevos escenarios migratorios para el ejercicio de la maternidad
Uno de los temas que ha llamado la atención en los estudios sobre la migración femenina es el papel que desempeñan las mujeres migrantes como cuidadoras. Ya se mencionó que cuidan a su prole, pero también a otros infantes, a personas enfermas o simplemente agobiadas. Entre las actividades de cuidado, destaca el sitio central que ocupa la maternidad. No es una cuestión meramente biológica, sino una construcción social e histórica, que involucra numerosas actividades y cuyos significados y prácticas varían según la época y el espacio. Sin embargo, en muchas sociedades –pasadas y presentes–, la responsabilidad de la crianza y la educación de la prole se han asignado casi exclusivamente a las mujeres. Aunque empiezan a observarse algunos cambios en la época actual, en el imaginario social pervive la imagen de la madre dedicada, sacrificada incluso por sus hijos e hijas.
El proceso migratorio obliga a modificar las prácticas de la maternidad, debido a la separación geográfica entre la madre y la prole. El cuidado material y afectivo tiene que realizarse a distancia. Hondagneu-Sotelo y Ávila (1997) acuñaron el concepto de maternidad transnacional para denominar esta forma de maternidad que se ejerce a través de las fronteras, a miles de kilómetros de distancia de sus lugares de origen. Estos cambios en las prácticas de la maternidad paulatinamente van transformando las dimensiones simbólica y subjetiva; mientras las madres migrantes buscan y practican nuevas formas de ejercer la maternidad –diferente a la tradicional, socialmente aceptada– tienen que lidiar con el estigma, la culpa y las críticas familiares y sociales. Por eso, estas autoras señalan que la maternidad transnacional es la odisea transformativa de género.
En México, desde finales de los años noventa hasta principios de 2000, el centro de atención de la maternidad transnacional se encontraba en las migrantes mexicanas en Estados Unidos, que dejaban a sus hijos en sus lugares de origen para buscar los medios de subsistencia familiar (Mummert, 2005, 2010). Sin embargo, a medida que México se ha ido convirtiendo en un lugar cada vez más fuerte tanto de tránsito como de destino, se han enfocado las migrantes centroamericanas, que han ejercido la maternidad a distancia en distintos espacios geográficos dentro del territorio mexicano, fueran estos lugares de destino planeados o no. Por ejemplo, las madres centroamericanas que residían en el área metropolitana de Monterrey (Nuevo León), a pesar de que su residencia en esa ciudad no era lo esperado –la mayoría planeaba llegar en algún momento a Estados Unidos–, encontraban ciertas ventajas de vivir en México para cumplir su rol de madres: relativa cercanía geográfica con sus lugares de origen, lo que les permitía visitar a su prole, así como cierta facilidad para obtener la estancia legal y, en consecuencia, realizar la reunificación familiar en algún momento cercano (Asakura, 2014). El estudio sobre el ejercicio de la maternidad de las mujeres centroamericanas en la frontera sur de México muestra la complejidad de mantener los lazos entre la madre y sus vástagos con las fronteras por medio.
Cualquiera que sea el caso, la maternidad de las mujeres que migran se explica desde distintos frentes, mismos que rompen con la lógica de la naturalización del vínculo y de la co-residencia… existen casos en que las relaciones con las y los hijos se suspenden, se prolongan, se reinventan o incluso se rompen (Villanueva, 2015: 176).
Por otro lado, las políticas migratorias implementadas por Estados Unidos a partir de su propia concepción de seguridad nacional han fragmentado las familias de migrantes con las prácticas de deportación. Esto ha obligado a algunas mujeres a continuar ejerciendo su maternidad a través de la frontera, ahora en dirección inversa: desde el Sur hacia el Norte. Traer a sus hijos/as o dejarlos en Estados Unidos depende de las redes construidas previamente a la deportación. Estas madres deportadas experimentan un sentimiento de pérdida y también de culpa, al ser separadas abruptamente de su prole y no poder sostener una comunicación fluida ni proveer económicamente (Buenrostro, 2014). Además, cualquiera que sea su decisión –mandar a traer a su prole o dejarlos al cuidado de alguien más en Estados Unidos–, ellas experimentan siempre ambivalencia. Tal vez sería más preciso decir que se sienten abrumadas por las dudas.
Como ya se señaló, una consecuencia importante de las políticas de securitización y la militarización de la frontera, junto con el incremento de la violencia en el trayecto es el desplazamiento colectivo: las caravanas de migrantes. Las madres que caminan con sus hijos e hijas tienen que ejercer la maternidad en movimiento en condiciones de precariedad incluso extrema. Por otro lado, la implementación del Protocolo de Protección al Migrante (MPP por sus siglas en inglés) o Quédate en México, desde la época de Donald Trump ha obligado a cientos de solicitantes de asilo en Estados Unidos a permanecer en las ciudades fronterizas en el norte de México. Hay familias que han construido su “hogar” con los materiales mínimos dentro de distintos campamentos, aunque el más grande en Tijuana se acaba de desalojar,[2] al trasladar a cientos de personas a distintos albergues. En estas condiciones, las mujeres siguen cumpliendo con su rol de madres al ejercer la maternidad en espera.
A modo de conclusión
Las mujeres han sido destinadas, históricamente, a ser para otros (Lagarde, 2005). Cualquiera que sea la posición que ocupen dentro de la familia o en la sociedad, la responsabilidad de las tareas de cuidado en general y la práctica de la maternidad en especial sigue recayendo en los hombros de las mujeres. En el campo de la migración, las mujeres han constituido corrientes específicas, básicamente para cumplir con ese rol de cuidadoras. En pocas palabras: las mujeres migran por sus hijos. Sus caminos no han sido fáciles, ya que han tenido que ir, como los salmones, nadando a contracorriente de las prácticas y representaciones sociales de la feminidad, que les exigen ser guardianas del hogar y cuidar siempre a otros/as integrantes de la familia. Las necesidades económicas, sociales y personales han impulsado a las mujeres a salir en busca de pan y muchas veces también de paz no sólo fuera del ámbito doméstico sino más allá de las fronteras nacionales. Con su trabajo cotidiano y el esfuerzo desplegado de sol a sol han sostenido a sus familias. Además, con el envío sistemático de las remesas han contribuido a la economía de sus países de origen. Literalmente, sólo las mujeres pueden “sembrar” la vida en este mundo. La tarea de cuidar “la cosecha” y hacer de las nuevas generaciones gente de bien debe corresponder a hombres y mujeres por igual. Si las tareas de cuidado se comparten, hay múltiples y variados beneficios. En primer lugar, las y los infantes tienen más y mejores posibilidades de desarrollo y la seguridad básica de contar con su padre y con su madre. Los hombres que participan de las tareas de cuidado obtienen grandes aprendizajes y satisfacciones. Además, es la única forma de contribuir a erradicar las desigualdades de género. Las mujeres han demostrado que pueden salir de la casa a trabajar y ser proveedoras principales o únicas. Esta tarea, tradicionalmente masculina, ahora es compartida. En pleno siglo XXI, hay que asumir que la responsabilidad del cuidado corresponde a la sociedad entera.
Bibliografía
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- Profesora-investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), Ciudad de México. Correo electrónico: asakura@ciesas.edu.mx. ↑
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Autoridades locales desplegaron el domingo 6 de febrero un operativo para desalojar a unos 380 migrantes mexicanos y centroamericanos agrupados en un campamento en el campamento de El Chaparral en la ciudad de Tijuana (Proceso, 6 de febrero de 2022). ↑