Edgar Allan Lara Paredes[1]
Museo Virtual Anáhuac
La Cuenca de México ha sido históricamente un territorio modelado por el agua y sus habitantes. En la época prehispánica, los pueblos desarrollaron un sistema lacustre basado en la adaptación y el uso sostenible del recurso, mediante chinampas, canales y manantiales. Sin embargo, con la llegada de los españoles y el inicio del drenaje, comenzó un proceso de transformación radical que continuó con la modernización urbana. La gestión del agua pasó de ser una práctica de convivencia a un intento de control absoluto, con consecuencias ambientales y sociales que hoy persisten.
Este texto analiza la transformación del paisaje lacustre en un sistema de desagüe, en el que el agua es expulsada de la cuenca y convertida en un problema más que en un recurso. Casos como Texcoco, Xochimilco y Chapultepec muestran los efectos de la sobreexplotación de acuíferos y la contaminación, evidenciando un modelo de desarrollo que ha fragmentado los ecosistemas acuáticos.
Las imágenes que acompañan este texto, tomadas por diversos autores de este número de Ichan Tecolotl, capturan las huellas de esta crisis: ríos convertidos en drenajes, chinampas en peligro y cuerpos de agua atrapados entre la modernidad y el abandono. Estas imágenes tienen gran importancia para apreciar las problemáticas hidrosociales de nuestra cuenca.
Nuestra casa, nuestro altépetl
Durante siglos, la Cuenca de México fue un universo entretejido por canales, manantiales y chinampas, donde el agua no se poseía, sino que se compartía. Los pueblos aprendieron a leer sus ciclos, a sembrar sobre su lodo fértil, a construir ciudades flotantes que parecían danzar con la corriente.
Pero el agua, que antes daba vida, se convirtió en problema. Primero, con los españoles, que no entendieron su naturaleza y comenzaron a drenarla. Luego, con los ingenieros del progreso, que creyeron que una ciudad sobre un lago podía sostenerse secando su propia alma. Así nacieron los canales de desagüe, los emisores profundos, las presas que dominaban el caudal, pero que también lo desplazaban lejos, hacia tierras que nunca pidieron recibirlo.
Hoy, la Ciudad de México sigue cargando esa historia en su subsuelo agrietado, en su dependencia de aguas que viajan desde lejos, en sus inundaciones anunciadas y sus sequías crecientes. La lucha por el agua es también una lucha por la memoria: recordar lo que fuimos para entender lo que aún podemos ser.
Texcoco es de nuestros últimos suspiros de un sistema vivo, el punto más bajo de la cuenca donde el agua encuentra su descanso. Pero en lugar de convivir con ella, decidimos cubrirla de cemento, enterrarla bajo aeropuertos fallidos y megaproyectos truncos.
El agua que un día nos rodeó, hoy nos evade. La extraemos del subsuelo hasta su agotamiento, traemos líquido desde cuencas lejanas, mientras la lluvia que podría salvarnos se pierde en drenajes que la expulsan como si fuera un desperdicio.[2]
Fotografía 1 (FALTA CRÉDITO)
Pero el agua no desaparece, solo cambia de rostro. Lo que antes era un lago ahora es un laberinto de drenajes, canales olvidados y ríos convertidos en cloacas. En el norte de la cuenca, el Gran Canal y el río de los Remedios no reflejan el cielo, sino la sombra de una ciudad que expulsa lo que no quiere ver. El agua negra avanza sigilosa, mezclando residuos domésticos con desechos industriales, arrastrando historias de abandono y contaminación.
Estos paisajes desagradables son el reverso de nuestra modernidad. Infraestructuras que prometieron evitar inundaciones, pero que, en su afán de controlar el agua, solo la desplazaron, sumiendo en el desastre a quienes habitan sus márgenes.[3]
El agua expulsada de la cuenca no se disuelve en el olvido, solo encuentra nuevos cauces para cobrar su deuda. En septiembre de 2021, el río Tula se convirtió en una sentencia. Lo que alguna vez fue un afluente natural, hoy es un drenaje disfrazado de río, una arteria por donde corre la miseria de una ciudad que no sabe qué hacer con su agua sucia. Cuando las compuertas del sistema de emisores se abrieron, el agua arrasó con casas, cosechas y vidas, mientras las autoridades culparon a la lluvia.
Pero no fue la tormenta la que inundó Tula, sino un modelo de gestión que, en su afán de salvar a la capital, condena a los que están fuera de ella. El agua, que aquí es desecho, allá se vuelve catástrofe. Las imágenes del hospital anegado, de los pacientes atrapados en un torrente que nunca debió estar ahí, son la prueba de una paradoja cruel: en el altépetl seco, el agua siempre encuentra víctimas, pero nunca responsables.[4]
El agua que inunda no solo viene de la lluvia. También viene de las decisiones. Cuando la presa de Zimapán abrió sus compuertas en septiembre de 2021, el torrente arrastró consigo casas, cultivos y vidas. No fue un accidente, sino una medida calculada: liberar presión para evitar el colapso de la cortina. En teoría, era una decisión para proteger; en la práctica, condenó a cientos de familias en Hidalgo, Querétaro y San Luis Potosí a perderlo todo en cuestión de horas.
Fotografía 2 (FALTA CRÉDITO)
El río Moctezuma, alimentado por los desechos de la Ciudad de México y convertido en canal de escape para los excesos del sistema, se desbordó sin aviso suficiente, sin rutas de evacuación claras. El agua, que aquí es desecho y allá es amenaza, nunca es equitativa en su violencia.[5]
Cada compuerta abierta es una historia de desplazamiento. Cada metro cúbico liberado es un recordatorio de que la gestión hídrica en México no busca equilibrio, sino control. Control sobre el agua y control sobre quién debe pagar por sus excesos.
Mientras en Tula y Zimapán el agua arrasa con todo a su paso, en Xochimilco se escurre lentamente, perdiéndose entre canales cada vez más angostos. Aquí, el agua es otra cosa: es obstáculo, es recurso, es espectáculo. En Cuemanco, la trajinera aún avanza con el esfuerzo del remero, pero el paisaje ya no es el mismo. Las chinampas que antes alimentaban a la ciudad ahora son atracciones turísticas; la tierra fértil ha sido reemplazada por restaurantes flotantes y experiencias para visitantes que buscan una postal de lo que fue.
Fotografía 3. Pescador. Carlos Huitzil, 2023
Xochimilco no es solo escenario, es un territorio en disputa. Mientras el discurso oficial lo vende como un santuario ecológico, el agua que lo sostiene se llena de residuos y contaminantes. El equilibrio es frágil: los productores se aferran a técnicas ancestrales para sembrar, mientras a su alrededor las motonaves ensucian las aguas y debilitan las orillas de las chinampas. Cada ciclo agrícola es un acto de resistencia, un intento de mantener viva la relación entre el agua y la tierra, entre el pasado y un presente que insiste en devorarlo todo.[6]
El agua de Xochimilco ya no es transparente. Se ve negra, densa, cargada de sedimentos y químicos que nadie puede nombrar del todo. El agua no solo se ve negra, huele a motores de trajineras modificadas, a aceites industriales que se filtran entre las raíces de los ahuejotes. El agua aquí ya no es solo agua: es un archivo de todo lo que se ha derramado en ella, un testimonio de siglos de abandono y explotación.
El paisaje lacustre resiste, pero sufre. En los ajolotarios, los filtros intentan detener lo que el agua arrastra: plásticos, agroquímicos, residuos que bajan desde el Cerro de la Estrella. Las chinampas siguen ahí, pero su tierra ya no es la misma. El agua que las nutre es la misma que las pudre. Los chinamperos lo saben: la contaminación no solo mata cultivos y ahuyenta peces, también transforma la forma en que la gente entiende este territorio. Lo que antes era un lago sagrado ahora es un problema que se quiere entubar, drenar o convertir en atracción turística.[7]
Fotografía 4. Lago seco. Carlos Huitzil, 2023
Pero hay quienes aún recuerdan cuando el agua era sagrada, cuando el río y los manantiales eran seres vivos con voluntad propia. En San Luis Tlaxialtemalco, las historias de los Encantos y la Sirena siguen vivas, como un eco de lo que fue y de lo que aún puede perderse. No son solo cuentos antiguos: son advertencias. Dicen que los Encantos custodiaban el agua, que para construir una casa o abrir un canal había que pedirles permiso, dejarles ofrendas. Ahora, el agua ya no responde a los llamados, ya no obedece los ciclos que los abuelos conocían.
La Sirena, cuentan, no se la llevó por capricho. Se la llevaron las tuberías, los cárcamos, el acueducto que desde hace más de un siglo extrae el agua del pueblo para abastecer a la ciudad. Se la llevaron los proyectos de urbanización que han secado los ojos de agua. En el Comité del Agua, las mujeres que pelean cada día por su distribución lo saben bien: la sequía no es solo climática, es política. Y mientras las compuertas sigan abiertas hacia otros territorios, la Sirena se seguirá robando el agua, dejando solo sed en su lugar.[8]
Fotografía 5. Heridas del acueducto. Carlos Huiztil, 2024
La Sirena robó el agua de San Luis Tlaxialtemalco, pero en Chapultepec no hubo necesidad de encantamientos: aquí, el agua fue domesticada. Donde antes brotaban manantiales y corrían riachuelos que abastecían a la ciudad, hoy quedan lagos artificiales, alimentados por sistemas de bombeo que los mantienen vivos a medias. Chapultepec, el antiguo bosque sagrado de los mexicas, es ahora un espejo roto de lo que fue. El agua que alguna vez fluyó libremente, que sostenía el equilibrio del valle, hoy es una postal más del paisaje urbano.
Aunque a pesar de todo, siempre hay hombres y mujeres cabales que se organizan porque son herencia y continuidad de la defensa del agua, porque quieren que ese paisaje no se vuelva un recuerdo y porque no quieren morir viendo agonizar a su lago.
Fotografía 6. Voluntariado para limpiar el lago. Edgar Lara, 2024
Los lagos de Chapultepec fueron diseñados para parecer naturales, pero su esencia ha cambiado. Son agua encerrada, contenida, ajena a los ciclos que antes la regían. En la primera sección del bosque, el agua refleja los rascacielos, los patos que nadan en su superficie no saben que el líquido que los sostiene es bombeado desde otras cuencas. Es un agua que no pertenece, que no fluye. Como el resto de la ciudad, Chapultepec ha olvidado que el agua es movimiento, que no puede ser confinada sin consecuencias.[9]
Reflexiones finales
La historia del agua en la Cuenca de México es la historia de su expulsión, transformación y resistencia. Lo que antes fue un ecosistema vibrante de lagos, ríos y manantiales, hoy se enfrenta a la sobreexplotación, la contaminación y el control absoluto. Desde Texcoco hasta Xochimilco, las huellas del deterioro son visibles: cuerpos de agua drenados, ríos convertidos en cloacas y paisajes despojados de su esencia. Pero el agua no solo se pierde, se transforma en crisis y desplazamiento, afectando a quienes dependen de ella. Las imágenes de este número son un testimonio de esa lucha: un recordatorio de lo que fue y de lo que aún podemos recuperar. La defensa del agua no es solo ambiental, sino social y política. Mientras existan quienes recuerden su valor y exijan su protección, aún queda esperanza de reconciliarnos con nuestra casa, de restaurar los ciclos que alguna vez sostuvieron la vida en esta cuenca.
- edgar_motolinia@hotmail.com ↑
- Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Itzam Pineda. ↑
- Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Ariana Mendoza Fragoso. ↑
- Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Roberto Melville. ↑
- Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Guillermo Boils. ↑
- Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Estefanía Ávalos. ↑
- Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Joanna Korzeniowska. ↑
- Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Fernando Vargas Olvera. ↑
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Véase, en esta edición de Ichan Tecolotl, el artículo de Tatiana Carolina Candelario Galicia. ↑