Mauricio Sánchez Álvarez
Laboratorio Audiovisual-CIESAS
Fotografía: Mauricio Sánchez Álvarez
Recordar es vivir dice el adagio popular (creo). De modo que desempolvar la gratitud que siento hacia la Mixteca Alta, la primera región rural e indígena que conocí en México, unos meses tras llegar de Colombia a cursar la maestría, me regresa a la bisoñez en tantos sentidos. Había conseguido chamba como docente de la Licenciatura en Antropología Social, Sistema Abierto, que la ENAH (donde estudiaba el posgrado) estaba llevando a cabo en Oaxaca. Y en aquel 1983, muy lejos de las clases en línea que son tan comunes a la enseñanza hoy, había que ir cada quince días, y en fin de semana, a sitios y sesiones distintas. Primero, se acudía a la capital del estado, Oaxaca, a una sesión plenaria, con todos los maestros y alumnos, a cargo de los coordinadores de las áreas temática (me parece recordar tres: antropología social, lingüística y ecología social). Y dos semanas después, se viajaba a una región específica para dar clase a los alumnos del lugar en una escuela secundaria desocupada (precisamente porque ocurría en sábados). Y a mí se me asignó la Mixteca Alta, específicamente Tlaxiaco.
De las clases allí recuerdo más bien poco. Hablar, teniendo como base la Historia de la etnología de Ángel Palerm, acerca de la escuela evolucionista o de Radcliffe-Brown ante alumnos que eran maestros de escuela rural hoy se me haría poco menos que ridículo. No por la impertinencia de los temas –como docente uno tiene que saber cómo plantear casi cualquier asunto en clase–, sino porque no tenía en mente el aprendizaje mismo como algo central. Pero fui aprendiendo eso en el camino, a medida que las discusiones recalaban en puntos que hacían clic para los alumnos. Así, se habló de cómo a una alumna le interesaba investigar los efectos del entonces Banrural en las localidades de la región, o que otro había migrado a la Ciudad de México varios años antes y se había empleado como obrero en alguna de las excavaciones del Metro. Me fui aproximando a la idea de que la enseñanza de la antropología debía acercarse a las preocupaciones tanto intelectuales como cotidianas de los alumnos, idea que el tiempo me ha hecho ver más claramente.
Entre el momento que terminaba la clase y el de la partida del autobús (a veces los domingos) siempre había un rato para andar por Tlaxiaco y sus alrededores. Comencé a familiarizarme con esa región templada, de montañas onduladas, suelos rosados y grises superfrágiles y sus bosques de pino y encino, en que vivían agricultores, pastores y madereros, además de hábiles artesanos del barro y la palma, cuyas viviendas sencillas de adobe y techos de teja solían rodear una plaza y una iglesia adustas. El sábado, además, era día de mercado, de modo que la plaza (que dominaba una torre de reloj, si no estoy mal, porfiriana) se llenaba de vendedores de frutas, verduras, ollas de barro y tenates (cestas de palma o plástico). Allí encontré, por cierto, una granada de tierra fría, muy apreciada en Colombia, que allá recibe el nombre de curuba (Passiflora mollissima (Pérez Arbeláez, 1956: 613), de la que me surtía ampliamente para traer a la Ciudad de México.
En algún momento, pensé en que podría realizar allí el trabajo de campo para mi tesis de maestría. Y, aprovechando que uno de los alumnos, el maestro Paulino (quien aparece en una de las fotos, sentado y escribiendo) vivía en el pueblo de San Juan Mixtepec, como a media hora en camión de redilas de Tlaxiaco, pasé varios días en casa de él y su familia. Recuerdo que me impresionó cómo avanzaba la erosión del suelo, así como el mercado semanal, menos concurrido que el de Tlaxiaco, pero con la misma dinámica. Gente que venía de tierras tanto altas como bajas a ofrecer sus productos. Lamentablemente, no proseguí mi labor etnográfica, pero sí volví de nuevo a Mixtepec (que más tarde se volvería escenario de varias investigaciones sobre la migración regional), como parte de un grupo, que el maestro Paulino había invitado con ocasión de la boda de su cuñada, en que, por supuesto, tronaron cohetes.
En otra ocasión, la licenciatura programó una visita del grupo de estudiantes que asistía a clases en Tlaxiaco, junto conmigo y un sociólogo rural (cuyo nombre no recuerdo) a San Andrés Chicahuaxtla, una zona triqui, para realizar una práctica de campo (las imágenes que muestran un paisaje nublado proceden de ese día). Lo cual permitió que el grupo se fogueara describiendo el lugar y entrevistando gente, entre la que se contó el comisario ejidal, acerca de la problemática de tierras en Chicahuaxtla.
Varios años después, volví a Tlaxiaco con un puñado de estudiantes de la Licenciatura en Etnología de la ENAH, a realizar prácticas de campo. Recorrimos el pueblo y sus alrededores, visitando alfareros y aserraderos, y también un lugar que nos dejó desolados por lo pelados de sus suelos: Magdalena Peñasco.
Desde entonces, la Mixteca ha sido sólo memoria. Pero una muy peculiar, porque casi puedo decir que fue el lugar en que varias cosas me ocurrieron por primera vez en México. Y suele ocurrir que las primeras veces difícilmente se olvidan.
Referencia
Pérez Arbeláez, Enrique (1956), Plantas útiles de Colombia, Sucesores de Rivadeneyra Madrid y Librería Colombiana-Camacho Roldán, Bogotá, 3ª edición, corregida y aumentada.