Mirar adentro: los ires y venires de un estudiante del CIESAS

Óscar Salvador Torres
CIESAS CDMX


En las siguientes líneas intento trazar una síntesis introspectiva de lo que ha significado para mí ser estudiante tanto de maestría como de doctorado en el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social. Considero que explorar este lado emocional me permite situarme no sólo como investigador sino como un sujeto cultural que eligió la antropología como proyecto de vida.

Ser antropólogo tiene sentido

En mi casa no se leía: eran míos los libros discretamente apilados en un rincón del cuarto que compartía con mis hermanos. No tenía un espacio para estudiar y reflexionar, por lo que aprovechaba la calma de la madrugada o las excursiones diurnas a las bibliotecas públicas que rápidamente se convirtieron en el perfecto refugio para escapar del ruido cotidiano de lo que en ese entonces era mi hogar.

A los 25 años de edad yo sentía que debía tener un proyecto profesional definido, pero heme ahí: desilusionado del periodismo, mi primera carrera. Entonces dar clases grupales de Yoga, baile fitness y ciclismo estacionario se convirtió en mi sustento para independizarme de mi padre y evitar que me dijera en cada oportunidad que “comprar un libro es tirar dinero a la basura”: esta frase me dolió y me marcó mucho, porque era como si me dijera que no valoraba lo que realmente me apasionaba. Por eso, cada vez que compro un libro es recordarme a mí mismo lo diferente que soy de mi papá, no sólo porque a mí no me gusta el futbol, sino porque nunca le hice caso y, en lugar de cambiar el periodismo por el derecho, decidí elegir a la antropología social.

En 2003 ingresé a la Licenciatura en Antropología Social en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, pero debido a varios tropiezos fue hasta enero de 2006 que realmente me dediqué de lleno a estudiar y trabajar al mismo tiempo. En la UAM-I me enseñaron a amar la antropología y a convencerme de que ser antropólogo tiene sentido.

La magia del CIESAS

Y ahí estaba: la hermosa Biblioteca Ángel Palerm en la Casa Chata. Era el año 2007. Las mesas de madera con cristal invitaban a sentarse a leer por largos ratos. En ese momento envidié a quienes tenían acceso a tan vibrante espacio y comencé a imaginar qué se sentiría dejar de ser parte del “público en general” y convertirme en un estudiante de posgrado de CIESAS para poder quedarme hasta tarde hojeando revistas científicas o escribiendo. Transcurrirían cuatro años para que supiera lo que eso significaba.

Fue muy apasionante consultar en internet la convocatoria de ingreso a la Maestría en Antropología Social del CIESAS Ciudad de México en enero de 2011, y más emocionante aún saber que contaba con todos los requisitos y que tenía muchas posibilidades de ingresar. Cuando llené el formato de registro esta ingenua confianza primera se convirtió en una obsesión por redactar la mejor carta de motivos que alguien pudiera leer. No sé si lo logré, pero en esas líneas intento por primera vez situarme no sólo como un licenciado en antropología social interesado en comenzar un posgrado, sino como un joven orgullosamente homosexual quien ya tenía claras las implicaciones epistémicas y metodológicas de la propia identidad de género y sexual.

Esa carta tenía que ser perfecta, esperé hasta el último día para entregarla. Cuando pisé por primera vez las instalaciones de Juárez 222 quedé fascinado por los brillantes escalones de madera que con pisarlos ya te hacían sentir parte de un mundo académico muy especial. Esa epifanía duró muy poco cuando me descubrí siendo observado por las desafiantes miradas de decenas de aspirantes a quienes quizá nunca se les olvidará mi rostro bañado en sudor en un día caluroso de primavera. La competencia se respiraba en el pasillo y eso me puso muy nervioso, pero gracias al cálido recibimiento de Rogelio Reyes, el entonces secretario técnico del programa al que estaba aspirando, volví a confiar en que podría encontrar un lugar en el CIESAS.

Mi corazón no cabía de júbilo cuando vi mi nombre en la lista de aspirantes aceptados para la promoción 2011-2013 de la Maestría en Antropología Social. Lo primero que hice fue sonreír, después llorar y al final gritar de felicidad mientras abrazaba a mi perro Mamoru. Pero de repente recordé la intimidante frase dedicación exclusiva, la cual me llevó a ir descubriendo cómo conjugar mi pasión por la antropología con mi vida cotidiana.

En la maestría conocí lo que es trabajar más allá del cien por ciento. Las incontables tazas de café se convirtieron en el combustible indispensable que me acompañaba no sólo en los salones de clases, sino también en mi casa y en las diferentes cafeterías por las que paseaba mi laptop y mi cuerpo todo en busca de inspiración. Ahora me doy cuenta de que, tanto en la maestría como en el doctorado, la poderosa energía de la cafeína parece ínfima en comparación con el apoyo académico y moral que recibí de mis profesores y compañeros, sobre todo en los momentos clave, como los coloquios para presentar avances de investigación.

Desde la maestría pertenezco a la línea de investigación titulada Violencias, Géneros, Sexualidades, Migraciones. Mi directora de tesis fue la doctora Patricia Torres Mejía: con su acompañamiento y el de la doctora Gloria González-López de la Universidad de Texas en Austin por vez primera pude hacer observación etnográfica a la Malinowski, es decir, salir de casa para adentrarme 24/7 en lugares nuevos y desconocidos para mí. Aunque ya había hecho un emocionante trabajo de campo en la licenciatura con familias homoparentales radicadas en la Ciudad de México, fue hasta que estuve en la ciudad de Austin, Texas, que sentí la otredad encarnada. Los intensos 40 grados centígrados de finales de agosto de 2012 se mezclaban con un olor fresco a humedad que me confirmaban el privilegio de estar ahí que como antropólogo siempre había buscado: ya no se trataba sólo de entrevistar a las personas, sino de estar con ellas, vivir con ellas, sentir con ellas.

Gloria González-López me recibió en el aeropuerto dándome un agua de coco bien fría: una bebida que no me quitó la sed, pero le dio calidez a mi corazón porque gracias a ella pude encontrar dónde vivir los cinco meses que duró mi estancia. Veía a Gloria cada semana: tanto a ella como a la doctora Torres les contaba cómo me iba y las estrategias que utilizaba para conocer y convivir con jóvenes LGBT que vivían sin papeles en Estados Unidos. Recuerdo mucho que Gloria una ocasión me dijo más o menos lo siguiente: “hay investigadores que sólo les gusta ver el mar sin mojarse los pies… pero tú no sólo estás mirando el mar, sino que estás dejando que te moje todo el cuerpo”. Gloria me dijo que era claro que yo me daba el permiso de permitirle a mis emociones surgir, aunque eso pusiera en duda la validez científica de lo que yo escribiera o comunicara. Me recomendó un libro que hasta la fecha sigo citando: The Vulnerable Observer, de la antropóloga Ruth Behar.

Sin embargo, desde entonces he reflexionado que como antropólogo puedo estar vulnerable en cualquier momento. Además de becario Conacyt y estudiante de posgrado, soy un sujeto con miedos y obstáculos personales –y a veces inesperados– que enfrentar. Por ejemplo, me tardé demasiado en concluir la tesis de maestría porque entre 2013 y 2014 tuve muchos problemas de autoestima que me hicieron perder la fe en lo que escribía y en mis capacidades profesionales. Quedé paralizado por meses, y hasta pensé en abandonar la academia. Siempre tuve el apoyo de la doctora Torres y gracias a ello al final logré concluir la maestría. Fueron meses muy difíciles porque me sentía culpable por haber demorado tanto en concluir. Ese malestar emocional creció porque yo quería continuar en el doctorado, pero por obvias razones eso fue imposible en ese momento.

El vulnerable becario

Durante 2013 y 2014 me la pasé lamentándome por los baches que yo mismo me había puesto en el camino. El panorama se puso todavía más gris cuando murió mi perro Mamoru. En ese entonces me resultaba fácil culpar a los demás y no reconocía mi responsabilidad. Continuamente me deprimía porque no lograba asir de nuevo los meses que con tanto ahínco dediqué a ganarme un lugar en el CIESAS. Incluso dejé de buscar espacios para difundir mis conocimientos a través de seminarios, simposios o congresos. Me refugié en el gimnasio y creí que tenía que resignarme a consolidar un futuro en el fitness porque como antropólogo había fracasado. Tenía ya 36 años de edad: ya no había tiempo para titubear ni para soñar una carrera en la academia. Para justificar mi cobardía me decía a mí mismo: “de todas formas nadie te va a querer contratar por tu edad”.

Mi cotidianidad navegaba entre dos mundos: el del sudor por el esfuerzo físico y el del tortuoso recordatorio de mi vocación antropológica interrumpida por mis miedos, mis dudas y mi desidia. La sal a la herida abierta la ponían los libros polvorientos que parecían reclamarme haberlos olvidado: y cuando creía que entrando a las redes sociales podía huir de esta disyuntiva, aparecían mis amigas y amigos anunciando que las y los aceptaban en algún programa de doctorado. Todo mi entorno me insistía en recordarme lo complicado que es abandonar la antropología cuando ésta te apasiona tanto. Gracias a ello, me postulé al Doctorado en Antropología en 2017 y fui aceptado.

#ForeverCIESAS

Resistí muy poco la soledad que en mi alma había dejado Mamoru. A mes y medio de su partida, adopté a Kókoro. Desde muy pequeño siempre me han gustado los perros y estoy seguro de que son los mejores compañeros cuando se trata de largas jornadas ordenando y plasmando ideas en la computadora. Pero Kókoro también representa esas pausas para descansar la vista, el cerebro, todo el cuerpo.

Las calles cercanas al edificio donde vivo aún conservan frondosos arbustos y árboles que sirven como disco duro donde se guardan un sinfín de historias, olores y sabores que Kókoro no se cansa de descifrar cada día. Desesperado jala la correa para que vaya a su ritmo, pero mi mente sigue instalada en mi escritorio blanco donde un post-it amarillo adherido al monitor espera a ser convertido en párrafo… pero el paseo se alarga más de media hora y a veces sólo logro unas cuantas tímidas líneas sueltas.

Me culpo por los distractores y busco estrategias para concentrarme al máximo. Intento, por enésima vez, ser un investigador de tiempo completo, pero la realidad es que necesito limpiar el depa donde vivo, cocinar, ir al mercado y, sobre todo, cuidar mi salud haciendo yoga y pesas en el gimnasio. Pero estas actividades transgreden el compromiso de dedicación exclusiva, por lo que de nuevo me siento culpable e intento trabajar hasta la madrugada para recuperar las horas que ocupé en mi autocuidado. He intentado algunas veces renunciar al ejercicio, pero mi cuerpo lo resiente con calambres y con una aguda sensación de cansancio que incluso provoca hormigueos en mis piernas que se resisten al sedentarismo. Retomo mis entrenamientos abrazados por la cotidiana sensación de que estoy ocupando un tiempo valioso que debería dedicar a la tesis.

A mi hiperactiva existencia no le basta hacer una sola cosa ni le gusta estar en un solo lugar, por lo que leo muchos artículos relacionados con las deportaciones de personas mexicanas desde Estados Unidos mientras escucho música relajante que disfraza las horas en suspiros que apenas alcanzaron para avanzar unos párrafos del capítulo tres de la tesis. Me pierdo entre la transcripción desde las voces entrecortadas de la gente que me compartió sus historias y los finos conceptos migratorios que todavía no comprendo del todo. Sólo tengo claro que ser estudiante de doctorado es sinónimo de constante creación etnográfica… y yo quiero que la gente que lea mi tesis se conmueva ante las narrativas de mujeres y hombres migrantes expulsados. Entretejo historias… redacto varias cuartillas que parecen no tener sentido, el cual encuentro y materializo cuando las lágrimas me orillan a detenerme en los recuerdos sobre el trabajo de campo que hice en Tijuana y en la Ciudad de México.

Anochece. Amanece. Anochece. Cada amanecer el desafío es conciliar mi vida cotidiana con el compromiso de terminar la tesis a tiempo. Mientras limpio mi cuarto escucho canciones de Laura Pausini para motivarme y llenarme de endorfinas porque a veces la cafeína es insuficiente. Abrazo a Kókoro buscando en sus ojos la inspiración que necesito para saber cómo continuar el párrafo que dejé incompleto ayer porque eran las tres de la mañana y mis hombros no podían más. Quisiera que fuera más fluida la redacción de un escrito tan largo como la tesis de doctorado, que pudiera celebrar avances sustanciosos cada día: hay semanas muy buenas… otras no tanto, otras peores. Para estas últimas, la solución siempre era la misma: ir a una cafetería para dejar que los murmullos y el olor a café tostado estimularan mi creatividad… pero la pandemia por SARS-CoV2 me quitó eso a finales de marzo de 2020.

La verdad es que me gustaba más trabajar fuera de casa, aunque eso implicara dejar sólo a Kókoro durante varias horas, las cuales compensaba con paseos largos los fines de semana. Los primeros seis meses de la pandemia me debatí entre el miedo y la incertidumbre, lo cual se reflejó en mi bajo rendimiento académico. Pero de estos contratiempos aprendí a amar el espacio que tengo destinado para escribir y a resignarme al encierro, pero me faltaba algo central: autoconocerme para saber cómo mantener viva la motivación y la pasión por algo que estoy convencido me gusta hacer. Intenté con la meditación, con las posturas de Yoga y con diferentes apps para mejorar la productividad. Todo eso me ha ayudado mucho, pero definitivamente lo que me está permitiendo seguir adelante es ir a terapia sicológica dos veces al mes y el apoyo invaluable que me brinda mi directora de tesis, la doctora Magdalena Barros Nock.

A veces la vida misma se ha encargado de enseñarme que el doctorado se trata no sólo de cumplir objetivos académicos, sino de saber sortear los acontecimientos personales que pueden obstaculizar entregar a tiempo un capítulo de la tesis. Aunque a veces el estrés me rebasa, siempre me siento feliz de poder compartir con mis seres queridos en las redes sociales que formo parte de una comunidad especial que me ha aceptado con mis deficiencias y virtudes. Mi vida es buena porque a pesar de todo tengo la fortuna de acompañar mis publicaciones en las redes sociales con un #ForeverCIESAS.