Jania E. Wilson González[1]
CIESAS Sureste
“El orgullo de cortar caña”. Autor: Don José.
Migrar es mucho más que moverse de un lugar a otro. Migrar es mover la vida misma, la existencia. Migrar significa mover familias, infancias, sueños, e ilusiones, pero, también, conlleva mover los sentimientos y las acciones más oscuras de la humanidad: abusos, violencias, muertes. Migrar no es una posibilidad, no es una opción, es una decisión de vida o muerte según he aprendido en los últimos 12 años a partir de escuchar relatos, de compartir historias, café, juegos y espacios de calma.
He tratado de comprender las dinámicas de movilidad humana en las que me he involucrado, no solo a partir de las prácticas sociales que subyacen a este fenómeno social, ni exclusivamente desde las grandes teorías migratorias, laborales, o económicas que tratan de explicar sus causas y efectos, aspectos, sin duda, fundamentales para el quehacer antropológico, pero que, si no están acompañados de un entendimiento más profundo, vivido y sentido, corren el riesgo de quedar como meros discursos académicos que pierden de vista que hablamos de personas. He buscado, más no sé si lo he logrado, a lo largo de mi trabajo, poner rostro y nombre a quienes viven y encarnan la experiencia de migrar.
Las reflexiones que presento en este texto son el resultado de experiencias etnográficas vinculadas a diversas dinámicas migratorias: transfronterizas, de tránsito y de estancia temporal, las cuales se vinculan de una u otra manera con la frontera sur de México. Acercarme a estas realidades, en México, en Centroamérica, en un mundo globalizado, en medio de crisis económicas, pandemia, guerras y narcotráfico, es acercarme en tiempos de muerte. Tratar de entender, sentir y compartir experiencias migratorias en este tiempo, en el que parece que cualquier cosa tiene mayor valor que la vida humana, me hace dudar de la humanidad misma. Sin embargo, reconozco que la manera en la que me he acercado me ha permitido identificar pequeñas velas de esperanza en la humanidad.
En este camino he ido comprendiendo que hay dos grandes fuerzas que acompañan a las personas que migran, sea cual sea la dinámica de su movilidad: el miedo y la esperanza. El miedo de saberse migrante, el miedo de sentirse con la vida al límite, el miedo de transitar por caminos oscuros, el miedo de trabajar en el anonimato, el miedo de enfermar y morir. Pero también hay algo más: la esperanza de llegar, la esperanza de regresar, la esperanza de verlos de nuevo, la esperanza de encontrar, la esperanza de tener trabajo, la esperanza de lograrlo, la esperanza de que todo terminará. Estas dos fuerzas acompañan a mujeres, hombres, niños, niñas, familias; van en medio del miedo, pero rodeados de esperanza.
Mirada etnográfica
En este texto, desde una mirada etnográfica, presento dos situaciones específicas que ilustran la complejidad de las dinámicas actuales de movilidad humana. Primero dialogaré a partir del acercamiento con niños y jóvenes de origen guatemalteco cortadores de caña en México, en dinámicas laborales transfronterizas. Posteriormente abordaré una realidad que ha trastocado las fibras más sensibles de mi propia vida: madres centroamericanas que se establecen en Chiapas, con sus hijas e hijos, en una estancia temporal en Tuxtla Gutiérrez “mientras” logran continuar su trayecto hacia estados del norte de México o a los Estados Unidos de América.
Son dos situaciones de movilidad humana que, además de ser resultado de contextos estructurales violentos, que ponen en peligro y riesgo a la propia vida e integridad y remiten a lugares de origen en precariedad extrema, comparten un elemento común sobre el que pondré el foco de análisis: la violencia cotidiana como una constante en el día a día de las personas.
“Violencia cotidiana” es un término utilizado por Scheper-Hughes (1992) para referirse a aquellas prácticas que operan en lo ordinario, en el mundo cotidiano, y se manifiestan diariamente, convirtiéndose en un abuso diario hacia las personas. De acuerdo con Ferrandiz y Feixa (2004), esta forma de violencia está estrechamente relacionada con la violencia estructural, es decir, aquella que se refiere a la organización económica y política de la sociedad que impone condiciones de dolor físico y emocional a las personas. Me refiero a aquella violencia que está “escondida” en las tensiones de la vida cotidiana, que no es “tan visible” o explícita, aquella que queda en el transcurrir de la vida diaria. Son las formas implícitas en las interacciones, las formas rutinarias de violencia que, además, se han normalizado. Es una violencia que se presenta en momentos “de aparente paz”, “de aparente normalidad” (Álvarez y Grimaldi, 2018).
Además de discutir sobre dichas formas de violencia, al finalizar el texto describo cómo ha sido mi acercamiento etnográfico. Destaco la imposibilidad de separar a mi persona de la investigadora. Mi persona, mi ser yo, ha sido mi principal herramienta de trabajo a lo largo de estos años. Las teorías, las metodologías, las técnicas de hacer investigación, han sido los andamios para hacer investigación social, pero mis sentidos (muchos más que cinco), en el momento de hacer etnografía, han sido el corazón de mi trabajo.
Al filo del machete. De vivir y trabajar entre violencia cotidiana
Tizne, sol, calor, machete, caña, hambre, fiebre, son algunos elementos entre los que viven niños y jóvenes quienes llegan a Huixtla, Chiapas, México, desde San Rafael Petzal, Huehuetenango, Guatemala. Migran año con año, para cortar caña, con la esperanza de ganar unos pesos para ayudar a la familia, para sobrevivir en una pobreza extrema que acompaña sus vidas en ambos lados de la frontera. Migrar a México se convierte en una de las escasas oportunidades para tener un trabajo y sobrevivir. Es la única posibilidad de continuar estudiando, es la posibilidad de dejar de ser cortador algún día, es la posibilidad de lograr algún sueño, grande o pequeño (Wilson, 2012).
Fui al cañal con ellos en repetidas ocasiones, sentí esa esperanza del grupo de cortadores cuando el sol comienza a asomarse a las 5 de la mañana, sentí la fuerza que acompaña un día más de trabajo, escuché el sonido de los machetes afilarse para tener una mejor jornada, olí y probé el café caliente preparado por las mujeres, esas eternas guardianas que permiten la reproducción de la vida, sentí el viento sobre mi rostro rumbo al cañal. También sentí el cansancio del final del día, cuando el sol comienza a esconderse a las 6 de la tarde, 13 horas después de haber iniciado. Sentí el golpe de calor, vi lucecitas al cerrar los ojos por la insolación, tosí por el tizne que llovía en el ejido, sentí el calor del cañal a las 12 del día. Para mí, eran un par de días, semanas o meses, solo de acompañarles. Para ellos era una forma de vida, la única posibilidad de sobrevivir a la precariedad que envuelve el día a día.
El corte de caña es uno de los trabajos agrícolas más pesados, afirman quienes han abordado esta realidad desde distintas aristas (Paré et al., 1987), requiere una fuerza física que difícilmente posee alguien de 14, 15 o 16 años; sin embargo, la necesidad de trabajar hace que surja la fuerza. Cortar caña es llevar el cuerpo al límite, entre altas temperaturas, tizne, culebras, y fiebre. Es trabajar en una violencia constante, sutil, cotidiana, que no se percibe, de la que no se habla, pero se respira en cada bocanada de aire. Es consumir sustancias tóxicas para aguantar la jornada, es trabajar enfermo para no perder el día, es inyectarse cualquier cantidad de vitaminas para resistir la temporada, es dejar parte de la energía y la juventud en cada golpe de machete. Es regresar al finalizar el día para tratar de llenar el estómago con poca comida, es dormir en la galera entre otros 30 cortadores, entre mosquitos y ruido, es hacer una larga fila para darse un baño y quitarse el tizne. Es descansar para repetir lo mismo al siguiente día, y al siguiente y al siguiente. Sea domingo, lunes o miércoles la historia es igual cada día.
Ser cortador de caña es vivir y trabajar en medio de violencia cotidiana. Los niños y jóvenes cortadores se ven obligados a someter su cuerpo a un gran desgaste físico con el objetivo de tener un mejor salario. Ello trae consigo que se vuelva un asunto de “decisión personal”, pues “él decidió” trabajar a ese ritmo. Se violenta al cuerpo de una manera tan “sutil” y aparentemente individual que difícilmente se percibe como violencia (Wilson, 2022). Estas prácticas que se pasan por alto no se reconocen como violencia, se naturalizan y se vuelven “parte de ser cortador”. Hay que aguantar, “así ha sido siempre”.
Esta realidad cercana, casi inmediata, se vuelve oculta y casi imperceptible. No es un tema que atraiga las agendas políticas, no es un tema en efervescencia, simplemente “es”, como ha sido históricamente el trabajo agrícola asalariado. A nuestra mesa llega el azúcar de caña, pero las manos que participan, los niños y jóvenes que llevan sus cuerpos al límite y dejan su energía en el cañal, poniendo sus cuerpos al servicio de una cadena productiva que ve números y no personas, quedan en el anonimato.
La fuerza de la maternidad
“Jania, si 100 veces me caigo, 100 veces me levanto”, me dijo Lorens mientras compartíamos un almuerzo. Mujer, madre migrante de 6 hijos, viuda, hondureña, negra. Viajaba con cuatro de ellos en aquel momento. Antes de conocerla, mi razón no dejaba de tratar de explicar cómo se toma la decisión de migrar bajo esas circunstancias. Después de conocerla y “acompañarla” durante su estancia y durante su trayecto, entendí que no se toma con la razón sino con el corazón, con la fuerza femenina de ser madre.
Son por demás conocidas las condiciones estructurales de varios países de Centroamérica que, en las últimas décadas, han orillado a miles de personas a salir en busca de refugio. Violencias, pobreza extrema, crisis políticas, narcotráfico, pandillas, crisis ambientales (Rivera, 2020). La lista de motivos es extensa, las posibilidades para las personas que los sufren día a día son escasas, y como mujer y madre el panorama es aún más desolador. La alternativa es tomar a tus hijas e hijos y salir con la esperanza “de llegar”, en medio de un profundo terror por el camino que les espera. Llegar, ¿a dónde? Normalmente a Estados Unidos. Pero ese llegar se debe entender como algo mucho más complejo. Significa llegar a un espacio de vida, no de muerte, para construir, como mujer y madre, una existencia en la que sea posible vivir en tranquilidad; saber que los hijos e hijas no corren peligro cada día que amanece, saber que no tendrán que volver a migrar un día, sentir que el corazón está en paz, sentir que el daño, el mal, no está al acecho de los hijos y las hijas cada día que pasa.
Para “llegar ahí” el camino es largo, oscuro, temible. Se experimentan desde las violencias más sutiles hasta las formas más explícitas de violencia. No es mi intención detenerme en el trayecto, realidad ampliamente abordada en diversos esfuerzos. Me detengo en las violencias cotidianas a las que se enfrentan las mujeres madres centroamericanas mientras viven en Tuxtla Gutiérrez; un “mientras” cargado de sueños y temores. Se establecen mientras esperan documentos, mientras reúnen dinero para continuar, mientras nace el bebé, mientras se recuperan de una lesión, mientras toman de nuevo fuerza para seguir adelante, mientras los hijos e hijas se recuperan, mientras tienen noticias de alguien que pueda apoyarlas.
Ese “mientras” en Tuxtla Gutiérrez está cargado de violencias cotidianas, que difícilmente son percibidas como tales. Ha sido tanta la violencia explícita recibida que la violencia cotidiana se ha normalizado. Vivir en Tuxtla siendo mujer y madre centroamericana significa, en varios casos, una larga espera. Días, semanas o meses para gestionar una regularización migratoria. Una de las formas más sutiles de violencia: la espera, la incertidumbre, la falta de certeza, esperar una resolución migratoria (sobre el estatus de refugiados) que podrá ser positiva o negativa. El tiempo de espera siempre es incierto. Por “mientras”, habrá que rentar un cuarto. Dependiendo del número de hijos (no del tamaño o servicios que se ofrecen) el costo del cuarto incrementa, una modalidad de alquiler que comúnmente no se aplica a las personas mexicanas. Los meses de espera requieren de recursos para gestionar alquiler, alimento, salud, etc. Por lo tanto, se vuelve necesario trabajar. Sin embargo, no hay donde dejar a los hijos, y las madres tienen que recurrir a prácticas extremas, como dejar a 3 o 4 pequeños solos en un cuarto encerrados durante el día, llevarlos a trabajar y/o pedir dinero en la calle con ellas, o auto emplearse vendiendo comida o haciendo peinados para cuidar de sus hijos e hijas mientras se ganan unos cuantos pesos.
Enfermarse no es opción, existe la posibilidad de recibir un servicio médico, pero medicamentos, estudios, y otros gastos derivados de ellos, descompensarán la posibilidad de hacer tres comidas, de por sí precarias, durante el día. Arroz, frijol, tortilla, y pasta es la base de la alimentación. Buscar “apoyo” por aquí y por allá se vuelve una estrategia fundamental para aminorar los gastos. El trato, muchas veces infantilizado, que se recibe por parte de las instancias de apoyo, población “solidaria” e iglesias, es otra manifestación de estas violencias cotidianas.
Desplazarse en la ciudad para buscar estos apoyos no siempre es sencillo: es algo cotidiano perderse, llegar a lugares desconocidos, o tomar el camión urbano equivocado mientras los hijos esperan en casa. La falta de información y la dificultad de acceso a datos prácticos que aminoren la espera son constantes. Todo esto sin mencionar la xenofobia, el racismo y, sobre todo, el complejo contexto de violencia y narcotráfico que se vive actualmente en el estado de Chiapas.
A pesar de ello, estas mujeres fuertes, aguerridas y amorosas, se mueven y mueven a sus hijos e hijas junto con ellas. Llevan consigo la esperanza de “llegar”. En esta espera, en el “mientras”, surgen amistades, pequeñas redes solidarias, intercambio de información, espacios de desfogue, encuentros fugaces en la banca de un parque para charlar, alegría de saber que una de ellas “ya llegó”. La maternidad vivida al límite, entre el terror de que algo suceda y la esperanza de que las cosas salgan bien, se convierte en la fuerza que las mueve.
Compartir espacios de diálogo con ellas, escucharlas, verlas llorar y reír, bailar juntas y compartir alimentos, me ayuda a entender por qué están migrando, no desde la razón, sino desde algo más profundo que solo se puede lograr desde una etnografía sentida y vivida, compartida y pausada, una etnografía en la que en cada charla, cada convivio, cada encuentro con cada mujer, nos reconocimos desde nuestro ser, y ser madres, sin duda en circunstancias muy distintas, fue nuestro punto de encuentro y entendimiento.
Algunas reflexiones finales: etnografía vivida, sentida y participativa
Los dos casos que he presentado me han llevado a repensar mi quehacer como investigadora en estos contextos, en estos tiempos. La violencia toma diversos rostros y, en las situaciones presentadas, suele ser tan sutil, tan ordinaria, tan cotidiana, que se pasa por alto y no se reconoce como tal. Son las “small wars” de las que hablan Bourgois y Scheper-Hughes, esas guerras cotidianas que enfrentan las personas, que acaban con los sueños paulatinamente, con los cuerpos, con las fuerzas día a día. Son esas pequeñas prácticas que se desdibujan en medio de un contexto de violencia extrema en el que vivimos y en el que acontece la movilidad humana. Pero al final siguen siendo prácticas violentas derivadas de violencias estructurales donde el valor de la vida ha perdido sentido.
Los casos presentados ilustran las dos fuerzas que acompañan a las personas que migran: el miedo y la esperanza. El miedo de saber que cruzar una frontera, sea por trabajo, sea por refugio, sea temporal o sea permanentemente, te coloca en una posición de vulnerabilidad, de descobijo, de anonimato. Mientras que la esperanza es esa fuerza que permite continuar, regresar, trabajar, levantarse.
¿Cómo acercarse a estos contextos para desentramar estas prácticas diarias, estos matices, estas sutilezas, estos sentires? Las técnicas clásicas de la etnografía, como son la observación y la entrevista, quizás me han ayudado, pero no ha sido desde estas técnicas, que he logrado adentrarme a la complejidad ni, mucho menos, a la humanidad que el estudio de todo fenómeno social requiere. La búsqueda constante de espacios de diálogo colectivo, de momentos de reflexión a partir de actividades lúdicas, el uso del arte como forma de expresión (fotografía, música), talleres informativos-participativos, construcción de materiales diversos en colectivo para hacer la vida cotidiana más llevadera… este tipo de espacios, que me atrevo a nombrar participativos, han significado para mí la posibilidad de construir diálogos más horizontales, pero sobre todo diálogos sentidos por ambas partes. Donde, reconociendo las posiciones y privilegios innegables, tratamos de vernos como personas que nos encontramos, que nos sentamos, que conversamos, que compartimos y que, desde lo que cada una o uno somos, tratamos de construir un entendimiento de esas vidas cotidianas rodeadas de claros y oscuros.
Este tipo de acercamiento me ha permitido conocer no solo lo que las personas hacen, sino lo que las personas sienten, viven, experimentan, sueñan. Entonces logro entender que migrar cobra un significado único para cada persona que lo vive. Pero también logro ver la esperanza en medio del miedo, y ello me ha permitido sentir la fuerza de la vida en tiempos de muerte.
Bibliografía
Álvarez, Yessenia, y Grazzia Grimaldi
2018 “Violencia visible e invisible en la vida cotidiana de Mejicanos, San Salvador”, Revista Humanidades, V época, núm. 6, pp. 79-114.
Ferrándiz Martín, Francisco, y Carles Feixa Pampols
2004 “Una mirada antropológica sobre las violencias”, Alteridades, vol. 14, pp. 159-174.
Paré, Luisa, Irma González y Gilda Salazar
1987 Caña brava: trabajo y organización social entre los cortadores de caña, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México / Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco.
Rivera, Carolina
2020 “Sistema fronterizo. Preludio para explicar la migración laboral entre Guatemala y México”, en Justus Fenner, Enriqueta Lerma, Ruth Piedrasanta y Rosa Torras (coords.), Vidas transfronterizadas: dinámicas y actores en el límite Guatemala / México, siglos XIX-XXI, San Cristóbal de Las Casas, CIMSUR-UNAM, pp. 235-276.
Scheper-Hughes, Nancy
1992 Death without weeping: The violence of everyday life in Brazil, Berkeley, Los Ángeles y Londres, University of California Press.
Scheper-Hughes, Nancy y Carolyn Sargent (eds.)
1998 Small wars: The cultural politics of childhood, Berkeley, Los Ángeles y Londres, University of California Press.
Wilson González, Jania Elizabeth
2012 Entre la plebe: patojos cortando caña. Adolescentes guatemaltecos cortadores de caña en la agroindustria azucarera de Huixtla, Chiapas: tácticas y vida cotidiana, tesis de maestría en Antropología Social, CIESAS Sureste, San Cristóbal de Las Casas.
Wilson González, Jania Elizabeth
2022 “Ni la milpa ni el cañal. Un ciclo precario de sobrevivencia familiar”, en Carolina Rivera (coord.), La oferta de trabajo es mía, la precariedad de usted: Trabajadores guatemaltecos en la región transfronteriza Guatemala-México, Ciudad de México / Tijuana, CIESAS / El Colegio de la Frontera Sur, pp. 111-144.
-
Investigadora posdoctorante. Correo electrónico: janiawilsong@yahoo.com ↑