Mi madre, creadora de mundos

Inés Escobar González[1]
Harvard University

Mercedes González de la Rocha

Cuando Andrés Fábregas me pidió que escribiera algunas páginas para este número en honor a la vida de Mercedes González de la Rocha, mi madre, acepté con el estómago revuelto y las manos frías. Lo cierto es que, en mí, las palabras no fluyen tan fácilmente como antes lo hacían. Si bien me siento orgullosa de que este número exista, y agradezco profundamente el espacio que Andrés me ha dado, también he de confesar que dudo de mi papel en él. Yo no tengo por qué explicarles a ustedes que mi madre fue una excelente antropóloga, una pensadora extraordinaria, una colega feroz, una maestra inigualable y una estudiante disciplinada y eterna. Eso ustedes seguramente lo saben, y su CVU de 218 páginas lo atestigua. Incluso si no lo saben, hay otras personas en el mundo, y en este número, que tienen una mayor capacidad para explicar la preciosa vida académica que mi mamá construyó, labró y pulió. Yo hoy más bien escribo como hija. Como la niña y mujer que ella crio. Como alguien que es producto, testigo y parte fundamental de la vida y cultura íntima de Mercedes; Meche, la Chapsa, mamá, mi regazo, mi volcán.

Nos decíamos las dos gotas de agua. Este co-apodo surgió en Brasil, cuando yo acompañé a mi mamá a un congreso en Campinas hace muchos años. En el brindis de este congreso, cuando mi mamá me presentó a un sociólogo estadounidense, él nos vio de arriba a abajo y entre carcajadas dijo “son como dos gotas de agua”. Para el sociólogo esto no había sido un cumplido, y su mirada burlona lo confirmaba, pero nosotros lo asumimos como lo más maravilloso que alguien jamás pudo haber dicho. Nunca dejamos de ser las dos gotas de agua. Con el tiempo, nuestra mimesis solamente continuó. Mucho de esto es consciente, pero la mimesis es también un proceso más recóndito, físico, visceral. Sí. Yo emulo a mi madre. Me hice antropóloga por querer ser como mi madre, y estudio grupos domésticos de escasos recursos porque de mi madre aprendí su importancia. Cuando me atoro en un texto, hago el ritual de la pijama que mi mamá me enseñó: me levanto a las 5 de la mañana, me hago un café, me siento en pijama frente a la computadora, escribo hasta cansarme, me doy un baño, me visto con ropa de ejercicio, vuelvo al texto, me canso, salgo a caminar o correr, regreso y me baño, me pongo un vestido lindo, vuelvo al texto, y así. Ella también gozaba ser como yo. Cuando me hice adolescente, aprendió a maquillarse de mí, y descubrimos como niñas el juego de las mascarillas y el acicale. Nos despertábamos antes del amanecer para hacer pilates juntas, y estos ritos matutinos con el tiempo se fueron transformando en natación, en yoga, en barre, en meditación. En largas jornadas para crear festines familiares cada vez más complejos y deliciosos, que ambas emulábamos de la otra en una dialéctica más creativa que glotona. Finalmente, el placer era estar, y crear mundos, juntas. El placer mayor, ahora lo sé, era la paz del entendimiento profundo, producto de esta mimesis cultivada, porque pocos más nos entendían así.

Pero yo no soy la única gota de agua que goza reconocerse en el destello de mi madre. El tiempo me ha enseñado que mi mamá compartía complicidades y danzas miméticas con otros, y que ésta era una más de sus grandes capacidades humanas. Las dos gotas originales son mi mamá y mi papá, pues así les pusieron a Mercedes González de la Rocha y Agustín Escobar Latapí en El Zapatero, ese rincón de la Sierra del Tigre donde se hicieron antropólogos entre cañeros y labradores. Las comadres y los compadres del Zapatero, las ahijadas y los ahijados, les cantaban: Dos gotas de agua. Cristalinas y transparentes. Son nuestras almas. Tan iguales y tan diferentes. Somos dos gotas de agua. Que no sabemos rodar. Pero cuando nos juntemos. Nadie en la vida nos va a separar. Y así fue. Es casi imposible separar la obra académica de mis papás. Pensaron juntos. Discutieron juntos. Escribieron juntos. Presentaron juntos. Todo. Siempre. Si la autoría es una ficción, la autoría de ellos es una ficción conjunta. Pero es aún más imposible separarlos como personas desde que se conocieron y enamoraron en la Ibero siendo estudiantes de licenciatura. Ahí iban de arriba para abajo, atravesando campo y ciudad, con sus morrales y sus mochilas, con sus cuadernos y sus libros, con sus chilpayates —primero hijos, luego nietos—. Compañeros de aula, se hicieron compañeros de vida y juntos construyeron un pequeño, intenso, y extraño cual maravilloso mundo que mi hermano, Diego, y yo llamamos hogar.

Mi mamá se entregó siempre a la construcción de un hogar sólido, sano, cálido, alegre, ya sea en nuestra casa del Palomar, o en las muchas casitas en Estados Unidos e Inglaterra que nos dieron cobijo a lo largo de los años. No es solamente que mi madre fuera una fastidiosa y generosa jefa de familia a través de su trabajo, tiempo, atención y amor. Es también que mi mamá le dedicaba enormes cantidades de energía silenciosa a entender a cada uno de los miembros de su familia, y nunca dejó de aprender cómo apoyarnos a partir de nuestras necesidades y deseos internos, nunca impuestos, pocas veces explícitos. Ni miento ni exagero cuando digo que mi madre creó un hogar extraordinariamente privilegiado y que todos los suyos nos beneficiamos como muy pocos de ello, a ratos sin siquiera darnos cuenta. Este ímpetu por hacer y cultivar espacios ricos para la reproducción social, el aprendizaje, la estabilidad y el gozo le nacía de sus adentros más íntimos, pues estos privilegios habían sido algo que ella había añorado como niña y adolescente. Mi mamá es ejemplo de que lo que no se hereda se crea. De que los seres humanos somos capaces de romper círculos viciosos y cultivar círculos virtuosos con convicción, con disciplina, con prioridades claras. “Yo tengo mis prioridades bien claras”, la puedo escuchar decir una y otra vez en respuesta a un sinfín de exigencias de la vida. Estas prioridades éramos siempre nosotros.

Mi mamá amaba al CIESAS, tanto así que muchas veces sufrió de despecho y desamor. No sólo fue Mercedes parte del pequeño grupo fundador del CIESAS Occidente. Su trabajo y empeño también alimentaron a esta institución durante 36 años, que es toda mi vida. Sus investigaciones viajaron con el nombre del CIESAS desde Canadá a Argentina, de Suecia al mediterráneo, de Egipto a la India. Los overheads generados por sus múltiples proyectos de investigación abastecieron las arcas del CIESAS durante décadas. Mi mamá amaba tanto a esta institución que hasta le prestó a su marido, su Chapso, para servir como Director General durante cinco años que se sintieron como diez. Esos años fueron sumamente difíciles para mi familia, pero en particular para mi madre. Durante el quinquenio de mi papá mi mamá se fue quedando muy sola, pues no solamente dejó de compartir la cama y el pan con su Chapso, sino que también fue perdiendo muchos amigos y colegas a las caprichosas fauces de la grilla. No fue nada fácil ni agradable ser profesora-investigadora y esposa del Director General a la vez. Mi papá casi se quedó ciego del estrés, y regresaba a Guadalajara con necesidad de cuidado, apapacho y consejo, cosas que mi mamá nunca dejó de brindarle a pesar de sus propios sacrificios y carencias. Finalmente, mi mamá creía en el valor del proyecto. Creía en el valor del CIESAS. Sabía que lo que mi papá estaba haciendo por su institución era valioso, pero también muy valiente.

Uno de los grandes proyectos que mi papá elaboró como Director General de esta institución, y que mi mamá apoyó enfáticamente desde la privacidad de nuestro hogar, fue el de una pensión digna para todos los trabajadores académicos del CIESAS. Muy lamentablemente, este proyecto no se concretó. Fue una víctima más del conflicto interno. Pero los académicos del CIESAS siguen mereciendo y necesitando un retiro digno. Esto no es solamente un derecho laboral, sino que también es una solución urgente a la crisis del relevo generacional. Meses antes de que la enfermedad llegara a cambiarnos y deshacernos la vida, mi mamá estaba planeando su retiro formal del CIESAS. A pesar de la falta de una pensión digna, mi madre estaba convencida de preferir vivir de forma humilde que seguir obstaculizando la reproducción social de jóvenes antropólogos. Como he dicho, como ha dicho ella, mi mamá siempre tuvo sus prioridades bien claras: “no podemos convertir al CIESAS en un asilo de ancianos simplemente porque los viejos le tenemos miedo al cambio de ingresos laborales,” dijo una y otra vez en la intimidad de su sala. “Los jóvenes necesitan que nos hagamos a un lado. Nosotros ya cumplimos. Ya hicimos. Ya construimos. Ahora les toca a ellos”, insistía. Espero que los profesores-investigadores y la administración del CIESAS sigan luchando por un retiro digno. Espero también que el relevo generacional se geste desde adentro, como un proyecto en nombre del desarrollo y el avance de la antropología. Pero espero aún más que los jóvenes sepamos dar el ancho de gigantes como mi madre. Que las líneas de investigación de las plazas se defiendan. Que la plaza de mi madre sea ocupada por una joven chingona, o un joven chingón, enteramente dedicada a entender la sociedad y la economía política de nuestro país desde los resquicios de la intimidad doméstica.

Eso le debemos a mi madre, Mercedes González de la Rocha, quien dio su vida por esta institución, por crear mundos y conocimiento. Eso nos debemos a nosotros mismos, que creemos en la antropología como creadora de mundos y conocimiento.


  1. Society of Fellows. Correo: ines_escobargonzalez@fas.harvard.edu