Brígida von Mentz [1][1]
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La minería colonial novohispana fue un azote para los pueblos de indios que se vieron obligados a enviar trabajadores, llamados “indios de servicio” o “de repartimiento” a minas y haciendas de beneficio. La explotación minera marcó de manera irreparable algunas regiones de México en el pasado y lo sigue haciendo en el presente; sus repercusiones sobre las poblaciones y sus recursos naturales son trascendentes y graves, por lo que a la fecha resulta indispensable una ponderada y estricta regulación estatal.
La historia de la extracción de oro y plata en México es larga. Con la invasión europea en tierras mesoamericanas inició en 1521 una carrera por explotar sus riquezas mineras, a la vez que ocurrió una atroz explotación del trabajo de las sociedades indígenas. La dinámica expansión comercial europea caracterizaba el contexto político internacional, pues a partir de fines del siglo XV, los mercaderes europeos requerían de metales preciosos con urgencia; el oro y la plata formaban la base del dinero circulante en los distintos estados y reinos del Viejo Mundo, desde el mar Mediterráneo hasta el de China. De ahí que la sed de las potencias comerciales por esos metales fuera insaciable, y así las tierras que conformarían el reino de la Nueva España quedaron incorporadas a esa economía global.
En Mesoamérica los invasores robaron sistemáticamente toda joyería de oro que veían en los señoríos o reinos indígenas. Confiscaron y fundieron los productos del trabajo de los orfebres de manera sistemática; despojaron así, por ejemplo, a las grandes capitales como Azcapotzalco, Texcoco y Tenochtitlan de sus magníficas alhajas de oro, prendas e insignias, las fundieron y se adueñaron del oro fundido, mandando el “quinto del rey” a Europa. Nótese, de paso, que este sector económico estuvo siempre caracterizado por la evasión fiscal y el contrabando.
Inmediatamente después de la caída de Tenochtitlan, inició también la minería de oro de placer en los señoríos que los conquistadores iban sometiendo. Esa explotación de oro de placer se realizó con grandes contingentes de indígenas que esclavizaron sobre todo en las regiones de la vertiente del Pacífico y en las sierras zapotecas, alterando profundamente la vida de los señoríos. Durante la década de 1520 el maltrato y la esclavización provocaron rebeliones que fueron sofocadas con extrema crueldad. El mismo Hernán Cortés extrajo oro de placer en Tehuantepec hasta 1545.
Durante las primeras exploraciones que se realizaron, se buscaban tanto metales preciosos, como minas de cobre, estaño y zinc, metales requeridos para la producción de armamento. Ya entre 1521y 1525, durante esas expediciones hacia el océano Pacífico, se descubrieron también yacimientos de plata en los antiguos reinos de Amatepec y Texcaltitlan, así como en los de Sultepec y, más al oriente, en Tlachco (hoy Taxco el viejo). Esa amplia región que abarca desde el norte del actual estado de Guerrero hasta el sur del Estado de México, se denominó la “Provincia de la Plata”. Así, en las primeras décadas después de la conquista se obtuvo buena cantidad tanto de oro, como de plata.
El amplio territorio de los señoríos indígenas mesoamericanos estaba densamente poblado, y como numerosos conquistadores recibieron encomiendas, utilizaron a “sus” indios a su antojo como fuerza de trabajo en sus obrajes, molinos, haciendas ganaderas o agrícolas e incluso en sus explotaciones mineras. En las costas de los actuales estados de Michoacán y Guerrero se formaron, por ejemplo, varias compañías relacionadas con la extracción de oro, compartiendo los inversionistas gastos y ganancias. En esos casos, por lo general, un socio aportaba sus indios de encomienda, además de cerdos, ovejas y aperos agrícolas, mientras el otro se encargaba de la extracción de oro con sus esclavos. Los encomenderos también invirtieron “sus” indios en asociaciones o compañías formadas para la explotación de las minas de plata recién descubiertas, pues se requerían capitales sustanciosos. Famosa fue la asociación de Hernán Cortés con el “factor” de la Real Hacienda, Francisco Sosa, para explotar las minas de plata de Sultepec con sus esclavos. Otros encomenderos rentaron “sus” indios a mineros y los trasladaron a las regiones de Sultepec y Taxco. Es obvio que se trataba de relaciones claramente esclavistas.
Para la minería de plata se requerían aperos y herramientas de hierro traídas de lejos, barras mineras, almádanas (mazos), picos, cuñas, clavazón para la maquinaria de trituración, entre muchas otras. Además, eran fundamentales grandes contingentes de trabajadores, por lo que se organizaron asociaciones entre varios inversionistas. Así, por ejemplo, el encomendero de Acámbaro, arrendaba sesenta indios macehuales a mineros de Taxco por espacio de un año; en las minas de Amatepec, al sur de Sultepec, para mencionar otro ejemplo, en 1536 el licenciado Cristóbal de Benavente arrendó por un año a Giles de Legay, un mercader flamenco, “cincuenta esclavos indios para sus minas en Amatepeque” por el precio de 637 pesos y cuatro tomines.
En las explotaciones mineras llegaron así a convivir operarios libres (españoles, mestizos y mulatos) con esclavos de origen africano e indígenas de lenguas y culturas muy diversas. Así se fueron perfilando las características multiculturales de los reales de minas novohispanos. En los centros mineros de la Provincia de la Plata, por ejemplo, convivían indígenas de habla purépecha, con indios trasladados de zonas actualmente oaxaqueñas y con indígenas chontales, nahuas- cohuixca del actual estado de Guerrero; también con esclavos indígenas norteños, sobre todo de la costa del Pacífico. Precisamente a estos últimos se les menciona en los documentos vinculados a las primeras minas de plata de Cortés en Sultepec como “indios xaliscos”.
De los inventarios de tales negociaciones y documentos sobre pleitos entre los primeros inversionistas en minas (décadas 1530-1560), sabemos que la mayoría extraían el mineral de plata sobre todo gracias al trabajo de sus esclavos, y las herramientas consistían de bateas y sopladores indígenas (“soplillos” se les dice en la documentación). Es decir, se fundían los ricos metales de los afloramientos como se hacía desde la época prehispánica. Sin embargo, pronto se introdujeron fuelles de tipo europeo que avivaban el fuego de los pequeños hornos. Esas fundiciones caseras condujeron a graves intoxicaciones de hombres, mujeres y niños con plomo, arsénico y otros vapores.
Pronto los trabajos de extracción se fueron sofisticando. Las técnicas europeas y las herramientas de hierro caracterizarían el trabajo que los indios y negros realizaban en las minas y fundiciones, controlados por capataces y capitanes mineros. De esta forma, en los centros mineros siempre trabajaron (además de los indios faeneros), especialistas de distintos orígenes y culturas. Sobresalían los barreteros que incluso ganaban parte de su salario en mineral, o sea, el “partido” que fue motivo de muchas negociaciones y luchas durante todo el periodo colonial; también laboraban con ellos otros expertos artesanos, herreros y carpinteros, ensambladores, fundidores que ganaban salarios relativamente altos de hasta 4 reales diarios (comparables a los de oficiales de “artes mecánicas” de las urbes). Los trabajadores auxiliares eran, por lo general, indígenas de los pueblos aledaños, que llegaban por unas semanas, muchas veces forzados, y recibían un salario de un real a un real y medio. Es decir, eran los “indios de repartimiento”.
Esta forma de trabajo temporal de los indios, que, de hecho, tiene una larga tradición prehispánica de servicios rotativos en “obras públicas”, se normó en las décadas de 1540 y 1550 por el virrey. Se legisló y amplió por ley el uso de fuerza de trabajo indígena para todos los españoles que la requirieran, no sólo para los conquistadores-encomenderos. Igualmente se prohibió la esclavitud de los indios en términos legales, con excepción de los “indios de guerra”, y se instauró el mencionado “repartimiento de indios de servicio” para autoridades y dueños de empresas que lo requerían. Esos trabajadores debían acudir temporalmente (por lo general dos semanas) a trabajar a las empresas, y se repartirían de los pueblos comarcanos en un porcentaje del 4 % del número de sus tributarios. En realidad, se pasó de la esclavitud real y legal a una semi-esclavitud temporal. Ahora los indios de los pueblos vivían en un temor constante ante la “saca” de indios, como se decía en la época. El “juez repartidor de indios” se convirtió en una figura central en los reales de minas. Este oficial cobraba cierta cantidad de dinero por cada indio que reunía de los pueblos para los empresarios mineros y, a su vez, los gobernadores de dichos pueblos también cobraban según la cuota de trabajadores que enviaban. Es decir, se implementó una perversa cadena de intermediarios que lucraban con la “saca” de indios.
En los centros mineros, el juez repartidor decidía cuántos indios acudirían al trabajo a cada negociación, según su importancia, y así se convirtió, junto con el alcalde mayor, en el personaje más poderoso de un real de minas. Los empresarios dependían del número de indios que este juez les asignara, y de esta forma inició una arrebatiña por trabajadores temporales, misma que continuó durante todo el periodo colonial, pues siempre se requirieron para el desagüe de las minas y las demás faenas en minas y haciendas. Esa fuerza de trabajo indígena temporal, que llegaba “por su ronda y tanda”, fue fundamental, sobre todo para las grandes empresas cuando sus minas entraban en bonanza. De hecho, fue tan relevante para las empresas mineras, que las solicitudes de los empresarios pidiendo indios son sumamente recurrentes en los archivos y delatan las coyunturas favorables de los reales de minas. El repartimiento de indios a las minas y haciendas de metales continuó durante todo el periodo colonial a pesar de que se prohibió en 1632 para el ramo agroganadero.
Con el proceso de amalgamación, o sea, el beneficio en frío que se difundió a partir de 1560, la explotación minera se incrementó y agilizó de manera notable. Ahora podían aprovecharse minerales argentíferos de menor ley que, por lo general, eran reacios a ser fundidos. Se sofisticó el proceso de trituración y de beneficio de los minerales. Para los trabajadores faeneros eso conllevó el deterioro de su salud, pues como el proceso se basa en mezclar polvo de mineral argentífero con sal y mercurio (azogue), y esta mezcla debía removerse durante varios días o semanas en un patio abierto, el trabajo de “repasar el montón” resultó sumamente nocivo para la salud de los trabajadores, y contaminante para el medio ambiente. No sólo se removía con palas la mezcla, sino se obligaba a los trabajadores a repasarla con los pies durante horas.
La crisis demográfica indígena de 1575-1576 en toda la Nueva España causó estragos impresionantes en la población nativa. Sin embargo, precisamente entre 1580 y 1630 se vivió un impresionante auge minero: En Pachuca, Zacatecas, Guanajuato y los reales de la “Provincia de la Plata” ocurrieron bonanzas y, como consecuencia, se intensificó la agricultura, la ganadería y producción de mulas dirigida a las minas; también floreció el comercio de herramientas, insumos como azogue y sal, además de vinos, aceite, y todo tipo de mercancías que ahora circulaban por nuevas rutas a los reales de minas. Algunos pronto se convirtieron en verdaderas ciudades. Las remesas de plata a España se incrementaron de manera tan extraordinaria que se llegaron a registrar más de 5 millones de pesos anuales.
La coincidencia de un auge minero tan notable con un grave descenso de la población indígena ‒un colapso impresionante que condujo al despoblamiento de grandes áreas‒ es única en la historia social mundial. Sin duda, la alta producción de plata se explica no solamente por la riqueza intrínseca de los afloramientos de plata explotada en esas primeras etapas de la minería, sino también por la explotación de la fuerza de trabajo. En relación con la demografía indígena hay que mencionar que nuevas epidemias de inicios de 1630 devastaron algunos pueblos más, de tal manera que a mediados del XVII, la población nativa llegó al punto más bajo, a su nadir.
El auge minero también transformó la economía indígena regional. Los pobladores rurales tuvieron que abastecer de maíz, sal, madera, carbón y leña a las minas y tuvieron que acudir a trabajos de apertura de caminos; también adaptaron sus producciones locales de tradición prehispánica a los requerimientos de la producción minera, por ejemplo, elaborando sal en cantidades industriales, o fabricando costales de ixtle para el carbón, el maíz y demás productos que en cantidades considerables había que transportar a los nuevos centros de explotación minera. Otros lugareños empezaron a fabricar en sus pueblos, o en las haciendas, todo tipo de jarcia para las minas, velas de sebo, y cueros. Esta especialización en el curtido de pieles fue fundamental, sobre todo para la confección de los costales mineros que se requerían en impresionantes cantidades.
La deforestación y la contaminación de ríos y arroyos fue una consecuencia permanente de la minería novohispana en determinadas regiones. Para los agricultores situados en las cercanías de las haciendas de metales, la contaminación de los arroyos con mercurio perjudicaba su salud y la de sus animales, envenenados con esas aguas. En general, la minería intoxicaba los recursos hídricos y el mismo aire que se respiraba en minas y haciendas de metales. Los polvos que salían de los morteros y cedazos obligaban a los trabajadores a taparse la nariz con algodón o lana y cubrirse la boca para no tragar aquel polvo tóxico. La salud de los operarios también quedaba gravemente mermada cuando tenían que pisotear y revolver (como ya se mencionó) los “montones” de mineral con mercurio en el proceso de patio. En 1720, explícitamente se quejaban los habitantes del pueblo de San Miguel Ixtapa, cerca de Tejupilco, por el trabajo en las empresas mineras de Temascaltepec, diciendo que se les morían muy aprisa sus hijos, y que los que no morían, quedaban “entrecatos y higados de forma que no pueden trabajar con fuerza y siempre andan enfermos”. (Mentz, 1999: 205; AGN, Minería v. 99, exp. 2)
Si bien fue grave el impacto de las actividades mineras novohispanas en el entorno natural, sin duda las peores consecuencias de esas actividades fueron sobre la vida de la población rural (en especial la de los indios del común): Las epidemias y sobrexplotación la diezmaron primero, y luego, en época de crecimiento demográfico, las relaciones económicas predominantes la marginaron y empobrecieron.
Durante el siglo XVIII se dieron impresionantes bonanzas mineras iniciando en Taxco, Pachuca-Real del Monte, y sobre todo Guanajuato, por lo que (junto con la producción de los centros mineros norteños) la Nueva España se convirtió en el primer productor de plata a nivel mundial. Ese auge, precisamente en las minas mencionadas del centro novohispano, condujo a un recrudecido “repartimiento de indios”. Los grandes empresarios, la familia Romero de Terreros en Pachuca-Real del Monte, los Borda y los Anza en Taxco o los Fagoaga en Huautla y Sultepec lograron obtener privilegios especiales de los virreyes. Por contar con cuantiosas inversiones y capitales, se libraron a su favor las órdenes reales que obligaban al trabajo en las minas a los indios de los pueblos, incluso de un entorno mucho mayor a las diez leguas estipuladas por la ley. Esto condujo a tumultos y graves conflictos entre dueños de minas y pueblos de indios afectados, por ejemplo, durante la bonanza que se vivió en Taxco durante la década de 1720-1745, al igual que en las posteriores ocurridas en Pachuca y Guanajuato.
En algunos lugares se combinó el descontento con la expulsión de los jesuitas u otros motivos, pero se expresó también en los mismos pueblos de indios afectados por el repartimiento de indios. Tal fue el caso en Tepoztlán, oponiéndose sus pobladores a ir a Taxco, o en los pueblos de Michoacán obligados a ir a Guanajuato, entre otros. Ocurrieron pedradas a las casas de gobernadores indígenas, se prendió fuego a casas reales, se resistía con palos, herramientas y hondas frente a los “recogedores de indios”, se destruían las cárceles y amenazaba a las autoridades civiles y eclesiásticas. Estos acontecimientos no fueron eventos relacionados sólo con la expulsión de los jesuitas y las reformas borbónicas. Estos tumultos, acompasados con los “muera el rey”, “muera el mal gobierno” y “mueran los gachupines” no fueron excepcionales, sino frecuentes y se pueden documentar desde la década de 1720.
Si bien el descontento rural indígena fue diferente en cada región, se puede proponer que la guerra de civil estallada en 1810 (localizada en El Bajío y precisamente en las regiones afectadas por el reclutamiento forzado para las minas), podría estar relacionada con esa indignación y esa resistencia, aunada a todas las demás razones que la historiografía ha documentado.
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Los datos de este ensayo se toman de mis publicaciones (2017) Señoríos indígenas y reales de minas en el norte de Guerrero y comarcas vecinas…, México, CIESAS-Juan Pablos Editores (1998), “Coyuntura minera y protesta campesina en el centro de Nueva España, siglo XVIII”, en Inés Herrera Canales (coordinadora) La minería mexicana. De la colonia al siglo XX, México, Instituto Mora-El Colegio de Michoacán-El Colegio de México-Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, pp. 23- 45. Y también (1999), Trabajo, sujeción y libertad, México, CIESAS, M. Á. Porrúa. ↑
Referencias