Manuel C. Tello y su labor educativa a través de El Obrero. Libro de Escritura-Lectura para alumnos de Escuelas Suplementarias de 1918

Ana María del Socorro García García[1]
Universidad Veracruzana

La historia de la educación en México cuenta con muchos ilustres personajes de todas las regiones del país que contribuyeron a través de libros y publicaciones al campo de la instrucción pública en los años posteriores a la Revolución mexicana: una época de cambios sociales que supuso una reestructuración en las formas y concepciones que hasta ese entonces imperaban en el material escrito del sistema educativo nacional. Veracruz, un estado particularmente fértil en materia pedagógica, aportó no pocos nombres a la larga lista de maestros y teóricos de la educación que, desde su escritura, intentaron transformar la forma en que el conocimiento era compartido a la población; uno de los personajes más importantes en este ramo fue el cordobés Manuel Crisanto Tello Medorio. Si bien la figura de este pedagogo puede no resonar en la memoria del público común, su nombre es un habitual referente para los lectores regulares de la historia de la educación, pues fue el fundador de la Facultad de Pedagogía de la Universidad Veracruzana (1954), además de haber sido director general de Educación en Veracruz, Puebla y Jalisco (en 1917, 1926 y 1932, respectivamente), y el único maestro en ocupar tres veces la dirección de la Escuela Normal Veracruzana (1923, 1930 y 1941). El tema que nos compete en este artículo es el del libro El Obrero. Libro de Escritura-Lectura para alumnos de Escuelas Suplementarias, una obra publicada en 1918 (con múltiples reediciones) en la que don Manuel Tello dejó constancia del imaginario y las condiciones sociales bajo las que el sistema educativo posrevolucionario quiso llevar la instrucción pública a los lugares más desfavorecidos del país. Pero antes de adentrarnos a la exploración de este material será necesario traer a colación el contexto político, educativo y social en el cual Tello creció y llevó a cabo la labor docente que originó la escritura de este libro.

Las preocupaciones que Manuel C. Tello dejó plasmadas en sus artículos y libros sobre el ámbito escolar iniciaron con su propia historia, pues, creciendo a finales del siglo XIX en la ciudad de Córdoba, un lugar en pleno desarrollo urbano, las aspiraciones del joven Manuel apuntaban a un trabajo modesto en alguna casa comercial —un destino común para la población joven de la época—. Sin embargo, al haber concluido exitosamente su educación primaria hacia 1898 y con la ayuda brindada por un profesor cantonal que conocía sus habilidades y aptitudes, logró ingresar a la Escuela Normal en Xalapa en 1899. A partir de allí, su buena disposición y notable esmero hacia los estudios académicos llevaron a Tello a acumular sus primeros grados: el primero como instructor de primaria elemental en 1903, y el segundo como instructor de primaria superior en 1904 (AHBENV, 1899, caja 10, legajo 5, exp. 25; Hermida, 1989, p. 527).

La formación académica de Manuel C. Tello en sus años como normalista estuvo fuertemente influenciada por los más destacados pedagogos veracruzanos de la época, como Enrique C. Rébsamen, Carlos A. Carrillo o Manuel R. Gutiérrez, por mencionar algunos. Sobre esta línea, es importante mencionar que la práctica docente de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, es decir, la época formativa de Tello estaba en plena transformación. Las estrategias tradicionales bajo las que se regía la educación pública de la época para la enseñanza de escritura y la lectura adoptaron las nuevas técnicas introducidas por pedagogos como Rébsamen, con su método sintético analítico, y posteriormente Gregorio Torres Quintero, con su sistema onomatopéyico. Sin embargo, estos avances técnicos en materia educativa no impactaron a corto plazo a la población, pues la realidad de la educación pública en la que Tello inició su carrera magisterial era alarmante.

Desde el Congreso Nacional de Instrucción Pública, celebrado en 1890, ya era palpable la creciente preocupación por el alto porcentaje de analfabetismo en el país, que era eminentemente rural; fue en ese congreso donde la Comisión de Enseñanza Elemental Obligatoria[2] tuvo a bien plantear la semilla de una “educación popular”. Esta concepción pedagógica aspiraba a la unificación nacional a través de un sistema educativo obligatorio que proporcionara la cultura general mínima requerida para sacar a las masas de la ignorancia que, según sus defensores, era el principal obstáculo para el progreso. No obstante, y a pesar de los nobles propósitos de esta propuesta, la realidad política porfirista del momento no propició la mejora de la instrucción rural y, por ende, el 80% del total de la población de México a principios del siglo XX permaneció en el analfabetismo (Solana et al., 1981: 118). Bajo este panorama, el ahora acreditado profesor Manuel C. Tello inició la labor que había de desempeñar durante la primera etapa de su vida: desde 1904 y hasta 1916 fungió como profesor, subdirector y director de diversas escuelas cantonales, escuelas primarias superiores e Institutos municipales por todo lo ancho del territorio veracruzano, siendo un destacado maestro en las ciudades de Orizaba, Tepetzintla, Chontla, Temapache y Tuxpan. Se debe considerar el impacto que estos años de peregrinaje docente supondrían en la vida posterior del autor, pues si bien Veracruz ya había establecido una extensa red de escuelas que cubrieran las necesidades educativas de las principales regiones de la entidad, la vida de un maestro o inspector de principios del siglo XX era dura:

Estos abnegados maestros no pueden hacer pie en su hogar; se ven precisados a viajar sin descanso, en tren o en coche, los más afortunados; pero las más de las veces hacen largas caminatas a caballo o a lomo de mula a través de intrincadas sierras y en no pocas ocasiones tienen que efectuar largos y penosos recorridos a pie. Sin hipérbole podemos asegurar que son los Inspectores Instructores quienes hacen sentir en todos los confines de la República los altos ideales de la Secretaría, desafiando múltiples peligros y venciendo mil obstáculos. (Secretaría de Educación Pública, 1927: 173)

Por suerte para Manuel C. Tello su traslado a Xalapa en 1916 supuso un ascenso en su carrera profesional, pues se desempeñó primero como Inspector Escolar de la zona y después, en 1917, fue elegido por votación —en un hecho sin precedentes— como director general de Educación. Fue durante esta época cuando publicó su obra El Obrero (1918), un libro que tenía la intención de dar respuesta a las aspiraciones constitucionalistas que exigían el acceso a la educación para el grueso de la población adulta, además de que intentaba integrarse al complejo e inestable contexto político imperante después de la Revolución mexicana.

El Obrero fue una obra diseñada para la inmersión de los adultos en el conocimiento lecto-escritor y se publicó por primera vez en Veracruz,[3] siguiéndole una segunda edición realizada por la Compañía Nacional Editora “Águilas” S. A., con sede en Ciudad de México, pues, según revelan los propios editores, el libro gozaba de una amplia demanda entre el sector docente:

“EL OBRERO” ha sido usado con éxito y suma eficacia por maestros que tuvieron la fortuna de hallarlo a su paso en su primera edición, hecha por el Gobierno del Estado de Veracruz, habiendo quedado todos ellos satisfechos del resultado obtenido con el empleo de esta obrita, a grado tal que, agotada aquella edición, muchos han tenido que recurrir a copias manuscritas de nuestro libro, para servirse de su procedimiento didáctico. Este hecho constituye algo excepcional en la historia de los libros de texto. (Tello, 1918)

El libro, en formato pequeño, consta de 95 páginas, con 48 ilustraciones y cuatro fotografías que sirven de apoyo visual para textos que varían de entre una oración y dos párrafos (breves) de extensión. De igual forma, en el aspecto didáctico del ejemplar es notorio que a los textos les precede una página en la que se presentan letras, sílabas, palabras y oraciones, que claramente está destinada a la enseñanza gradual de la gramática castellana. A este respecto, el autor siguió el método tradicional de la época en el que se empezaba a introducir a los educandos primero en las vocales (a, e, i, o, u), después las consonantes simples (m, p, l, s, d, n, f, t), luego las consonantes con variante (r, b, v, g, j, c, q, z, l) y finalmente las consonantes no frecuentes (ch, k, ñ, x y w). Estas páginas presentaban una tipografía que iba de un tamaño grande para las oraciones y una letra más pequeña para los sustantivos y las sílabas, además de presentar al espectador las letras cursivas. La composición de los textos también se iba complejizando conforme avanzaba la lectura: al inicio del ejemplar eran oraciones simples las que indicaban las palabras introducidas en las páginas silábicas, para terminar con párrafos de oraciones compuestas que utilizan una mayor cantidad de signos de puntuación. También en el aspecto instructivo del libro existen instrucciones sobre el uso de las mayúsculas.

Una vez explorado el aspecto técnico del ejemplar, que evidencia la experiencia del autor en cuanto a la composición pedagógica con fines lecto-escritores, la parte más interesante del libro es la referente a la naturaleza de las frases y párrafos que se conforman la mayor parte del contenido. Don Manuel Tello, que, hasta el momento de publicar este ejemplar, vivió de primera mano la realidad de las comunidades rurales y semiurbanas, plasmó su conocimiento y aprecio por la cotidianidad del campo y su gente. Esto tenía una finalidad didáctica, pues si el objetivo de la obra era el de enseñar a los adultos a leer y escribir, los ejemplos y referentes que se debían utilizar eran aquellos relacionados con su entorno. Aquí es necesario un apunte acerca de lo que eran las escuelas complementarias, las instituciones que fueron las principales destinatarias de El Obrero: estos espacios comunales eran creados con la finalidad de que las personas activas laboralmente, obreros como cita el mismo título, asistieran después de su jornada para instruirse. Las escuelas suplementarias no hacían ningún tipo de división en el alumnado, por lo que a ellas podían acudir personas de diferente sexo y diferente edad, aunque se sabe que mayoritariamente eran jóvenes y adultos que no habían tenido la oportunidad de asistir a la primaria elemental (Díaz, 1979: 73). Con esto en mente y considerando que la mayoría del territorio nacional era rural, no es extraño que las temáticas elegidas por el autor fueran de esa índole.

El carácter de los textos de este libro deja constancia de la influencia contextual presente en esta etapa de la historia, ya que se centra en la exaltación del trabajo, el amor a la tierra y la apreciación al paisaje natural; valores que ya eran característicos de los ideales promulgados por el movimiento revolucionario y que también fueron romantizados en la cultura popular posterior: “Que tu obsesión, obrero, sea el campo, sus labores, sus perspectivas, su aire sano. Ilusiónate siempre creyéndote dueño de un pedazo de tierra cultivable” (Tello, 1918: 64).

Sobre esta misma línea, la escritura revela en algunas páginas una percepción de las disparidades sociales de las que Tello fue testigo, pues recordemos que este profesor había vivido en urbes de la época como Xalapa o Puebla, así como en comunidades pequeñas en las zonas serranas de Veracruz. Esta consciencia de clase quedó plasmada en partes de la obra que versaban: “El camarada zapatero. Un niño obrero que ya obtiene el sustento trabajando como un hombre, y como hombre, sufriendo” (Tello, 1918: 13).[4]. O “La casa modestísima en que viven multitud de personas de nuestra clase pobre.” Y, como se puede ver en la imagen: “Por las veredas apartadas; por los caminos lejanos; por las calzadas solitarias, viajan aún, con enormes fardos sobre las débiles espaldas, estos indios, sombras de una raza en pena” (p. 47).

Aunado a estas consideraciones, también es innegable que El Obrero presentaba ciertas páginas que contenían recomendaciones de índole moral. Por ejemplo, una ilustración de una mujer con un bebé en brazos era acompañada con la oración: “La verdadera base de la sociedad es la madre. Ayuda a tu mujer, obrero, a cumplir tan delicada misión dignamente” (p. 10). En otra página también podía leerse: “Como la serpiente devora al medroso cervatillo, el vicio ahoga el corazón de los hombres. Líbrate, obrero, de los vicios; huye de ellos; abomínalos.” (p. 91). Además, pueden encontrarse a lo largo de todo el texto recomendaciones sobre el ahorro, el bien que representan los libros y los beneficios de la lectura. En este sentido, es interesante señalar que cada uno de estos consejos fue redactado de una manera simple y objetiva, sin dejar por ello de contener un halo poético que también es posible encontrar en otros fragmentos, pues es sabido que Manuel Tello era un orador con fuertes inclinaciones literarias: “Estudia. Hazte como una torre elevada, donde aniden las avecillas de los generosos pensamientos” (p. 90).

Finalmente, el ejemplar cerraba con un texto en el que, seguro el autor de que los estudiantes habían aprendido a leer, se exaltaban las bondades de la constancia:

El Obrero, aunque parece un libro de texto demasiado básico para los estándares actuales, suponía un instrumento valioso a principios del siglo XX, pues en aquellos tiempos los libros de texto escolares eran escasos y las casas editoriales que los producían no podían satisfacer la demanda del Estado. Las bondades de este ejemplar son innegables para los afortunados lectores que hubieran tenido la oportunidad de aprender a leer y escribir utilizándolo, sin embargo, la realidad del impacto de este material no supuso un progreso tangible a nivel federal. La ineficiencia que prevaleció en el ramo de la instrucción pública durante el Porfiriato había permanecido hasta la época posrevolucionaria, y las escuelas de educación suplementaria y las nocturnas —destinadas a los obreros y adultos en plena vida laboral— aparecían y desaparecían a través de los años, por lo que cualquier material creado para este sector no pudo llegar a ser aprovechado al máximo debido a la inconstancia de estos centros educativos. A estos inconvenientes es necesario añadir que la mayoría de población posrevolucionaria no estaba preocupada por adquirir conocimientos académicos, pues el trabajo en el campo y la industria apremiaba a la población a integrarse a la fuerza laboral desde muy temprana edad. Esto es entendible si se considera que entre más miembros de la familia trabajaran, mayores eran los ingresos del hogar: un factor crucial al momento de decidir no continuar con los estudios, pues la formación escolar no producía ingresos monetarios a corto plazo.

Aun con estas perspectivas, El Obrero, ofrece la sensibilidad didáctica de un profesor en el punto más álgido de su vocación docente: Manuel C. Tello lo concibió en la primera parte de su trayectoria académica, cuando más envuelto estaba en la realidad del panorama educativo mexicano y en la que su principal tarea era enseñar. Las experiencias que acumuló como maestro y el entendimiento de las necesidades que requería la población rural en el aspecto educativo marcaron hondamente el trabajo que realizó después de la publicación de este libro, pues instauró en 1923 el Curso Teórico-Práctico de Pedagogía en Escuela Normal Veracruzana para todos los interesados en la profesión normalista, sin importar su procedencia, y en 1946 creó una Sección de Extensión Pedagógica en consideración de los colegas fuera de los centros urbanos que ejercían la docencia sin un título oficial. Su preocupación por el desarrollo educativo en los ámbitos menos favorecidos se reflejó también en su texto Prácticas Pedagógicas, destinado especialmente a maestros rurales.

Aunque en las etapas posteriores de su vida Tello consagraría su legado instaurando escuelas primarias, fundando facultades universitarias y redactando cursos pedagógicos —entre otras publicaciones teóricas—, es indudable que El Obrero es un digno representante de los libros de texto del siglo XX a nivel nacional dirigidos a la población adulta, que aún en la actualidad no han sido regulados, y un precedente destacado del material escolar que posteriormente sería desarrollado por la Secretaría de Educación Pública.

Bibliografía

AHBENV, Fondo Estudiantes, año 1899, caja 10, legajo 5, exp. 25.

Díaz Zermeño, H. (1979). “La escuela nacional primaria en la ciudad de México – 1876-1910”, en Historia Mexicana29 (1), 59–90. https://historiamexicana.colmex.mx/index.php/RHM/article/view/2687

Galván Lafarga, L. E. y Galindo Peláez, G. A. (coords.) (2014). Historia de la educación en Veracruz. Construcción de una cultura escolar. Universidad Veracruzana / Gobierno del Estado de Veracruz / Secretaría de Educación del Estado de Veracruz.

Hermida Ruiz, Á. (1989). Maestros de Veracruz. Gobierno del Estado de Veracruz / Secretaría de Educación y Cultura.

Secretaría de Educación Pública (1927). El sistema de Escuelas Rurales en México. Talleres Gráficos de la Nación.

Solana, F., Cardiel Reyes, R. y Bolaños Martínez, R. (coords.) (1981). Historia de la educación pública en México. Fondo de Cultura Económica.

Tello, M. C. (1918). El Obrero. Libro de Escritura-Lectura para alumnos de Escuelas Suplementarias. Compañía Nacional Editora “ÁGUILAS”.


  1. Correo: mgarcia@uv.mx
  2. Cuerpo integrado por Enrique C. Rébsamen, Miguel F. Martínez y Manuel Zayas.
  3. La presentación que realizan los editores en la primera página del libro no aclara si la primera edición fue realizada a pedido del Gobierno de Veracruz o si fue una iniciativa privada del autor.
  4. Llamativo es encontrar en diferentes partes del texto el uso de la palabra “camarada”, en referencia a los individuos, no está claro si el uso se debe a un modismo propio de la época o si alude a alguna inclinación socialista del autor.