Cecilia Sheridan[1]
CIESAS Noreste
Ilustración: Ichan Tecolotl.
Hace ya algunas décadas, recién iniciados mis estudios de doctorado en historia en El Colegio de México, me inicié en la delirante aventura de escudriñar en archivos históricos regionales y nacionales buscando documentos que me llevaran a analizar la relevancia de la participación de las mujeres en la industria textil en el noreste de México en el siglo XIX; pero, como suele suceder, rápidamente perdí el hilo de la investigación que originalmente me llevó a ellos. Este desvío, que fácilmente podría calificarse de casualidad, o dispersión, surgió inesperadamente de la lectura de materiales en los que constantemente se hablaba de un pasado de barbarie superado por la introducción de la modernidad; esto es, por la aparición de la industria textil.
El desvío, entonces, surgió de la idea misma de barbarie puesta en los antiguos pobladores de esta remota región y, al mismo tiempo, en la incógnita de su destino: ¿quiénes eran?, ¿qué los definía como bárbaros?… Poco a poco fui comprendiendo que se trataba de grupos indígenas antagónicos a la presencia de extranjeros en sus territorios de vida y, de los cuales, solo quedaban vestigios escritos. Caminé hacia atrás en la documentación, curiosa por entender esta confrontación entre modernidad y barbarie.
Con el tiempo apareció la noción de “frontera” bárbara, o chichimeca, como un cúmulo de territorios a dominar, construidos sobre la suposición de la existencia de una política de apropiación derivada, necesariamente, de la idea de conquista y su complemento ineludible, la colonización de los espacios conquistados. Esta política, sustentada en “instituciones” preconcebidas y diseñadas por el poder colonial, me llevó a la lectura de innumerables estudios históricos orientados a explicar las acciones de dominio, control y civilización de la frontera septentrional novohispana, como parte de un proceso evolutivo, cuasi armónico, integrado a un proyecto mayor destinado a civilizar, o americanizar, esta porción de la geografía novohispana como un territorio que pareciera preconcebido y gradualmente diseñado: la Nueva España. Las interpretaciones surgidas de estas lecturas coincidían en otorgar sentido a la conquista y colonización de estos territorios a partir de dos medios necesarios: guerra y conversión.
La visión de la guerra, como un mal necesario, se había interpretado como un mecanismo cerrado destinado a la homogeneización de los territorios conquistados y, en consecuencia, a la construcción de fronteras o límites en la que la narrativa se movía constantemente entre lo apocalíptico y lo triunfal como clara expresión del origen moderno de un espacio conquistado y colonizado. Me pareció evidente que dichas interpretaciones habían sido producidas desde una gama de saberes que se pretendían irrefutables; saberes sustentados en la definición de espacios construidos sobre la imposición de límites que en realidad ignoraban la evidencia de la complejidad cultural por no encajar en una visión armónica del orden establecido.
Esto me llevó a tratar de descifrar, desde las interpretaciones y las evidencias documentales, cómo se llegó a la idea de “normalización” de los espacios fronterizos bárbaros/civilizados. El discurso colonial sobre los otros en raras ocasiones se cuestiona como factor explicativo de la creación y reificación de identidades étnicas. Al contrario, la exégesis del discurso institucional parece apropiarse de esa esencia, el “eterno bárbaro”, como resultado histórico de la modernidad cuya carga etnocéntrica es tan intensa que desaparece de la realidad de la interpretación misma: en ella se ha instalado el relativismo cultural anulando cualquier atributo histórico de los sujetos. La clasificación de los otros se inserta así en un sistema de representación del espacio, basado en categorías ordenadoras, que funciona como un conjunto de herramientas aptas para la dominación que sustentan el fondo de este mecanismo: la guerra como causa y justificación de dominio sobre los cuerpos tomados en la confrontación directa. La violencia se instituye como acto rector del ordenamiento del mundo de los otros; bajo su cobertura, sustentada en la fuerza y el dominio de los cuerpos salvajes, se recrean los medios ad hoc que justifican las causas de la colonización.
En este viaje de desciframiento he tocado, entre otras cuestiones, la oposición entre el pensamiento civilizado y el pensamiento salvaje o bárbaro; oposición en la que la noción de guerra, pensada como actividad simbólica, permite al grupo afirmar su intrínseca diferencia con los otros. Ya sea entre grupos indios opuestos territorialmente, como entre conquistadores e indios: el nómada abre el espacio imaginado del sedentario y éste, a la vez, provee al nómada de una guerra en la que puede reputar como propio un solo conejo. Mientras que para el cronista la batalla no tiene tiempo ni espacio: se ubica y se desarrolla en la oposición como punto de negociación del espacio imaginado/deseado.
Los nativos nómadas desorganizan el espacio y sólo la imperiosa necesidad del pensar estatal engulle las representaciones caóticas del espacio preexistente, alimentando su idea de sometimiento, de destrucción de todo, para inaugurar una nueva forma de vida en él. La guerra marca, entonces, la diferencia fundamental entre el mundo civilizado y el mundo bárbaro a partir de la premisa de que la civilidad es condición de paz: la paz reordena el espacio y sienta las bases de la diferencia entre el bosque y la ciudad.
Por lo anterior, me parece que las conquistas militares se esconden tras la idea de conquistas espirituales o pacíficas en defensa de lo obtenido o por conseguir; ambas comparten objetivos idénticos: “conquistar” el espacio y ganar territorios; contener a los nativos y acotar sus espacios de sobrevivencia; expandir el imperio, abrir “camino” y establecer “fronteras” con los indios; seguir adelante.
Por ello me ha parecido que la construcción de los espacios fronterizos novohispanos implicó la emergencia de procesos de desfronterización de los territorios nativos; me refiero específicamente a la extinción cultural y física que dio pie a una fractura de los límites culturales, derivados de transacciones sociales, en las que lo propio y lo extraño conformaron un “otro” irremediablemente ajeno. Se justifica así la colonización: como la ocupación de ese espacio que en sí mismo representa a ese otro que de tan ajeno es salvaje, chichimeca, bárbaro o simplemente enemigo de la Corona; el poder colonial subraya entonces la diferencia a partir de clasificaciones que acaban por unificar categorías de adscripción creadas para marcar las negatividades frente a la positividad que otorga la colonialidad del poder.
La guerra, como medio de conquista y colonización, se presenta en variantes complejas: tanto como expresión de una coexistencia hostil en la formulación de espacios de confrontación entre invasores y nativos, como en la guerra contra la herejía cuyo centro de acción es el demonio. En ésta última la “conquista espiritual”, o “pacificación” de los indios nativos, contiene en su propia definición la intención de contener o reducir a los indios nativos a la fe cristiana.
Últimamente me di a la tarea de estudiar la visión de los cronistas franciscanos desde la idea del tiempo intersubjetivo con la intención de comprender las categorías producidas sobre los cuerpos otros y los cuerpos propios. Me parece de fundamental importancia comprender esta intersubjetividad como expresión objetivada del tiempo interno en la interacción con esos otros: los opuestos.
Los cuerpos en las crónicas son cuerpos codificados en la larga data de los tiempos; son los “cuerpos ficticios” que remiten al cronista a los tiempos del Diluvio como explicación de las diferencias puestas en lo prohibido, lo inenarrable. La historia se cuenta desde los orígenes como justificación de la codificación que le es contemporánea, dando por sentado que la ausencia de Dios conlleva a la barbarie. La narrativa consigna al mismo tiempo el miedo frente a la corporalidad salvaje que habrá de fundirse en la forma de definir y pensar su propia corporalidad religiosa y mísitica.
La crónica, tanto como instrumento crítico narrativo como como legitimador del discurso eclesiástico, ha resultado ser una herramienta virtuosa promotora de la conquista espiritual como propósito, si no única, sí primordial para justificar la conquista de los territorios americanos. En su argumentación, colocada en las particularidades de la acción misionera en tierras marginales, podemos leer una trama discordante que nos provee de una mirada entre líneas de la concepción humana de los indios considerados bárbaros o salvajes: por una parte, el asombro contenido en la descripción de la fuerza de la infidelidad y la idolatría y, por ende, del enemigo ancestral de la verdad en la figura del demonio (que suele constituirse en el pilar argumentativo de la justificación de la violencia, el sacrificio, el martirologio) y por otra, la definición de códigos concebidos como características humanas de los bárbaros y sus costumbres que van y vienen entre la animalidad (cuerpo) y la certeza de la existencia de un alma (espíritu) objeto de salvación.
Las referencias a la corporalidad de los primeros pobladores de estas bárbaras soledades se condensan en la ferocidad guerrera de su espíritu; sus cuerpos se muestran desnudos: desnudos de fe y desnudos de cultura. Cuerpos separados del alma, que tras un breve tiempo de instrucción por la vía de la conversión emprendida por los que a sí mismos se definían como “grandes atlantes” serían salvos, y estos, sus salvadores, llorarían “bastantes lágrimas que también sabe producirlas el regocijo”. En el interín, estos cuerpos insumisos habrían de resistir la imposición de las reglas para transformarse en cuerpos apóstatas de la fe, nuevos cuerpos ficticios, símbolo de la interminable lucha contra con el demonio.
En el contexto de la intervención franciscana la noción de barbarie recibió nuevos atributos que permitieron el establecimiento de diferencias entre lo que permanece y lo que cambia conforme los misioneros se empeñaban su tarea de redención: se crearon clasificaciones que definían el inventario de las reducciones y conversiones, de lo logrado y lo que faltaba por hacer. Tal es, por ejemplo, el uso de las nociones gentil/infiel y apóstata, es decir, las almas ignorantes del Evangelio y las influidas por el demonio que habían desconocido el Evangelio. Cuando el espacio ya era considerado como territorio de la corona española, se renovaron las categorías originales —salvaje, bárbaro— expuestas bajo nuevos atributos vinculados a formas bélicas justificadas que sustentarían la reestructuración y organización política del espacio conquistado.
Las crónicas coloniales construyeron así representaciones diversas sobre los nativos que, sin duda, respondían a intereses y necesidades prácticas derivados de las relaciones complejas con sujetos sociales adversos a sus intenciones civilizatorias. Sin embargo, la representación de los indios como sujetos a transformar no difiere entre intereses y necesidades ya que son estos, precisamente, materia prima de sus empresas: los salvajes se transforman en neófitos, sujetos a misión, o en enemigos de la corona sujetos a represión, sin perder jamás el atributo de bárbaros irremediables. Solo desaparecen de los escenarios de guerra y conversión cuando dejan sus grupos y se borran sus nombres de los inventarios, o cuando se transforman en cristianos, siempre bajo el riesgo de la apostasía, o se unen a otros grupos que en el tiempo también desaparecerán de los inventarios de las empresas civilizatorias.
Estos temas me han ocupado por varias décadas, no solo por su relevancia histórica, sino, principalmente, por la necesidad de dejar evidencia de la infausta noción de “conquista” que hoy nos recrea como ciudadanos globales.