Los hijos de la ciudad en Les misérables, de Víctor Hugo

Alí Ruiz Coronel
Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM
ali@sociales.unam.mx


«Si l’on demandait à l’énorme ville: Qu’est-ce que c’est que cela?
elle répondrait: C’est mon petit».

Victor Hugo, Les misêrables

Fotografía tomada de internet


Victor Marie Hugo nació en Besançón, Francia, el 26 de febrero de 1802 y murió en París el 22 de mayo de 1885. Literato y político, fue un romántico acérrimo que esgrimió la pluma como instrumento libertario. En el ámbito de la literatura defendió la libertad estética, despojándose del rigor de las ataduras neoclásicas. En el ámbito político su pluma republicana vertió tinta a favor de la democracia, de la libertad de pensamiento y expresión, de la gratuidad y laicidad de la educación pública, y de la abolición de la pena de muerte y el trabajo infantil. En su vida y en su obra, los dos ámbitos se fusionaron. Su biografía de combatiente en las trincheras revolucionarias y el destierro, lo asemejan con los héroes trágicos de sus novelas. Sus discursos políticos ostentan la belleza que la mano del autor poeta les imprime; mientras que sus obras literarias no disimulan sus convicciones políticas. La inmortalidad de sus obras se debe a esta sincronización armónica entre la hermosura de las palabras y la pertinaz descripción de la realidad social. Más de un siglo después, muchos aspectos de su diagnóstico social siguen vigentes. Tal es el caso de los “hijos de la calle” descritos en Los miserables.

En el libro primero de la Tercera Parte, el primer capítulo se llama “El Pilluelo” [Parvulus]. En éste, el autor afirma que:

Cualquiera que vagabundee por las soledades continuas a nuestros arrabales, que podrían llamarse los limbos de París, descubre aquí y allá en el rincón más abandonado, en el momento más inesperado, detrás de un seto poco tupido o en el ángulo de una lúgubre pared, grupos de niños malolientes, llenos de lodo y polvo, andrajosos, despeinados, que juegan coronados de florecillas: son los hijos de las familias pobres escapados de sus hogares […]. El encuentro con estos niños extraños es una de las experiencias más encantadoras, pero a la vez de las más dolorosas que ofrecen los alrededores de París (Hugo, 2010: 166).

No sólo Paris, cada ciudad ofrece a sus visitantes la misma experiencia encantadora y dolorosa. A esos “niños extraños” se les ha llamado de muchas maneras: niños expósitos, delincuentes, anormales, desvalidos, transgresores (Sánchez, 2018); niño abandonado, menor en situación extraordinaria, menor en circunstancias especialmente difíciles (Pérez, 2003); niños callejeros (Domínguez, Romero y Paul, 2000), niños de las coladeras (Avilés y Escarpit, 2001); niños de la calle. Se definió como “niños de la calle”, a aquellos que “han roto sus lazos familiares, que se autoprocuran medios de subsistencia básica a través del mercado informal, que pernoctan en las calles y generalmente presentan conductas denominadas como antisociales” (Arroyo, 2016: 76).

Aunque es imposible tener el número exacto, se estima que más de 150 millones de niños y niñas en el mundo viven en esta situación (Berezina, 2014), la mitad en América Latina (Volpi, 2002: 4). En la Ciudad de México, los datos más antiguos son los de 1995, cuando el Departamento del Distrito Federal (DDF) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) registraron que había 13 373 niñas y niños en y de la calle. En 1999, el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) y Unicef encontraron que el número había ascendido a 14 322, 1 003 eran “de la calle”. En 2007, para la implementación del programa Hijos e hijas de la ciudad, el DIF y el DDF llevaron a cabo un nuevo conteo, que logró registrar 256 “niños de la calle” y 123 en 2008 (GCDMX, 2016). Posteriormente, los Censos de Personas en Situación de Calle implementados por el Instituto de Asistencia e Integración Social detectaron 255 menores en 2009, 157 en 2010 y 128 en 2017 (IASIS, 2009, 2010, 2017).

En ocasiones, estos números han sido usados como argumento para desestimar la relevancia del tema. A ello se puede responder: primero, que el número debería ser cero; segundo, que por las características de esta población, el total registrado es siempre inferior al número real; y tercero, que el número ha descendido, precisamente porque ha sido tratado como un tema relevante y porque se han formulado leyes, políticas públicas y programas que impiden que los niños y niñas vivan en la calle. Así lo demuestran los resultados de la Encuesta Nacional de Niños y Niñas, según los cuales el 4% de los niños y niñas no vivían con sus padres biológicos; 24 132 menores vivían en una casa hogar; 360 en albergues para personas en situación de calle; 4 096 en centros de rehabilitación para personas con adicciones; y 984 en refugios para mujeres, sus hijas e hijos en situación de violencia (INSP-Unicef, 2015; Unicef, 2018: 127); y cuarto, más importante que el número de niños y niñas que viven en situación de calle, es la gravedad de las circunstancias que este modo de vida conlleva.

Igual que los “pilluelos” parisinos de Victor Hugo, muchos niños y niñas en situación de calle han escapado de hogares en los que imperan la pobreza y la violencia:

Este niño vestía un pantalón de hombre, pero no era de su padre, y una camisa de mujer, que no era de su madre. Personas caritativas lo habían socorrido con tales harapos. Y, sin embargo, tenía un padre y una madre; pero su padre no se acordaba de él y su madre no lo quería. Era uno de esos niños dignos de lástima entre todos los que tienen padre y madre, y son huérfanos. […] Este niño no se encontraba en ninguna parte tan bien como en la calle. El empedrado era para él menos duro que el corazón de su madre. Sus padres lo habían arrojado al mundo de un puntapié. Había empezado por sí mismo a volar (Hugo, 2010: 167).

Siglo y medio después, Unicef corrobora el diagnóstico de Victor Hugo: “la separación familiar parece estar estrechamente vinculada con la carencia de recursos materiales y financieros más que con el fallecimiento de uno o ambos padres” (Unicef, 2018: 128). Y, a su vez, la pobreza está asociada a la violencia (Thomas de Benítez, 2007). Hay niños y niñas que son víctimas de violencia aún antes de nacer, conforme crecen, crece también la intensidad de la violencia, hasta hacerlos huir porque se sienten más seguros viviendo en la calle que en casa con su familia. Generalmente sufren todos los tipos de violencia: por negligencia, psicológica, física y sexual. En su estudio sobre el abuso y la victimización de los “niños de la calle” en el mundo, Evgenia Berezina encontró que el 64% de las niñas entrevistadas por Human Rights Watch en Guatemala, huyó de su casa por ser víctima de incesto (Berezina, 2016). Pero en la calle, su situación solo empeora: al maltrato y la violencia que reciben de su familia, se suma el maltrato y la violencia del gobierno y la sociedad.

Fotografía tomada desde internet


La violencia sexual continúa siendo un riesgo permanente en la calle, donde niños y niñas son blanco fácil de redes de trata, prostitución y pedofilia. La negligencia gubernamental y social se torna abandono: niños y niñas sin hogar, sin familia, sin acceso a la educación, a servicios de salud, sucios, malnutridos, malqueridos, duermen intoxicados sobre cartones, juntando los cuerpos unos con otros para mitigar el frío. En el mundo, las niñas y niños en situación de calle son insultados, robados, golpeados, torturados, violados, asesinados. ¿Por qué? Porque son pequeños, frágiles, no saben cómo hacer valer sus derechos y no tienen quién los defienda. Esta verdad debería “perturbar nuestra conciencia y desvanecer la reconfortante ilusión del bienestar público” (Berenzina, 2016: 1). ¿Cuál es entonces el aspecto encantador del encuentro con estos “niños extraños” al que se refiere Victor Hugo? Son ellos y ellas, los niños y niñas en sí mismos. Recordemos cómo describe al pequeño Gavroche:

Era un muchacho pálido, listo, despierto, burlón, ágil, vivaz. Iba, venía, cantaba, robaba un poco, como los gatos y los pájaros, alegremente; se reía cuando lo llamaban tunante, y se molestaba cuando lo llamaban granuja. No tenía casa, ni pan, ni lumbre, ni amor, pero estaba contento porque era libre (Hugo, 2010: 167).

Actualmente, diríamos que Gavroche es un niño “que se encuentra en situación de calle”, no le llamaríamos “niño de la calle”. La diferencia parece trivial pero no lo es: permite distinguir entre el niño y su situación. Su situación es vil, injusta, miserable; él no. Él es un niño, uno que Victor Hugo colmó de virtudes semejantes a las que, quienes hemos tenido la fortuna de convivir personal e íntimamente con niños y niñas en situación de calle, encontramos en ellos y ellas. En el párrafo anterior destacan dos: la alegría y la astucia. En la literatura científica especializada abunda evidencia de que el maltrato infantil consuetudinario afecta el proceso de neurodesarrollo generando un perfil neuropsicológico caracterizado por problemas de atención, memoria, lenguaje, desarrollo intelectual y una elevada prevalencia de trastornos internalizantes y externalizantes (Amores y Mateos, 2017). Pero esta literatura no destaca un aspecto que se aprende conviviendo con ellos y ellas: los eventos depresivos y los espasmos de cólera son compensados por abundantes momentos de alegría eufórica.

Como quien saca el máximo provecho del agua en el desierto, estos niños y niñas destilan la alegría de cualquier situación ordinaria. De la ropa vieja que les regalan, de las sobras de comida que se encuentran, del agua sucia de las fuentes. Paradójicamente, cuando no hay nada, todo es posibilidad. Es el imperativo de la supervivencia. El mismo imperativo que obligó al niño o niña a huir, y que, ya en la calle, cultiva su audacia. El niño o niña que escapa de su casa, es tan inteligente que sabe que lo que le sucede no está bien. Este solo hecho tiene gran mérito porque implica des-naturalizar lo que en su vida es natural. Pero, además, actúa para ponerse a salvo. Se requiere mucho valor para dejar la casa y mucho más para no volver. Es verdad que suelen tener bajo rendimiento escolar y generalmente desertan de la escuela, pero dominan otros ámbitos de conocimiento. Sobrevivir en la calle demanda reconocer sus peligros y encontrar la mejor estrategia para sortearlos. Obliga a proveerse mínimamente de casa, vestido y alimento, aunque sea en los estándares callejeros. Requiere la habilidad de reconocer las intenciones de los demás y de tejer redes sociales con base en el criterio propio. Todo lo cual requiere mucha inteligencia práctica y emocional.

La niña o niño en situación de calle es, incuestionablemente una víctima, ese es el aspecto doloroso; pero también es un ser con agencia, inteligencia, creatividad, valentía, audacia, resiliencia, autosuficiencia, solidaridad, gentileza y sentido del humor. Ese es el aspecto encantador que Victor Hugo atinó a destacar en su pilluelo parisino. Gavroche vivía en el interior de una estatua en ruinas. Dormía sobre una estera de paja que robó de la jaula de la jirafa en el zoológico. Compraba pan vendiendo los jabones que le birlaba al barbero, pero no dudaba en cederlo a quien tuviera más hambre que él. No sabía leer ni escribir, jamás fue a la escuela, pero entendía las razones revolucionarias de los estudiantes universitarios porque conocía la miseria y la injusticia en primera persona. Ellos necesitaban de él, no al revés. A sus escasos once años, la crudeza de la vida le había convertido en líder:

Éstos, un tanto asustados, seguían a Gavroche sin decir palabra, y se entregaban a aquella pequeña providencia harapienta que les había dado pan y les había prometido un techo. Los niños contemplaban con respeto temeroso y asombrado a este ser intrépido e ingenioso, vagabundo como ellos, solo como ellos, miserable como ellos, que tenía algo de admirable y poderoso, y cuyo rostro se componía de todos los gestos de un viejo saltimbanqui, mezclados con la más sencilla y encantadora de las sonrisas (Hugo, 2010: 294).

Como entonces, en la actualidad en la Ciudad de México los niños y niñas en situación de calle “viven en bandadas” (Hugo, 2010: 165) porque les resulta divertido estar con otros niños y niñas, pero también porque estar juntos es un mecanismo de protección y de aprendizaje de la cultura callejera (Ruiz, 2018). Los expertos transmiten este conocimiento a los nuevos y asumen precozmente responsabilidades de provisión y protección desfasadas con su corta edad:

¿Qué tenéis pequeñuelos?
No sabemos dónde dormir.
¿Y eso es todo? ¡Vaya gran cosa! ¡Y se llora!
Y adoptando un acento de tierna autoridad y de dulce protección; añadió:
Criaturas, venid conmigo.
Sí señor, dijo el mayor (Hugo, 2010: 289).

Paralelamente a la creación de alianzas y solidaridades entre los integrantes de “la bandada”, se gesta en el sentir del niño o niña, la irreverencia e insubordinación a las normas de una sociedad que lo ha excluido. Nada debe a una sociedad que nada le ha dado. Incluso desarrolla un cierto placer en el quebranto abierto de las normas y convenciones porque acrecientan su prestigio frente a sus pares. Esta actitud, temeraria y desafiante, propicia reacciones violentas y, por lo tanto, se suma a los múltiples riesgos de muerte prematura que asedian a los niños y niñas en situación de calle:

Courfeyrac vio a alguien al otro lado de la barricada, bajo las balas. Era Gavroche que había tomado una cesta, y saliendo por la grieta del muro, se dedicaba tranquilamente a vaciar en su cesta las cartucheras de los guardias nacionales muertos.
¿Qué haces ahí? Dijo Courfeyrac.
Gavroche levantó la cabeza. Ciudadano, lleno mi cesta.
¿No ves la metralla?
Me da lo mismo: está lloviendo. ¿Algo más? […]
Gavroche, blanco de las balas, se burlaba de los fusileros. Parecía divertirse mucho. […] Jugaba una especie de terrible juego al escondite con la muerte (Hugo, 2010: 353).

Conocemos el trágico final: perdió el juego, la muerte lo encontró, “cayó con el rostro contra el suelo y no se movió más” (353). En la investigación mencionada anteriormente, Evgenia Berezina reveló que la mitad de los niños y niñas en situación de calle, mueren en los primeros cuatro años posteriores a su salida a calle. Es decir que, si un niño o niña comienza a vivir en la calle a los ocho años, tiene 50% de probabilidad de morir antes de cumplir doce años (Berezina, 2016: 1). El índice de mortalidad es el indicador más fehaciente de lo grave de las circunstancias en las que sobreviven. Desafortunadamente, en la Ciudad de México el registro de su muerte es todavía más inexacto que el de su vida, así que su existencia transcurre entre la clandestinidad y la invisibilidad (Ruiz, 2017). Sobre estos seres reina el desprecio sustentado en el prejuicio. Si nos diéramos la oportunidad de conocerlos como personas individuales, no como una “subespecie de la calle” probablemente descubriríamos la verdad en las palabras escritas por Victor Hugo allá en 1862:

Este pequeño ser grita, se burla, se mueve, se pelea; va vestido en harapos como un filósofo; pesca y caza en las cloacas, saca alegre de la inmundicia, aturde las calles con su locuacidad, husmea y muerde, silba y canta, aplaude e insulta, encuentra sin buscar, sabe lo que ignora, es loco hasta la sabiduría, poeta hasta la obscenidad, se revuelca en el estiércol y sale de él cubierto de estrellas (Hugo, 2010: 166).

Bibliografía

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Avilés, Karina y François Escarpit (2001), Los niños de las coladeras, México, La Jornada.

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