Los contextos de la violencia feminicida y el feminicidio en México: hacia la comprensión del fenómeno más allá del delito

Perla O. Fragoso Lugo
Cátedras Conacyt-CIESAS Peninsular | perlafragoso@hotmail.com | fragoso@ciesas.edu.mx.


Marcha del 8 de marzo de 2020 en Mérida. Foto: Perla O. Fragoso Lugo.


Si bien la violencia contra las mujeres y las niñas y su manifestación más radical, el feminicidio, se expresan de manera directa en actos de individuos y en hechos concretos, resulta fundamental trascender una perspectiva explicativa centrada en la relación entre víctima y victimario, o en las motivaciones individuales, traducidas en actos personales ajenos al entramado de la configuración social que los explica. La violencia feminicida, dentro de la cual el feminicidio es una expresión extrema, tiene como base y origen situaciones estructurales y sociales en las que la seguridad de las mujeres y las niñas no está garantizada por parte del Estado, ya que no abate las condiciones de desigualdad que vulneran su acceso a la salud, a la educación, al trabajo, a la tenencia de la tierra, a la alimentación, a la libertad de expresión, de movilidad y al acceso a una vida libre de violencia.

En el presente escrito propongo algunos elementos analíticos para investigar al feminicidio más allá de la perspectiva criminalística que ha prevalecido en su abordaje al pensarlo casi exclusivamente en su configuración delictiva. Para ello se recupera la propuesta de Marcela Lagarde, de pensar en el feminicidio como un fenómeno estrechamente vinculado al territorio geopolítico donde emerge y, por tanto, que resulta necesario analizar como un conjunto de asesinatos misóginos y no como casos aislados y sin relación, así como un parte de un continuum de violencias de distinto orden que le preceden pero que también le son sucesivas, pues poco se ha estudiado cuáles son los efectos del feminicidio en las familias y en los entornos donde éstos ocurren, y cómo el hecho puntual del feminicidio deriva en el despliegue de otras violencias, fundamentalmente institucionales, cuando las víctimas indirectas buscan el acceso a la justicia y a la reparación del daño.

De manera puntual -y con una mirada antropológica que privilegia la perspectiva intercultural, interseccional, feminista y victimal, a partir de mi experiencia de investigación en los estados de Chiapas y Yucatán, y como perita antropóloga en el primero-, reflexiono sobre la importancia de caracterizar socialmente los contextos de despliegue de la violencia feminicida y el feminicidio en México, así como de complejizar su abordaje para situar en el centro el conflicto social y de poder del cual se deriva.

Debido a que la primera geografía visibilizada del feminicidio en México fue Ciudad Juárez, localidad fronteriza del estado norteño de Chihuahua, los abordajes sobre el feminicidio en este lugar destacaron su carácter de ciudad manufacturera industrial, y una interpretación recurrente de estos asesinatos señaló al contexto socioeconómico de la ciudad como un espacio privilegiado de la ilegalidad y la rapacidad (González, 2002; Segato, 2004; Washington, 2005), y a los feminicidios como una de sus expresiones, como un crimen de segundo Estado o crímenes de corporación[1] (crímenes mafiosos).

Esta mirada concentrada en el territorio juarense y en sus ejecutores como parte del crimen organizado, se amplió a partir de la Investigación Diagnóstica sobre la Violencia Feminicida en la República Mexicana (2006) encabezada por la antropóloga Marcela Lagarde, para quien el feminicidio en Ciudad Juárez compartía, con los otros casos de feminicidio en las distintas latitudes de México, un contexto social en el que otras formas de violencia contra las mujeres eran una constante tolerada tanto por la sociedad como por las autoridades, lo cual favorecía la impunidad. Lagarde privilegió una perspectiva de análisis social y de contexto, extendido al territorio nacional.

Para la antropóloga mexicana, el feminicidio “constituye un problema de convivencia de género” (Carbajal, 2007), y no sólo de mafias criminales, así como de impunidad favorecida por la omisión del Estado en su obligación de proteger la vida de las mujeres y de las niñas. De ahí que Lagarde trasladara su conceptualización del feminicidio al campo de los derechos, pues al ubicar “el problema de la convivencia de género” en el ámbito público, quebrantaba la oposición entre lo privado y lo público, dicotomía criticada y rechazada por los feminismos. Es decir, dicha convivencia no es asunto constreñido a los ámbitos tradicionalmente pensados como privados –como el de la casa-, sino a todas las relaciones e interacciones mediadas por una estructura de género que oprime a las mujeres y no les permite ejercer sus derechos.

Estos elementos –el reconocimiento de una diversidad de violencias que acompañan al feminicidio, que la violencia de género implica una violación a los derechos ciudadanos y humanos de las mujeres y las niñas, y la impunidad propiciada por el Estado al no proteger tales derechos y, por tanto, ser corresponsable del feminicidio- están integrados en la categorización jurídica de la violencia feminicida definida en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV, 2007).

A partir de la relevancia de caracterizar los contextos de la violencia feminicida y el feminicidio, a continuación expongo algunos de sus rasgos en los estados de Chiapas y Yucatán, donde he desarrollado mis investigaciones sobre estos fenómenos desde el año 2014.

Marcha del 8 de marzo de 2020 en Mérida. Foto: Perla O. Fragoso Lugo.


En el estado de Chiapas, dos sectores poblacionales experimentan con mayor crudeza la violencia estructural, originada por la injusticia social y la desigualdad de género: las mujeres indígenas y las mujeres migrantes provenientes de países centroamericanos. Ambos grupos se caracterizan por padecer una triple marginación, las primeras por su condición de género, de etnia y, mayoritariamente, de clase; las segundas también por su condición de género, de clase y porque, debido a su extranjería y situación de movilidad, no tienen acceso a derechos ciudadanos y sus derechos humanos son continuamente vulnerados (en el caso de las mujeres indígenas migrantes se suma una cuarta marginación, así como en el caso de las niñas migrantes que, cuando son indígenas, padecen una quinta condición de marginalidad). Estos dos grupos de mujeres tienen una presencia muy importante en Chiapas por su situación de frontera con Guatemala y porque ocupa el segundo lugar en hablantes de lengua indígena en México: el 27.3% de su población, es decir, casi la tercera parte de la misma, es indígena (INEGI, 2010).[2]

Así, la cuestión de la diferencia cultural en el contexto chiapaneco es fundamental y no está suficientemente considerada en las políticas de prevención de la violencia de género ni en la impartición de justicia. Si bien se cuenta con protocolos de investigación ministerial, pericial y policial con perspectiva de género para la violencia sexual y el feminicidio, éstos no tienen perspectiva intercultural, como tampoco la gran mayoría de los funcionarios que participan en los procesos judiciales -policías, ministerios públicos, fiscales, defensores y jueces-. Lo que sí prevalece en la idiosincrasia de la cultura chiapaneca es una visión colonial de la diferencia, pues las relaciones e interacciones sociales entre indígenas y mestizos no son horizontales, sino que estructuralmente están atravesadas por lo que Walter Mignolo justamente denomina la “diferencia colonial” (2001), es decir, una diferencia que se ha construido históricamente desde la subordinación y el poder de dominio, y que dificulta aún más que la justicia estatal sea efectiva en caso de violaciones a los derechos humanos, entre ellos a una vida libre de violencia, de las mujeres y las niñas indígenas. Existen ejemplos que dan cuenta de cómo las prácticas de los agentes del Estado y del ámbito judicial, reproducen exponencialmente la violencia feminicida sufrida por las víctimas denunciantes de los feminicidios.

El caso de Francisca Flor de la Cruz Hernández, una indígena tsotsil que en 2018 fue penalmente acusada del homicidio calificado -a pesar de contar con características de feminicidio- de su sobrina, es en este sentido paradigmático. Francisca pasó casi tres años privada de la libertad en el Centro Estatal de Reinserción Social para Sentenciados Número 5 (CERSS 5), de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, debido a que firmó una declaración autoinculpatoria -bajo tortura ejercida por funcionarios del sistema judicial-, por el homicidio de su sobrina Herminia, como fue tipificado este brutal asesinato, aunque con claras evidencias de violencia sexual, como la presencia de semen en el cuerpo de la joven, que lo califican como un feminicidio. La construcción de la culpabilidad de Francisca se logró a través del despliegue de estrategias y complicidades entre sujetos que pertenecen a las instituciones de impartición de justicia y algunos actores sociales (líderes comunitarios entre los que se ubicaba el padre del hijo de Francisca) en pactos o alianzas masculinas (Amorós, 1990; Cameras, 2015) que reproducen las formas y contenidos del patriarcado -es decir, el dominio de los hombres sobre las mujeres y la opresión de éstas- para evitar que los feminicidios sean debidamente registrados, investigados, y sancionados. El caso de Francisca resulta trágicamente paradigmático para dar cuenta de cómo se despliegan las alianzas masculinas patriarcales en la reproducción e impunidad de la violencia estructural e interpersonal feminicida, lo cual favorece la invisibilización y subregistro del feminicidio (Fragoso, 2020).

Marcha del 8 de marzo de 2020 en Mérida. Foto: Perla O. Fragoso Lugo.

Por otra parte, como lo explica Jane Collier (2009), a partir de la monetarización de la economía indígena y campesina en Chiapas en la década de los noventa, las relaciones de género en estas comunidades han pasado de estar marcadas por la complementariedad a estarlo por la desigualdad, pues de una economía en la que la que “el hogar era la base de la riqueza, el poder y el prestigio de los hombres” (Collier, 2009: 91), y por tanto el valor del trabajo de las mujeres como administradoras del hogar, el cuidado de los hijos y el cultivo de las relaciones sociales era reconocido, se pasó a una economía capitalista en la que las mujeres y los hijos representan cargas económicas y, por ello, su valoración se ha transformado, de modo que la violencia de los hombres se presenta sin las mediaciones comunitarias tradicionales para contenerla y se da con mayor frecuencia y con consecuencias más severas.

En el caso de Yucatán, la problemática de la violencia feminicida y el feminicidio ha sido escasamente abordada pues, a diferencia del referente espacial chihuahuense marcado por la violencia criminal, Yucatán se presenta como un estado seguro y de paz. En un estudio sobre bienestar en México realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en al año 2014 y publicado en inglés como Measuring Well-being in Mexican States[3] (2015), la entidad ocupó la primera posición de la clasificación estatal en la dimensión de seguridad personal[4] considerando tanto la tasa de homicidios como la confianza de la gente en la policía estatal.

Los datos citados revelan que, si bien puede existir una relación entre la presencia de la violencia criminal y un escenario de violencia armada con la prevalencia o agudización de la violencia de género contra las mujeres y niñas, hay contextos en que esta correlación no se presenta y es necesario pensar en otro tipo de vínculos explicativos de este fenómeno. En esta dirección, otros estudios muestran la presencia marcada de ciertos tipos de violencia en la entidad, entre las que justamente se encuentra la violencia de género contra mujeres y niñas en algunas de sus modalidades. la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (Endireh 2016),[5] Yucatán aparece dentro de las diez entidades -ocupando el séptimo lugar- que están por encima de la media nacional de 66.1%, tanto para la violencia total a lo largo de la vida, como para la violencia reciente ocurrida en los últimos 12 meses (octubre de 2015 a octubre de 2016) en la vida de las mujeres y niñas. De hecho, mientras que Chihuahua ocupa el sexto lugar con un porcentaje de 68.8%, Yucatán se encuentra en el séptimo con 66.8%.[6]

Así, espacios como Yucatán representan retos analíticos respecto a la violencia contra las mujeres pues si bien ésta es alta en su frecuencia, parece serlo menos en su letalidad, pues numéricamente la presencia del feminicidio no es elevada en comparación con el resto del país. La violencia estructural podría ser una clave en la comprensión de la violencia contra las mujeres en la entidad, pues es una categoría que hace referencia a la expresión de la desigualdad en diversos ámbitos: material, educativa, política, de ejercicio de derechos, etc. Uno de los elementos que han configurado históricamente la estratificación social es el sexo-género, a través de mecanismos como la organización sexual del trabajo, del espacio, del tiempo, etc. Diversos estudios realizados en México y en el mundo señalan que existe una creciente feminización de la pobreza en el marco del sistema capitalista neoliberal que impacta en las políticas de Estado (Fragoso, 2021).

Los estudios de caso y etnográficos, acompañados por referentes estadísticos, son necesarios para mostrar y comprender cómo actúa la violencia estructural en situaciones concretas, y el modo en que ésta se articula con otros atributos o características -como la edad, la pertenencia étnica, la clase social, el nivel de escolaridad, la nacionalidad, la religión o el lugar de origen y residencia (urbana-rural)-. La pertinencia de integrar a este análisis la propuesta de la interseccionalidad de opresiones (Crenshaw, 1989) es fundamental, pues permite dilucidar cómo el entrecruzamiento de las características sociales de las mujeres y niñas producen opresiones particulares.

En esta dirección, en Yucatán hay al menos dos elementos que deben considerarse de manera particular en un análisis que integra la relación, desde una perspectiva interseccional, entre violencia contra las mujeres y violencia estructural: la cuestión étnica y la pobreza material. Según datos del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI, 2010), Yucatán ocupa el segundo lugar a nivel nacional, después de Oaxaca, en el porcentaje de hablantes de una lengua indígena con el 30% (537 516 personas mayores de 5 años). La gran mayoría de ellos son hablantes del maya peninsular. Ahora bien, respecto a la pobreza, recuperando datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval, 2018), en el estado el 40.8% de la población se encuentra en situación de pobreza y el 6.7% en condición de pobreza extrema.

La situación de pobreza representa una de las expresiones de la violencia estructural que se intersecciona con otras variables, como la pertenencia étnica. Así, según el documento Medición de la pobreza 2015 en municipios con población indígena (CDI, 2016), las personas que pertenecen a los pueblos originarios representan el más alto nivel de pobreza con respecto a otros sectores de la población en situación de vulnerabilidad. En este mismo estudio se reporta que el porcentaje de población indígena en situación de pobreza es 1.65 veces mayor al valor nacional (71.9 frente a 43.6), 1.63 mayor con respecto a las mujeres (71.9 frente a 44) y 1.24 mayor con respecto a la población rural (CDI, 2016: 5). La relación entre la pobreza material, identidad étnica y sexo-género es entonces significativa. Así, el 80.7% de las mujeres casadas o unidas en pareja hablantes de lengua indígena, expresaron haber sufrido violencia emocional; 59.8% violencia económica; 55.7% física y 23.4% sexual (Endireh, 2006).

En La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil (1997), Nancy Scheper-Hugues se refiere a la “violencia cotidiana” como el conjunto de aquellas prácticas de violencia del día a día en un nivel micro-inter-relacional, que pueden ser de distinto orden, de pareja, familiar, delincuencial, cuya presencia en la experiencia de los individuos se ha normalizado. Al respecto Bourgois dice que es un tipo de violencia “que normaliza las pequeñas brutalidades […] y crea un sentido común o ethos de la violencia” (2005: 14). Sin embargo, tanto Scheper-Hugues como Bourgois enfatizan que este tipo de violencia tiene su fuente en la estructura social y suele desarrollarse en “tiempos de paz”, es decir, se despliega en contextos en los que no necesariamente existe una intensa presencia de violencia armada o criminal, como es el caso de Yucatán. El estudio del feminicidio en esta entidad representa una posibilidad de entender esta expresión extrema de violencia contra las mujeres en “tiempos de paz” generalizada, que no necesariamente lo son para las mujeres y las niñas que padecen la rutinización del sufrimiento producto de la desigualdad y que se expresa en “pequeñas brutalidades”.

Concluyo este escrito señalando que uno de los grandes pendientes a investigar en los abordajes de la violencia feminicida y el feminicidio es la cuestión de la reparación del daño y el desagravio a nivel social. A lo largo de mis investigaciones, al entrevistar a familiares de mujeres y niñas asesinadas por razones de género, generalmente mujeres -madres, hermanas, sobrinas, hijas e hijos, y algún padre- he podido registrar parte de su padecer, sufrimiento y los efectos perniciosos en su salud emocional, mental y física a raíz de dichos feminicidios. Dichos efectos se manifestaban en niveles individuales, familiares y comunitarios, pues el entorno social también suele verse impactado, ya que favorece dinámicas de rechazo, estigmatización u ostracismo, bien contra las víctimas o contra los allegados a los victimarios. Parte del sufrimiento que se genera entre las llamadas víctimas indirectas está ligado al seguimiento del proceso judicial, pues éste implicaba no sólo un desgaste natural en pleno proceso de duelo, sino también violencia institucional y experiencias de revictimización -desinformación, maltrato, etc.- tanto por parte de actores del Estado como por el entorno social. La necesidad de atender esta dimensión radica no sólo en garantizar una justicia reparadora y no exclusivamente punitiva, sino sobre todo en la construcción de una sociedad que ponga en marcha mecanismos para que las experiencias de violencia y conflicto no impliquen la pura supervivencia, sino la transformación de los lazos sociales y de su calidad, así como del género como un marcador de jerarquía y opresión.

Bibliografía

Amorós, Celia (1990), “Violencia contra las mujeres y pactos patriarcales”, en Virginia Maquieira y Cristina Sánchez (comps.), Violencia y sociedad patriarcal, Madrid, Editorial Pablo Iglesias, pp. 39-53.

Bourgois, Philippe (2005), “Más allá de una pornografía de la violencia. Lecciones desde El Salvador”, en Francisco Ferrándiz y Carles Feixa (coords.), Jóvenes sin tregua, Barcelona, Anthropos.

Carbajal, Mariana (2007), “El feminicidio, sus causas y significados. Un análisis con enfoque de género sobre la violencia contra las mujeres en América Latina”, en Mujeres en Red, el 217 Periódico Feminista, 27 de noviembre. Disponible en: http://www.mujeresenred.net/spip.php?article1228.

Cameras, Mariel (2015), Las siete alianzas. Género y poder en las prácticas de justicia en Oxchuc, Chiapas, México, Cesmeca-Unicach.

CDI (2016), Medición de la pobreza 2015 en municipios con población indígena, México.

Collier, Jane (2009), “Comentario”, en Desacatos, núm. 31, septiembre-diciembre, pp. 89-96.

Comisión Especial para Conocer y Dar Seguimiento a las Investigaciones sobre los Feminicidios en la República Mexicana, H. Congreso de la Unión, Cámara de Diputados, LIX Legislatura (2006) Investigación Diagnóstica sobre Violencia Feminicida en la República Mexicana, México.

Crenshaw, Kimberle (1989), “Demarginalizing the Intersectiorn of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory, and Antiracist Politics”, en Katharine T. Bartlett y Rossane Kennedy (eds), Feminist Legal Theory. Readings in Law and Gender, Nueva York, Routledge, pp. 57-80.

Fragoso Lugo, Perla (2021), “Violencia de género contra mujeres y niñas y feminicidio en Yucatán: apuntes para su investigación”, en Península, vol. XVI, núm. 1, enero-junio, pp. 191-217.

Fragoso Lugo, Perla (2020), “Pactos patriarcales en el ocultamiento de un delito: feminicidio y violaciones a los derechos humanos en Chiapas, el caso de Francisca Flor de la Cruz Hernández y su familia”, en Revista sobre Acesso à Justicia e Direitos Nas Américas, Brasília, vol. 4, núm. 1, enero-junio, pp. 228-262.

González Rodríguez, Sergio (2002), Huesos en el desierto, México, Anagrama.

“Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. Publicada en el Diario Oficial de la Federación el 1 de febrero de 2007. Última reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 2 de abril de 2014.

Mignolo Walter (2000), “Diferencia colonial y razón posoccidental” en Santiago Castro-Gómez (ed.), La reestructuración de las Ciencias Sociales en América Latina, Bogotá: Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar, pp. 3-28.

OCDE (2015), Measuring Well-being in Mexican States, París, OCDE Publishing.

Segato, Rita (2004), “Territorio, soberanía y crímenes de Segundo Estado: la escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez”, Brasilia, Série Antropologia, 16 p.

Washington Valdés, Diana (2005), Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano, Barcelona, Océano.

Páginas de internet consultadas

https://www.coneval.org.mx/coordinacion/entidades/Yucatan/Paginas/Pobreza_2018.aspx

http://www.cuentame.inegi.org.mx/monografias/informacion/yuc/poblacion/diversidad.aspx?tema=me&e=31

  1. Segato entiende por corporación al “grupo o red que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo, establecido firmemente en la región y con tentáculos en las cabeceras del país” (2004).
  2. Aquí me ocuparé de la población indígena dado que mi trabajo de investigación con las mujeres migrantes ha sido muy limitado.
  3. En español se publicó un cuadernillo titulado Midiendo el bienestar en los estados mexicanos. Resultados más destacados (OCDE, 2015) que contiene un resumen de los hallazgos del estudio que se presentan de forma extensa en el informe en inglés.
  4. Los elementos que se consideraron en el estudio para la medición de la seguridad personal fueron los siguientes: tasa de homicidios, percepción de seguridad, tasa de crímenes y confianza en la policía.
  5. Además de medir la dinámica de las relaciones al interior de los hogares y la violencia de pareja, la ENDIREH 2016 indagó sobre las experiencias de las mujeres mayores de 15 años en la escuela, el trabajo y la comunidad con distintos tipos de violencia (emocional-psicológica, física, sexual, económica y patrimonial).
  6. Campeche sólo 53.6% respondió afirmativamente. En Quintana Roo, este fenómeno se presenta en el 64% de las habitantes de dicho estado.