Las vertientes de lo común en Oaxaca. Algunas apreciaciones históricas

Marta Martín Gabaldón[1]
Instituto de Investigaciones Históricas, Unidad Oaxaca, UNAM

Mesa común en Santo Domingo Tomaltepec (Oaxaca) para pensar en el futuro de la comunidad y el territorio. Proyecto Cocina Colaboratorio.
Foto: Marta Martín Gabaldón, 2 de octubre de 2024.

¿Qué es lo común?

Omnia sunt communia! Proclamar que “todo es de todos” o “todo es común” es una sentencia poderosa que ha trascendido los siglos. La pronunció el predicador reformista y líder anabaptista Thomas Müntzer durante la revuelta que libraron los campesinos del Sacro Imperio Romano Germánico entre 1524 y 1525 contra nobles, terratenientes, banqueros y clero corrupto en pos de desprenderse de los perniciosos vínculos tardo-feudales y por la instalación de un orden social justo (Mantecón Movellán, 2009). No sabemos si la opinión de Tomás de Aquino (//), vertida en el siglo XIII, influyó en el cristianismo revolucionario de los reformistas colectivistas. Santo Tomás argumentó, a propósito del hurto, que “en caso de necesidad todas las cosas son comunes, y, de este modo, no parece que sea pecado si uno toma una cosa de otro, porque la necesidad la hace común”. Lo que sí es cierto es que las necesidades del mundo post Guerra Fría, donde el neoliberalismo y el capitalismo flexible han acrecentado enormemente las desigualdades, traen consigo clamores renovados en favor de lo común, tanto en la práctica política —entendida de manera amplia, no solo asociada al actuar del Estado— como en el interés intelectual e historiográfico. Sirva de ejemplo mencionar que la librería asociativa, distribuidora y editorial española Traficantes de Sueños, constituida en la década de 1990 al cobijo de movimientos sociales alternativos y antiautoritarios, edita bajo la consigna anabaptista una colección dedicada a la historia crítica.[2]

En estos contextos contemporáneos ¿qué podemos entender por “lo común”? No hay definiciones unívocas, pues dependen de usos histórica y geográficamente situados. Como punto de partida asumimos que tenemos que diferenciar entre tres aspectos etimológicamente relacionados, pero con matices en su uso. En primer término, “lo común”, en singular, entraña una condición, una concepción abstracta —filosófica y política— que resulta en la manera de relacionarnos con los objetos o bienes en términos de posesión o propiedad colectiva y que tiene implicaciones jurídicas. En términos simples, lo común no pertenece privativamente a una sola persona sino que es un grupo quien tiene derecho de servirse de ello; implica un sistema de autogestión y consenso que establece de manera clara las reglas para acceder y aprovechar aquello con condición de común, y, por lo tanto, al mismo tiempo, entraña una relación social particular entre los integrantes de dicho grupo. En segundo lugar, los “bienes comunes” son aquellos recursos cuyo aprovechamiento se realiza bajo este patrón descrito para el sostenimiento de determinada comunidad política. Históricamente, los pastos, los montes, los bosques y el agua han sido los recursos considerados como bienes comunes. Por otro lado, “los comunes”, en plural, son instituciones sociales colaborativas encaminadas a la regulación de los recursos materiales o inmateriales considerados como de propiedad colectiva. Los comunes enmarcan un repertorio amplio de formas sociales y jurídicas en entornos políticos diversos, hasta el punto de ser considerado un “término ómnibus” que se utiliza para referir una gama heterogénea de alternativas antipatriarcales, anti propiedad privada y anticapitalistas (Linebaugh, 2022).

Hablar de lo común o comunes implica entender el entramado de relaciones sociopolíticas, económicas e incluso territoriales que lo sostienen y propician. En este sentido, son varios los autores y autoras que han cuestionado si realmente “comunes” en el ámbito hispano y latinoamericano, como traducción del término anglosajón commons, da buena cuenta de las relaciones políticas, estructuras de propiedad y derechos, regímenes de usos y estrategias de planificación colectiva propios de nuestros entornos sociohistóricos o más bien contribuye a opacar algunas particularidades. Eventualmente, se asocia esta conversión lingüística al español con el contenido de una célebre tesis que impactó a finales de la década de 1960 en la justificación de la propiedad privada como mejor sistema de aprovechamiento en los marcos del capitalismo y que ganó muchos detractores que contribuyeron a refutar la idea desde los campos de la historia, la sociología y la economía política durante las décadas siguientes.

En 1968, Garret Hardin, un zoólogo experto en ecología humana, publicó en la prestigiosa revista Science un artículo titulado “The Tragedy of the Commons” (“La tragedia de los comunes”). A partir de argumentos neomalthusianos que se asociaban con el deterioro ambiental, da una respuesta a un dilema bien conocido en la acción colectiva: si varias personas utilizan un recurso compartido, lo harán de acuerdo con intereses motivados por su racionalidad individual, lo cual tendrá como desenlace la destrucción de dicho bien común pese a que a ninguna de ellas le conviene esa situación (Hardin, 1968). Los argumentos más potentes que hicieron frente a esta teoría vinieron en la década siguiente por parte de Elinor Ostrom, integrante de la corriente conocida como “nueva economía institucional”, la cual presta atención particular a los costes organizativos de las actividades económicas. En su obra más conocida, Governing the Commons, publicada en 1990, a través del análisis empírico de experiencias históricas de gobierno de bienes comunes, concluyó que los recursos de uso común, aun en momentos de escasez, pueden ser gestionados de manera sostenible y satisfactoria durante largos periodos de tiempo sin la intervención del mercado ni del Estado (Ostrom, 2011).

En las últimas décadas, investigaciones desde diversas corrientes teóricas pusieron en evidencia la confusión a la que indujo el trabajo de Hardin y que llevó al desprestigio de los comunes en algunos ámbitos económicos y políticos: lo que el autor analiza en su ejemplo como bien común, en realidad se rige por un acceso abierto no regulado, es decir, con ausencia de propiedad (Gutiérrez Espeleta y Mora Moraga, 2011: 129). Y, como señalamos líneas atrás, los comunes sí implican normas de acceso y uso de los recursos conocidas por los usuarios y un régimen de propiedad determinado (e históricamente situado).

La tendencia que se denomina en los ámbitos hispano y latinoamericano “el retorno de los comunales” nos acerca a reflexiones históricas en torno a experiencias del ejercicio de lo común en distintas latitudes y temporalidades y nos permite hacer ejercicios comparativos que ponen en clara evidencia la necesidad de comprender los contextos precisos en los que tuvo —y tiene— presencia lo común. En este entramado, las experiencias pasadas y presentes de lo que hoy concebimos como Latinoamérica comparten dos características esenciales que han perfilado su devenir histórico y que también marcan los derroteros de no pocas luchas socioambientales y territoriales. Por un lado, destacamos el dominio colonial en lo económico, lo social y lo cultural que se gestó desde comienzos del siglo XVI y que, en términos de Aníbal Quijano, permanece hoy en forma de colonialidad del poder, del saber y del ser. Aquel colonialismo que, según Karl Marx, facilitó la acumulación originaria de capital que permitió el despegue de la primera Revolución Industrial y la formación del capitalismo —con el trabajo de mano de obra esclava y los metales preciosos como protagonistas—, bajo la colonialidad del poder hoy día le hace juego a la globalización y al capitalismo flexible a través de “proyectos y actividades económicas que se basan en la intensificación de la explotación laboral, la apropiación de los bienes naturales y el despojo de los territorios y bienes comunales” (Rodríguez Wallenius, 2020: 28). Por otro lado, hay que mencionar la notable presencia histórica e importancia que tuvieron y tienen los comunes en Latinoamérica bajo formas heterogéneas de organización social, política y jurídica, asociados en muchos casos —aunque no taxativamente— a los contextos indígenas. Es en este segundo aspecto particular donde emergen con fuerza reflexiones contemporáneas elaboradas desde Oaxaca.

Lo común en Oaxaca: algunas notas históricas para su comprensión

En octubre de 2015 vio la luz el primer número de la revista El Apantle. Revista de Estudios Comunitarios publicada entre Puebla y Oaxaca por la Sociedad Comunitaria de Estudios Estratégicos, al tiempo en que se celebró el “Primer Congreso sobre Comunalidad. Luchas y Estrategias Comunitarias: Horizontes más allá del Capital”. La revista, de corta trayectoria pero jugoso contenido —tres números se han editado hasta el momento—, compila textos que conjugan lo común, lo comunitario y lo comunal. Como señaló pertinentemente Alejandra Aquino (2015), en Oaxaca ha sido la filosofía y praxis de la comunalidad la expresión de los comunes que ha logrado sobresalir en entornos heterogéneos —comunidades rurales, urbanas y migrantes— apostando por la reproducción de la vida con sentidos compartidos más allá del Estado y el capitalismo. Esta categoría, creada a finales de la década de 1970 por dos intelectuales indígenas —Floriberto Díaz, mixe, y Jaime Martínez Luna, zapoteco serrano—, ha permeado e impactado en numerosos ámbitos de la producción de saberes, dentro y fuera de Oaxaca. Sintetizando la propuesta, la comunalidad es un concepto que guía la definición de los concebidos como “modos de vida de los pueblos indios”, los cuales se sustentan en la comunidad. Se sostiene que una de las partes constitutivas importantes de la comunidad es su territorio, demarcado y definido por la posesión que se asume como comunal, y también que el hilo conductor que permite tejer la dimensión histórica de la comunalidad es la resistencia que las culturas originarias han prestado “a la violenta implantación del sistema mundo colonial”. Dicha resistencia se sostiene, precisamente, sobre el “ser comunal” (Manzo, 2011). Esta potente idea utopística nos da la pauta para, en los siguientes párrafos, ahondar en algunas cuestiones históricas puntuales que sitúan lo común en el centro del análisis.

Si bien la posesión comunal del territorio a la que alude la comunalidad no se identifica categóricamente en su discurso con la forma de propiedad social de la tierra contemplada en la Ley Agraria que se conoce como “comunidad” o “bienes comunales”, la realidad del estado de Oaxaca, y en particular la de la Sierra Norte (región de origen de la comunalidad), puede contribuir a que se establezca dicha asociación en el imaginario de la comunalidad. Oaxaca alberga aproximadamente el 50% de las tierras en régimen comunal de toda la república; los núcleos agrarios certificados como comunidad a partir de la década de 1990 suman 3 millones 600 mil hectáreas, el 38.5% de la superficie del estado, lo cual, si sumamos las numerosas tierras no certificadas que se rigen a través de Comisariados de Bienes Comunales, asciende a casi el 80%.

Pero ¿cuál es el origen de los bienes comunales de los pueblos? Indagaciones recientes de Yair Hernández (2023) en la Mixteca nos muestran la complejidad de lo que, superficialmente observado, podría ser interpretado como simple continuidad histórica. Al analizar los procesos de reconocimiento, restitución y titulación de bienes comunales que se llevaron a cabo en la Mixteca Baja a partir de 1942, al calor de la Reforma Agraria posrevolucionaria, se percató de que muchos pueblos situaban el origen de sus tierras no en las posesiones que en tiempos coloniales se conocían como “del común”, sino en las compras que se habían hecho a partir de las Reformas Liberales de mediados del siglo XIX que allanaban el camino para la privatización de la tierra. El mecanismo fue el siguiente: después de la Ley de Desamortización de 1856, los campesinos sin tierras que históricamente habían vivido de trabajar las tierras de sus caciques (de herencia colonial), crearon sociedades agrícolas mercantiles para acceder a esas tierras privatizadas, para lo cual tuvieron que presentar documentos que mostraban la titularidad de lo que estaban comprando; esos títulos que presentaron ante los tribunales agrarios no fueron títulos de tierras comunales, pues no tenían, sino documentos vinculados a los linajes gobernantes mixtecos, ya que eran dichas élites quienes las habían poseído por generaciones. Esta historia es demasiado intrincada para sintetizarla aquí, pero evidencia, en la Mixteca Baja en particular, el gran peso de los cacicazgos —entendidos como institución colonial que reconocía el derecho de los gobernantes indígenas— y cómo su presencia complejiza el análisis de las tierras que se convirtieron en propiedad nominalmente individual pero, algunas de ellas —bosques, pastos, montes—, de gestión colectiva.

Precisamente, la gestión colectiva posee muchos matices que necesitan ser estudiados con detenimiento para tratar de desentrañar las confusiones que se pudieron dar durante el siglo XIX y que interfirieron en las dinámicas de privatización liberal y luego también en la Reforma Agraria. ¿A qué confusión nos referimos?

Hemos de iniciar explicando que el liberalismo deseaba la desaparición de la “propiedad imperfecta”, es decir, aquella que no es “plena”, que es el tipo de propiedad en la que todos los derechos —la propiedad en sí y el derecho de uso (usufructo)— recaen sobre una misma persona, de forma absoluta e inalienable. Las tierras comunales y los bienes comunes eran considerados por los juristas y hombres públicos del siglo XIX como propiedad imperfecta, y su interpretación medió en la configuración del territorio de los pueblos y de la normatividad que regulaba su propiedad, acceso y uso. La confusión pudo fraguarse a partir de la simplificación que hicieron de las categorías coloniales, aplanando su complejidad y casuística y apelando, a su vez, a una larga continuidad que tomó el concepto de “ejido” como el paradigma de lo “común”, cuando en realidad existían jerarquizaciones de espacios y aprovechamientos al interior de los pueblos, pues los ejidos coloniales eran solamente los terrenos a las afueras con recursos diversos (pastos, bosques, canteras, etc.) de los que todos los vecinos se beneficiaban en común (Escobar y Martín, 2020).

Vale la pena mostrar algunas apreciaciones sobre lo sucedido durante los siglos del virreinato para sumar más piezas al rompecabezas interpretativo.

Lo común durante la Oaxaca virreinal

Una idea fundamental para entender las dinámicas coloniales en torno a la posesión de la tierra es que los reyes españoles no eran propietarios de los territorios americanos, es decir, no ejercían dominio posesorio sino dominio eminente, es decir, ejercían su jurisdicción sobre las tierras —imponiendo leyes y modos de gobierno que regulaban la vida—, mas no eran de su propiedad. Entonces, los reyes eran soberanos, pero no propietarios, de las tierras americanas. A su vez, a través de varios mecanismos —como la donación a través de especie de títulos, denominados cédula real o merced— podían traspasar el dominio directo a ciertas personas o corporaciones, es decir, un dominio de derecho sobre tierras o bienes que excluía a cualquier otro poseedor. Por otro lado, quienes tenían ese dominio directo podían permitir el derecho de usar y obtener bienes de las tierras (el llamado usufructo) a otras personas bajo la forma del dominio útil, el cual podía presentarse en una variedad considerable de acuerdos y contratos similares a la renta (Peset y Menegus, 1994). En esta explicación apreciamos cómo se “desdoblaba” la propiedad en el Antiguo Régimen, lo que hizo que el liberalismo del siglo XIX la apreciara como “imperfecta”.

Los llamados pueblos de indios fueron las entidades político-territoriales que principalmente portaron y fueron agentes de lo común. Al ser herederos de la tradición organizativa prehispánica, retuvieron derechos residuales sobre todos los tipos de tierras concebidas en ese universo previo. Esquematizando mucho, existieron tres grandes tipos de tenencia, las cuales ejemplificamos a través de lo observado en la Mixteca: la “privada”[3] (tierras de los gobernantes, nobles y guerreros, como las ñuhu chiyo, que eran las tierras antiguas patrimoniales inenajenables de la casa, o las ñuhu nidzico, las tierras de los nobles que habían sido adquiridas por compra); la pública (superficies que servían para el sostenimiento tanto de las instituciones administrativas, religiosas y militares, como de ciertos individuos ligados al funcionamiento del aparato público, como las ñuhu aniñe, que eran las tierras de la casa señorial o el palacio); y la comunal. Las comunales se basaban en los niveles organizacionales de la casa y el “barrio” para su cultivo. Así, existían las ñuhu huahi, que eran las parcelas asociadas a una unidad doméstica concreta; las ñuhu ñuu, que eran las tierras gestionadas por el ñuu (la unidad política básica, equivalente a pueblo); y las ñuhu siña, las tierras del barrio (Terraciano, 2013).

Hemos de tomar en cuenta que la tenencia considerada comunal, colectiva o de naturaleza corporativa podía contemplar no solo funciones de uso común —agua, montes y bosques de donde extraer leña y caza—, sino también tener expresiones de derechos individuales en su interior. Aunado a ello, el hecho de que el registro y la potestad sobre su asignación estuviera en manos de las autoridades de las distintas entidades político-territoriales, complejiza no solo nuestro entendimiento sino también el de los españoles del siglo XVI. Con probabilidad, se eliminaron muchos matices a partir de la imposición de un modelo de territorialidad europea (aun hibridado con formas indígenas), el cual pasó a considerar simplemente como “del común” algunas otras categorías gestionadas entonces por la comunidad, tales como el territorio donde se asentaba el poblado en sí (“tierras por razón de pueblo”), las tierras llamadas de “propios” (que se arrendaban o trabajaban para sufragar los gastos de la comunidad), las tierras conocidas como “comunales” (que se repartían en parcelas para su labranza y procuraban el sustento familiar) o los terrenos asignados a pobladores y sirvientes sin acceso a tierras comunales.

Bajo esta lupa, lo común, analizado a partir de las implicaciones que ofrecen la tenencia, el uso, el acceso y la gestión de los recursos naturales, así como sus contrapartes, la exclusión, la restricción y la enajenación, nos permite vislumbrar múltiples facetas de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Como Rosa Congost (2007) ha señalado contundentemente, la propiedad no es un mero soporte de contratos sino que supone una relación política; se expresa a través de la ley, y la ley es, a su vez, reflejo de las relaciones y equilibrios de poder entre grupos sociales.

Un ejemplo de ello lo constituyen los acuerdos saldados sobre recursos comunes bajo las “leyes de mancomunidad”. Yanna Yannakakis (2023) ha estudiado algunos acuerdos de mancomunidad que se establecieron en época colonial en torno a tierras de pastoreo previamente disputadas entre el cacicazgo de un pueblo sujeto y su cabecera, Tlaxiaco. Observó cómo estos acuerdos reflejan más los vínculos legales de obligación mutua sobre un bien común, sostenidos sobre relaciones señoriales de raigambre prehispánica, que en sí la transacción económica típica de un contrato. Por nuestra parte, hemos identificado el uso de acuerdos de mancomunidad como estrategias para legitimar la posesión de ciertas tierras por parte de pueblos que de otra manera no hubieran contado con algún instrumento legal reconocible por la Corona. En ambos casos, desarrollados en el siglo XVIII, los acuerdos de mancomunidad reprodujeron, de cierta forma, las relaciones socio-políticas y las obligaciones intercomunitarias tejidas desde largo tiempo atrás al interior de un antiguo señorío.

Reflexiones finales

Este texto supone una invitación a pensar en la complejidad que entraña entender lo común, la posesión y gestión de los bienes comunes y los comunes como institución, con una profundidad histórica. Esto tiene un pasado, un presente y un futuro. Comprender las diversas formas que tomó lo común en los espacios sociohistóricos oaxaqueños en su pasado no solo puede contribuir a satisfacer la curiosidad del historiador e historiadora, sino que puede aportar valiosas enseñanzas y derroteros para valorar alternativas justas al desarrollo extractivista que acecha al territorio y a sus comunidades humanas.

Un buen punto de partida consiste en prestar mayor atención al concepto mismo. Con gran frecuencia, en el imaginario de las y los científicos sociales, cuando se habla de comunes históricos aparece la imagen de los commons ingleses en la transición del feudalismo al capitalismo en el siglo XVIII, los cuales se vieron amenazados con la generalización de los cercamientos (enclosures) promovidos por el parlamento. Dichos commons poseyeron estructuras de posesión y ordenamiento del campo sustancialmente diferentes a las que se consolidaron en la Oaxaca virreinal. Si bien en el contexto británico el señorío “feudal” o manor articuló distintas formas de posesión en las que los campesinos pequeños propietarios (yeomanry) van perdiendo terreno frente a una pujante pequeña aristocracia rural (gentry), en Oaxaca tenemos que tomar en cuenta las implicaciones del dominio de la Corona española y la pervivencia durante siglos de estructuras indígenas con gran influencia sobre la tierra, como los cacicazgos. ¿Encontraremos una nomenclatura alterna en el contexto latinoamericano para que cuando hablemos de los comunes históricos podamos desprendernos de la influencia interpretativa de los commons anglosajones?

Finalizando con más reflexiones para el presente, vale la pena poner sobre la mesa una filosa observación que realiza el filósofo y sociólogo César Rendueles en su reciente libro Comuntopía:

Los comunes tradicionales se desarrollaron en comunidades robustas con características muy idiosincrásicas: relaciones sociales duraderas, fuerte peso de la tradición, estructuras familiares sólidas vertebradoras la vida cotidiana, una religiosidad viva… ¿Pueden sobrevivir esas prácticas en entornos sociales como los de las sociedades industriales de masas? ¿Son compatibles los comunes con los estándares de libertad personal que consideramos inseparables de las democracias modernas? Es poco probable que los mercados generalizados desaparezcan en el corto plazo, ¿qué encaje pueden tener los comunes con los distintos tipos de mercado que existen en nuestra sociedad? (Rendueles, 2024: 14)

Que no nos gane el pesimismo. Quizá las sociedades oaxaqueñas tengan valiosas experiencias que aportar al afianzamiento de lo común.

Referencias

Aquino, A. (2016, marzo). Comunalidad a la oaxaqueña. Ojarasca. La Jornada. https://www.jornada.com.mx/2016/03/12/oja-comunal.html

Aquino, S. T. de (1988-1994). Suma de Teología (5 tomos). Biblioteca de Autores Cristianos.

Congost, R. (2007). Tierras, leyes, historia. Estudios sobre “la gran obra de la propiedad”. Crítica.

Gutiérrez Espeleta, A. L. y Mora Moraga, F. (2011). El grito de los bienes comunes: ¿qué son? y ¿qué nos aportan?. Revista Ciencias Sociales, I-II(131-132), 127-145.

Escobar, A. y Martín, M. (2020). Una relectura sobre cómo se observa a lo(s) común(es) en México. ¿Cambios en la transición del siglo XIX al siglo XX? o ¿una larga continuidad?. Documentos de Trabajo del Instituto Universitario de Investigación en Estudios Latinoamericanos 136. http://hdl.handle.net/10017/43622

Hardin, G. (1968). The Tragedy of the Commons. Science, 162(3859), 1243-1248.

Hernández Vidal, Y. G. (2023). Las políticas de integración del estado nacional mexicano sobre las naciones indígenas. La Reforma Agraria en la Mixteca [Tesis Doctoral]. El Colegio de San Luis. https://colsan.repositorioinstitucional.mx/jspui/handle/1013/1512

Linebaugh, P. (2022). Roja esfera ardiente. Akal.

Mantecón Movellán, T. A. (2009). Omnia sunt communia. Thomas Müntzer, la palabra y la rebelión del hombre común. En Marcos, M. (ed.), Herejes en la historia (pp. 143-182). Trotta.

Manzo, C. (2011). Comunalidad, Resistencia Indígena y Neocolonialismo en el Istmo de Tehuantepec. Siglos XVI-XXI. Centro de Estudios Antropológicos Ce-Acatl.

Ostrom, E. (2011). El gobierno de los bienes comunes. Fondo de Cultura Económica.

Peset, M. y Menegus, M. (1994). Rey propietario o rey soberano. Historia Mexicana 43(4), 563-599.

Rendueles, C. (2024). Comuntopía. Comunes, postcapitalismo y transición ecosocial. Akal.

Rodríguez Wallenius, C. (2020). Defender los Territorios frente al despojo. Luchas socioambientales y disputa por proyectos de sociedad en México. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.

Terraciano, K. (2012). Los mixtecos de la Oaxaca colonial. La historia ñudzahui del siglo XVI al XVIII. Fondo de Cultura Económica.

Yannakakis, Y. (2023). Since Time Immemorial. Native Custom and Law in Colonial Mexico. Duke University Press.


  1. Correo: martamgabaldon@unam.mx
  2. Colección Historia de la editorial Traficantes de Sueños: https://traficantes.net/colecciones/historia-0
  3. Entrecomillo el adjetivo “privada” porque se trataba de formas muy embrionarias que apenas caminaban a lo que los marcos legales occidentales consideraron como dominio privado o pleno más o menos acabado (exclusivo, absoluto y perpetuo).