Las tensiones de la diversidad: autonomía, territorio y jurisdicción

Víctor Leonel Juan Martínez[1]
CIESAS Pacífico Sur – PLURAL

Autoridades COPUDA. Fotografía: archivo PLURAL.


“México tiene una nación pluricultural, sustentada en sus pueblos indígenas”, reconoció en 1992 una reforma al artículo 4º de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM). En 2001, además, se definió al pueblo, a la comunidad indígena y se les reconoció un conjunto de derechos. En 2019 se reconoció también la presencia del pueblo negro-afromexicano. Ello, además de alimentar el discurso recurrente de los gobiernos de señalar que se empezaba a cubrir una “deuda histórica” con los pueblos indígenas, tenía diversas consecuencias, entre ellas la incorporación del pluralismo en el entramado jurídico-institucional mexicano, del cual nos referimos en este texto.

Si bien la reforma de 1994 correspondería a la corriente prevaleciente de la época, sólo declarativa; la de 2001, que reconoce un conjunto de derechos fundamentales a los pueblos indígenas, encierra en sí misma diversas contradicciones pues a la par se limitan o niegan en la misma carta constitucional o en la legislación secundaria. En consecuencia, se generan un conjunto de tensiones, problemáticas y empleo discrecional por las instancias estatales, de la pluralidad normativa, como observaremos en este trabajo.

Libre determinación y autonomía

En 1995, en un contexto complejo por el levantamiento del EZLN en Chiapas y distintos factores y procesos presentes en Oaxaca, se reconoce en esa entidad la elección de los ayuntamientos por “usos y costumbres” de las comunidades indígenas, lo que constituye un paso trascendental en la política del reconocimiento en México (Recondo, 2007; Hernández y Hernández y Juan-Martínez, 2007). La praxis autonómica indígena, conservada en la resistencia y en los porosos límites de la legalidad, pasaba así a tener un asidero constitucional.

Es de señalar que este avance se daba en Oaxaca, entidad con mayor diversidad cultural en México, en su territorio habitan 16 pueblos indígenas y el afromexicano; hay una memoria histórica del reconocimiento, pues fue la única entidad que en 1825, ya en el México independiente, reconoció a las repúblicas de indios con la mismas atribuciones que los ayuntamientos; el 66% de su territorio es propiedad de las comunidades indígenas y un 15% adicional es propiedad ejidal. Tiene 570 municipios, el 23% del total nacional; y tres mil 844 comunidades. De ese total, 417 municipios eligen a sus gobiernos locales por sistemas normativos indígenas. Han transcurrido 27 años desde este reconocimiento, con distintas implicaciones políticas y sociales y en la relación con el Estado. Aquí referiremos algunas tensiones generadas entre sistemas jurídicos diferenciados.

Porque sucede que, como en la generalidad de la política del reconocimiento, se aplaude la diversidad cultural, siempre que corresponda a la concepción dominante en la estructura estatal, pero se niegan, satanizan e impiden aquellas prácticas distintas que hacen posible esa diversidad. De estos procesos se ha dado cuenta en el libro Las otras elecciones (Juan-Martínez, Recondo y Martínez, 2021).

Un ejemplo, ocurre con la judicialización de los conflictos derivados de procesos electorales en municipios de Oaxaca. De entrada, hasta 2012, no había en el entramado estatal un medio de impugnación, si bien ahora existe con el Juicio Electoral en Sistemas Normativos Indígenas, no tiene una correspondencia en el orden federal. Y las resoluciones del tribunal electoral local, invariablemente son recurridas ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).

Esto ha conducido a que algunas de las normas comunitarias al no corresponder al ideal liberal y a la norma positiva, llevara, en distintos momentos, a la anulación de elecciones. Las comunidades indígenas, por ejemplo, en la construcción de ciudadanía consideran requisitos distintos a los establecidos para la población mexicana: cumplir con los servicios y obligaciones comunitarias, lo cual es requisito indispensable para ser elegible. Pues bien, cuando a alguna persona que no ha cumplido con tales obligaciones no se le permite postularse, los tribunales consideraban que eran excluidos.

Otro caso paradigmático lo constituye que, mientras en la organización federal la célula básica es el municipio, para los pueblos indígenas lo es la comunidad. En la tradición histórica de Oaxaca, esta situación llevaría a que en su primera Constitución (1825) se reconociera con las mismas atribuciones a las “repúblicas de indios” y a los ayuntamientos. Situacion que ha persistido de facto, aun cuando desde 1922 se introdujera la figura del municipio, el cual es integrado por distintas comunidades, en muchos casos autónomas entre sí. Las autonomias comunitarias propiciaban, por tanto, que lo que se conoce como Ayuntamiento no constituyera el órgano de gobierno municipal, sino que se reducía a ser la autoridad de la comunidad cabecera. Las otras comunidades submunicipales eligen a su gobierno comunitario y mantienen su autonomía. Pero ello implica que ni unas ni otras participen en las elecciones del ayuntamiento o de las autoridades comunitarias.

Ante distintos factores, como la exigencia de una distribución equitativa de las participaciones municipales que llegan al Ayuntamiento, en distintas comunidades las agencias se rebelaron e impugnaron las elecciones aduciendo no haber sido convocadas a participar en ellas. Hasta 2016, la respuesta de la Sala Superior del TEPJF invariablemente fue anular los comicios ante lo que consideraban una violación al principio de universalidad del voto. Es hasta 2017 cuando tras una intensa lucha de las comunidades, estudios socioantropológicos realizados por el Programa Pluralismo Jurídico y Eficacia de Derechos (PLURAL) del CIESAS y una nueva integración de la Sala Superior, que da un viraje y en distintas sentencias reconoce que la diversidad contiene sistemas jurídicos plurales y que en muchos municipios de Oaxaca, por tanto, no hay exclusión cuando las comunidades submunicipales no participan en las elecciones municipales, sino respeto a las autonomías comunitarias que la integran y, por tanto, más allá de la categoría político-administrativa que les sea reconocida –cabecera municipal o agencia–, esas comunidades autónomas tienen los mismo derechos y obligaciones.

El tema es sólo un ejemplo de otras disposiciones externas que buscan imponerse en las comunidades indígenas, sin considerar su contexto particular, su perspectiva cultural, violentando su autonomía y, asumiendo actitudes paternalistas y colonialistas, al considerar que no tienen capacidad para resolver o atender sus problemáticas propias o las aspiraciones y luchas de sectores de su población. Es el caso de las llamadas cuotas de paridad (de género) que se impone sin prever las dificultades, problemáticas y particularidades propias.

En otras entidades la situación es más compleja. San Francisco Cherán en Michoacán; Ayutla de Los Libres, en Guerrero; y Oxchuc en Chiapas, tuvieron que realizar movilizaciones sociales y litigar ante los tribunales su derecho a la autonomía política. Sus legislaciones estatales no la tenían prevista, aun cuando la Constitución federal sí, por ello tuvieron que realizar un largo periplo social y jurídico para ejercer ese derecho. Otros municipios y comunidades de esas mismas entidades y de Puebla no han tenido el mismo éxito, lo que devela parte de las contradicciones constitucionales.  

Diferente situación se ha presentado en entidades que han reconocido la figura de “municipio indígena”. Es el caso de Morelos que en la primera entidad en 2017, la Legislatura decretó que las comunidades de Xoxocotla, Coatetelco, Hueyapan y Tetelcingo pasaban a ser “municipios indígenas», (si bien Tetelcingo está sujeto a una controversia constitucional). Y, en 2022, en Guerrero, el Congreso aprobó el Decreto Número 161, por el que se les otorga la categoría de municipios indígenas a Santa Cruz del Rincón, Ñuu Savi y dos afromexicanos San Nicolás y Las Vigas.

Autogobierno

En este contexto, una demanda actual es el ejercicio del autogobierno indígena: la administración y ejercicio de recursos, la rendición de cuentas, entre otras acciones. Pero se ha topado con el límite constitucional. A las comunidades en el artículo 2º constitucional se les reconoce su derecho a la libre determinación, al tiempo que se las considera sujetas de “interés público”, eso es, sin capacidad jurídica para el ejercicio de derechos y obligaciones. Y, en tanto los recursos llegan vía los ayuntamientos y estos tienen autonomía para el manejo de la hacienda municipal, las comunidades tienen dificultades incluso para que se los puedan entregar para su administración, pues incluso es complejo para ellas obtener su Registro Federal de Causantes, instrumento necesario para administrar recursos federales; tan es así que en 2021 el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas tuvo que establecer un convenio con la Secretaría de Hacienda y Crédito Público para que ello pudiera ser factible.

Los avances son a cuentagotas y disímiles entre entidades. En Michoacán han avanzado con reformas en 2021 a la Ley Orgánica Municipal (LOM) para faciliar eas acciones de autogobierno; mientras que en Oaxaca, que tenía normativamente un diseño que lo permitía, se han realizado contrarreformas también en 2021 a su LOM.

Sin embargo, el precedente más grave es una resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), en el caso en que la comunidad mixe de Nativitas Coatlán, solicita al Ayuntamiento del municipio de Tehuantepec, la asignación y entrega de los recursos de los ramos 28 y 33. Al resolver, la Corte considera que las comunidades indígenas no tienen tales atribuciones, en tanto que cuando la Constitución habla de administración de recursos se refiere a los naturales, contradiciendo el numeral I, del apartado B del artículo 2º constitucional: “Las autoridades municipales determinarán equitativamente las asignaciones presupuestales que las comunidades administrarán directamente para fines específicos”.

En materia de rendición de cuentas, se desconocen e invalidan los instrumentos y mecanismos propios de la institucionalidad comunitaria, para hacer prevalecer los formatos, disposiciones y mecanismos de instancias gubernamentales (Auditoría Superior, Institutos de Transparencia, coordinaciones de planeación, etcétera); que no entienden, no conocen el contexto y, paradójicamente, hacen que se tenga que incurrir en irregularidades para cumplir las obligaciones impuestas (Juan-Martínez, 2019).

Territorios superpuestos

La republica mexicana tiene un territorio amplio y rico en diversidad. Como país nos encontramos entre las cuatro naciones más biodiversas del mundo. Pues bien, este ámbito espacial también tiene distintos reconocimientos en la Constitución mexicana:

  1. El federal, como forma de organización político-administrativa del Estado-nación subdivide al país en: federación, estados y municipios (artículos 40, 115 y 124); entrañan un conjunto de derechos sobre el gobierno municipal, señalado como célula básica de organización sociopolítica de la república mexicana.
  2. La basada en la propiedad de la tierra, que puede ser colectiva: el Ejido y la Comunidad Agraria (artículo 27), además de la propiedad privada. Sustentada en una conquista fundamental del movimiento revolucionario de 1910: la propiedad colectiva del territorio. En el primer caso, el Estado dota de tierras que por distintas razones no estaban siendo aprovechadas, o bien se concentraban en manos de latifundistas y terratenientes. En el segundo, el Estado reconoce la posesión y propiedad ancestral de las comunidades indígenas sobre su territorio.
  3. El reconocimiento a los derechos de pueblos y comunidades indígenas y son base para el ejercicio de sus autonomías (artículo 2º). La comunidad indígena genera un conjunto de atribuciones, requisitos, mecanismos de acceso y formas de representación política a sus ciudadanías que difieren diametralmente de las que se establecen en la democracia liberal y que se ejercen en dos ámbitos: el interno, mediante su individualización o la constitución de distintos sujetos colectivos; el externo, en el cual enarbolan una agenda de reivindicaciones ante el Estado mexicano que conlleva la exigencia de su reconocimiento como sujetos colectivos.

Estos territorios con base constitucional se superponen entre sí –con distintas jurisdicciones, derechos y obligaciones, exigibles por las ciudadanías que se constituyen en y a partir de ellos— lo que genera un conjunto de tensiones y problemáticas entre las distintas titularidades de los derechos con el Estado mexicano.

Esta superposición permite excluir a alguna de las figuras jurídicas (la comunidad indígena), basada en la preeminencia de otra (el Municipio Libre), como lo muestra una resolución de la SCJN en el caso de Tlaxcala. Históricamente, las presidencias de comunidad han existido en Tlaxcala con una doble representación. Constituyen el gobierno local de las comunidades al ser electas de acuerdo con sus sistemas normativos o incluso por partidos políticos; y se integran al Ayuntamiento como sus representantes. En la última década esta institución sufrió distintos embates que llevaron a una reforma a la legislación local para eliminar su carácter de “regidores”, con derecho a voz y voto, en el cabildo. Posteriormente, ante una movilización de las comunidades, una segunda reforma les devolvería tales atribuciones; contra ella, los ayuntamientos de Contla de Juan Cuamatzi, Yauhquemehcan y Tlaxco, interpusieron una controversia constitucional, que es la resuelta por los ministros de la Corte, cuyo argumento central es que contraviene el artículo 115, fracción I, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, pues ahí se regula al municipio y la comunidad indígena no aparece. Poco importa que el 2º constitucional reconozca a la comunidad indígena y su derecho a elegir representantes ante el ayuntamiento; la sentencia no hace sino confirmar la histórica exclusión que el federalismo hizo de la comunidad indígena.

En las últimas décadas, particularmente en la fase más agresiva de la política neoliberal se ha presentado estrategias para el despojo del territorio a las comunidades indígenas. Y en ella se han empleado las figuras constitucionalmente reconocidas. En algunas ocasiones se hace a través de quienes ostentan la titularidad agraria, esto es, los ejidatarios o comuneros (según se trate del Ejido o la Comunidad Agraria), para hacerlas prevalecer sobre la comunidad indígena como en Chablekal, Yucatán (Torres-Mazuera y Fernández, 2017): el mediatizado caso de la Sierra de San Miguelito en San Luis Potosí o el caso de Santo Tomás, Michoacán (Ventura, 2021). O bien el uso discrecional del término de comunidad –equiparándola a localidad– para evitar realizar una consulta indígena, como en Puebla (Juan-Martínez, 2020); o bien con la creación de municipios, como el de Belisario Domínguez, en territorio zoque en Oaxaca, pero que, en la disputa limítrofe con Chiapas, fue empleado para tener un asentamiento de esa entidad en un territorio que no les pertenecía, como ya resolvió la Corte.

Jurisdicción indígena

Los sistemas normativos indígenas han persistido históricamente como instrumento de resistencia, al mismo tiempo que como práctica continua, cotidiana y que le da sentido a la construcción colectiva de las comunidades. Desde la elección de sus gobiernos locales, hasta la impartición de justicia, se mantienen y se ejercen como praxis autonómica que corre en las márgenes de la legalidad y el Estado.

En México, se ha reconocido expresamente en la Constitución y la legislación secundaria a la jurisdicción indígena. Sin embargo, en la ruta de la eficacia jurídica de este derecho hay claroscuros. El camino conocido por las comunidades es descalificación de la justicia indígena, a la que se considera arbitraria, salvaje, atrasada (Souza, 2012) y se le atribuyen una serie de prejuicios: violan derechos humanos, imponen castigos físicos o linchamientos, no cumplen con el debido proceso, no tienen institucionalidad ni normas, sino “(ab)usos y costumbres”, y se pone en duda la capacidad de conocer más allá de casos de poca monta, lo que trae consigo una criminalización de sus autoridades y una violación a su autonomía (Curihuinca y Lillo, 2021, Cordero, 2020).

En general las constituciones de los países latinoamericanos reconocen a la jurisdicción indígena, el problema es que lo hacen de forma declarativa, con lo cual existe un vacío sobre cómo ejercerla. En la legislación secundaria no sólo no se resuelve, sino que se agudiza esta situación, pues “al prevalecer una visión positivista y monista del derecho, los Pueblos Indígenas enfrentan a estructuras que lejos están de comprender y aceptar la existencia de una pluralidad de sistemas jurídicos” (Martínez, Juan y Hernández, 2019: 53).

En el caso mexicano, el reconocimiento a la jurisdicción indígena es acotado, en tanto lo reduce a lo que en el argot jurídico se conoce como “asuntos de bagatela”, que parecen más destinados a conocer infracciones administrativas. Fonseca y Betancourt (2013), tras una revisión de las legislaciones estatales en la materia, muestran esas limitaciones: en el mejor de los casos se reconocen autoridades indígenas como órganos encargados de la administración de la justicia comunitaria, si bien con escasas capacidades reales y sólo para conocer casos de poca monta, esto es, de insignificante contenido delictivo, que se limitan a aquellos cuyas penas no excedan dos años de prisión.

En otras entidades se han establecido autoridades jurisdiccionales especiales para conocer de asuntos indígenas: Campeche (jueces de conciliación), Chiapas (jueces de paz y conciliación indígenas), Michoacán (jueces comunales), Puebla (jueces indígenas), Quintana Roo (jueces tradicionales), San Luis Potosí (jueces auxiliares) y Yucatán (jueces mayas). Sin embargo, como afirman dichos autores, esas instancias tienen competencias limitadas y parten de la concepción de que es el Poder Judicial estatal el que “habilita” a quienes se designan como juzgadores, aunado a que pasan a formar parte de una estructura burocrática estatal, esto es, el derecho indígena sigue subordinado a la jurisdicción estatal (Fonseca y Betancourt, 2013).

En este reparto discrecional del reconocimiento destaca Oaxaca. En esta entidad federativa, desde 1998 se reconoce a nivel constitucional y en la ley indígena, a la jurisdicción indígena. En 2015 se crea la Sala de Justicia Indígena (SJI), adscrita al Tribunal Superior de Justicia. Y, en 2021, con un salto cualitativo en su abordaje, se aprueba el Protocolo para la armonización y coordinación entre las jurisdicciones estatal e indígena/afromexicana, del Poder Judicial de Oaxaca.

En la última década (2012-2022), se han presentado casos de declinación de competencia de la justicia federal u ordinaria hacia las comunidades indígenas y la SJI ha validado resoluciones de las asambleas o instituciones de distintas comunidades. Un caso, el de San Cristóbal Suchixtlahuaca, incluso ha llegado a la SCJN la cual, en una resolución sin precedentes, ha reconocido a la jurisdicción indígena (Cordero y Juan Martínez, 2021). El caso es paradigmático en tanto el ministerio público había solicitado se procesara a las autoridades municipales por los delitos de abuso de autoridad, privación ilegal de la libertad personal, allanamiento de morada y abigeato; y el juez de control había iniciado una causa penal en su contra. Además, la sanción impuesta por la comunidad, era mayor a los doscientos mil pesos y estaba en prenda un hato de cien chivos, a los que ante la negativa al cumplimiento de la sanción se autoriza su venta. Lo importante del caso es que se respetó y validó la resolución de las instituciones comunitarias, basadas en sus propias reglas, instituciones y procedimientos.

Sin embargo, ello devela los grandes obstáculos que aún se deben enfrentar. Estas resoluciones son excepciones al común de la regla que, de entrada, desconoce la capacidad y competencia.

Reflexión final

La riqueza de la diversidad cultural, negada constitucionalmente pese a las voces divergentes en los distintos periodos de la historia mexicana, fue reconocida finalmente en 1992, merced a la resistencia y lucha del movimiento indígena. Sin embargo, a pesar de que en 2001 a esa diversidad se le reconocieron derechos, es claro que el diseño institucional y normativo mexicano no ha logrado transitar al nuevo esquema de pluralidad jurídica e intercultural. Es por ello que, en la mayoría de las ocasiones, hay un empleo discrecional del reconocimiento, sus normas son subordinadas a otras que garantizan la preminencia de figuras como el Municipio o la titularidad agraria, sobre la comunidad indígena.

Esta situación se traduce en problemas, tensiones, contradicciones cuyos saldos no son sólo jurídicos, sino que se trasladan con altos costos para el tejido social comunitario, la vida cotidiana, la cultura y la biodiversidad de los territorios indígenas. Pendiente está, una amplia reforma constitucional que dote al Estado mexicano de una perspectiva cultural, un derecho fundamental de pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas.


Bibliografía

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[1] victor.leonel@ciesas.edu.mx 

Programa de Pluralismo Jurídico y Eficacia de Derechos (PLURAL) del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).