Las otras canciones de la infancia

Juan Sánchez Brito[1]
Periodista independiente
Tlacuaches Eléctricos

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Enrique Cisneros, El Llanero Solitito, y su hija. Foto cortesía de Ixchel Cisneros

Resumen

Con base en los principales cambios sociales que surgieron en México y el mundo en los años 70, se revisa el surgimiento del Centro Libre de Experimentación Teatral y Artístico y la importancia del éste en la difusión de la música contestaria entre la niñez de zonas marginadas.

Palabras clave: CLETA; Enrique Cisneros; hippie; Luis Echeverría; Tepito

Eran los años setenta, yo un chamaco y México, pese a las memorables jornadas de lucha que antecedieron y prosiguieron a las masacres estudiantiles de 1968 y 1971, un país gobernado desde un feroz presidencialismo, encarnado en ese momento por un señor pelón, de rostro anguloso, delimitado por unos anteojos que sólo acentuaban su mirada siniestra, sólo comparable a la de Raúl Velasco,[2] otra desgracia de esa época.

Eso sí, ese sujeto de calva prominente aparecía invariablemente ataviado con una inmaculada guayabera blanca, como si con eso intentase matizar en algo su amenazante personalidad, igual que lo hacía el presentador de televisión con su estrafalaria vestimenta.

Ese gobernante era Luis Echeverría Álvarez, quien durante seis años, de 1970 a 1976, hizo de la demagogia su principal fortaleza, muy seguro de su verbo rápido y embaucador; impulsando una maquiavélica estrategia de simulación para intentar posicionarse —años después lo comprendería— como un político incluyente y popular, al procurar públicamente la amistad con Fidel Castro y Salvador Allende, y abrir las puertas del país a cientos de exiliados a causa de las dictaduras militares en Argentina, Uruguay y Chile, pero al mismo tiempo, soterrada y silenciosamente, perseguir y torturar en tierras mexicanas a todos aquellos que simpatizaban con el socialismo o el comunismo, o que simple y llanamente discrepaban con sus ideas.

Es cierto que, como país subdesarrollado, México no había podido sustraerse de esas y otras influencias ideológicas, pero también era igualmente claro que para enfrentar las injusticias acumuladas y generar contrapesos al poder absoluto comenzaron a gestarse espacios de resistencia civil, genuina y poderosa. Ese proceso de organización también se hizo presente en la cultura, donde la música amplió las posibilidades para visibilizar o acompañar expresiones de inconformidad social, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Pero eso yo no lo sabía entonces.

Varios sucesos políticos, sociales y culturales habían estremecido al mundo allende las fronteras. El triunfo de la Revolución Cubana, la liberación femenina, las protestas homosexuales en Nueva York, la beatlemanía, el movimiento hippie, el surgimiento de la Generación Beat, la guerra de Vietnam, el festival musical de Woodstock, la nueva ola de cine europeo (en particular el francés e italiano, con Jean-Luc Godard, François Truffaut, Federico Fellini, Michelangelo Rossellini y Roberto Antonioni a la cabeza), o el golpe militar en Chile, perpetrado por Augusto Pinochet en complicidad con Washington, son una muestra irrefutable de lo anterior.

Esos hechos habían tenido un impacto inevitable en la forma de pensar y actuar de la juventud mexicana, particularmente en la proveniente de la clase media ilustrada, algo igualmente imposible de imaginar para un escuincle como yo.

Aunque era obvio, al menos para quienes crecieron en ese estrato social, fortalecido tras el llamado “milagro mexicano”[3]: que después del fracaso en los ideales que enarbolaron los líderes campesinos de 1910 habían aparecido otras formas de protesta, que en la mayoría de los casos estuvieron acompañadas por ideas alternativas, confrontadas parcial o totalmente a la visión oficialista. Pero ese conocimiento tampoco estaba a mi alcance, ni al de ninguno de mis amigos.

Criados entre la pobreza y el olvido gubernamental, menos conocíamos que bajo esas condiciones habían emergido, décadas atrás, algunas manifestaciones de dignidad y rebeldía, como las abanderadas por Los Contemporáneos, que en 1928 se opusieron al manejo propagandista de la cultura nacional; o la guerrilla de Rubén Jaramillo en Morelos (1940-1950), la movilización de médicos en 1964, el asalto al cuartel de Ciudad Madera, en Chihuahua, con Arturo Gámiz y Pablo Gómez liderando un pequeño grupo guerrillero en 1965 (Glockner, 2019), o el valiente activismo musical de Concha Michel, Judith Reyes, Mario Orozco Rivera, José de Molina, Margarita Bauche o Enrique Ballesté, cuyas canciones son ejemplo del sentido crítico y resiliente que puede alcanzar el arte.

Lo que yo sí había escuchado, pero no entendía aún, es que una revuelta estudiantil había sacudido las estructuras del poder en 1968, misma que según Manuel, mi hermano mayor, cambió para siempre al país. Él, un voraz lector que sólo había estudiado la primaria, decía que ese hecho no era aislado y que en otros lugares del mundo el choque generacional estaba modificando la estructura de la sociedad, en especial la relación entre jóvenes y viejos. “El movimiento parisino de mayo; las movilizaciones estudiantiles norteamericanas y el socialismo rebelde de Praga” provocaron la radicalización de sectores juveniles, obreros y campesinos, y, por primera vez, la de la clase media de México, al menos la capitalina (Taibo II, 2023).

Pero nadie, ni siquiera aquellos que según las versiones oficialistas buscaban acabar con el “orden” alcanzado por el priísmo e impulsar una revolución socialista, imaginó cuánto cambiaría su vida y la del país, luego de la masacre del 2 octubre del 68, un año que al menos en México estaba llamado a ser uno más, de no ser por los Juegos Olímpicos que se inaugurarían 10 días después: el 12 de octubre (Taibo II, 2023).

Mi hermano decía que después del 68 se registraron otros acontecimientos que aceleraron los cambios y la respuesta ciudadana en el país, como el tristemente célebre “Jueves de Corpus”, también conocido como El Halconazo; el inicio de la lucha por los derechos de las mujeres y  los homosexuales, el Festival sobre ruedas y rock de Avándaro, así como la aparición de nuevas células disidentes, como la Liga Comunista 23 de Septiembre o los grupos guerrilleros de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, en Guerrero.

Sin embargo, a pesar de las cosas que Manuel me contaba, mi infancia transcurrió sin que yo comprendiera sus consecuencias y mucho menos imaginara que Echeverría impulsaba un salvaje reforzamiento en los mecanismos de represión oficial. Ante mí florecía la llamada “guerra sucia”, una vergonzosa etapa orquestada de forma clandestina por el mismo gobierno con el objetivo de aniquilar éstas y otras disidencias con tácticas ilegales como el espionaje, la tortura, las desapariciones o las ejecuciones extrajudiciales, mientras yo, tan distante a mis 10 años, tarareaba una y otra vez las canciones que se escuchaban en la radio, en especial una de Juan Gabriel, tremendamente pegajosa, que yo hacía mía por aquello de la pobreza:

No tengo dinero ni nada que dar,
lo único que tengo es amor para amar,
si así tú me quieres, te puedo querer,
pero si ni puedes, ni modo ¿qué hacer?.

Es curioso es que siendo un chamaco no escuchara canciones propias de mi edad. La música de Francisco Gabilondo Soler, Cri-Cri, sólo estaba en los recuerdos de Manuel, quien sí lo había escuchado de niño en la XEW —la emisión inició el 15 de octubre de 1934 y concluyó el 30 de julio de 1961 (Rodríguez, 2024)—. Además, los primeros éxitos de Cepillín (1977), como aquel dramón que alegaba: “Papi di por qué los niños como yo no tienen con quien jugar y no tienen una mamá”, me eran ajenos pues no tenían nada que ver con mis precoces amores y su franca identificación con las letras del naciente Divo de Juárez.

Mientras eso pasaba, “el señor presidente” —como solían llamar a Echeverría los lectores de noticias en televisión— tampoco veía o no quería ver, las huellas negativas de un supuesto desarrollismo, basado en un modelo de componendas, que había pasado por alto la devastación de la naturaleza, el desperdicio de recursos, la corrupción, la sobrepoblación, la injustísima distribución de la riqueza, la dependencia del exterior y el paternalismo antidemocrático (Agustín, 1992).

Como en aquellos años no existían las computadoras, el internet, la telefonía celular, las redes sociales ni las plataformas digitales, como esas en las que ahora se escucha la música, al regresar de la escuela, casi de noche porque yo estudiaba en el turno vespertino, me entretenía jugando con los cuates a las escondidas, coleadas, resorte, bolillo, burro 16 o tamalada (Pérez Montfort, 2023).

Aunque también había días en los que lograba juntar algo de dinero tirando basuras, y así podía pagar los 20 centavos que la “señora del 13” cobraba por dejarnos entrar a su vivienda para ver la televisión, que por cierto muy pocos tenían, pues en esa época, sin exagerar, estaba reservada para las salas de la clase media.

Era así como cotorreaba un rato con mis otros cuates destelevisionados: sentados frente a un televisor rentado por una hora, carcajeándonos con las ocurrencias de Los Polivoces o imaginando realidades distintas a las nuestras a partir de las historias contadas en Perdidos en el espacio, El túnel del tiempo o Viaje al fondo del mar.

La “señora del 13” era la única que tenía televisión y nadie en la vecindad sabía cómo la había adquirido, porque no trabajaba y además vivía sola, aunque siempre andaba muy arregladita, con medias negras o de malla. Pero eso no importaba mucho y tampoco nos desalentaba, porque todos teníamos en nuestro hogar una radio portátil o de bulbos o pequeño tocadiscos, suficientes para celebrar la vida y amanecer cantando.

Apenas clareaba el día, nuestras madres dejaban los cuartos de madera, adobe y cartón para trasladarse al par de lavaderos que compartían en el centro del vecindario. Ahí iniciaban el trajín acompañadas por su radio portátil, unas escuchando a La Sonora Matancera y otras a La Sonora Santanera. ¡Vaya dilema! Y cuando el gusto musical de las hermanas se imponía, lo que sonaba desde el interior de las viviendas eran canciones de moda en español, transmitidas sin cesar por Radio Variedades, Radio Mil o Radio Centro.

Pero las abuelas también se daban sus gustitos sonoros y las ingeniaban para sintonizar La tremenda corte en RCN, “La que gusta a usted”, o La hora de Pedro Infante en Radio Sinfonola,La estación del barrilito”, que iniciaba en punto de las 9, para luego escuchar inolvidables radionovelas, como Kalimán o Porfirio Cadena, el ojo de vidrio.

Yo no sabía, como no lo sabían mis amigos, que los acontecimientos políticos y sociales de los años 60 y principios de los 70 en los que tanto insistía mi hermano, estaban perfilando nuevas formas de identidad entre la juventud, con insospechadas formas de expresión, organización y participación política y sexual, y el consecuente replanteamiento de conceptos vitales: ética, moral, libertad, democracia.

Cambios que, como dije antes, también se expresaban en la música. Fue así como una mañana cualquiera, tres gritos provenientes de la calle modificarían mi manera de vivir las canciones, al proponerme otra manera de entender y cantar la realidad:

—¡Niños, vengan a cantar y actuar gratis!

—¡Saquen sus banquillos; los esperamos!

—¡Primera llamada…primera!

Todos los niños nos alborotamos de inmediato y al unísono suplicamos a nuestras madres que nos permitieran salir, mientras doña Lupe, haciéndose la muy sabionda intentaba impedirlo diciendo una y otra vez: “Son los hippies… son los hippies…”.

¡Y salimos! Pero no porque mi vecina o el resto de las madres, incluida la propia, comprendieran y confiaran en el origen e ideario del movimiento hippie. ¡No! En realidad, ellas veían en ese grupo de greñudos a un puñado de locos bien intencionados, más que útiles a esa hora del día para entretenernos.

Cuanto más tiempo pasáramos con ellos, en la calle, por supuesto, menos distractores habría en el vecindario y, por lo tanto, ellas aumentarían sus posibilidades de concluir a tiempo el lavado de trastes, la preparación la sopa o el primer retiro de la ropa que colgaba los tendederos del patio, a esa hora del día ya secas.

Hay quienes piensan que la felicidad se puede identificar por el paso, por la actitud que la gente lleva en las calles. Caminar de prisa, erguido y a paso firme, no significa, desde esa lógica, lo mismo que andar lento, viendo al piso, sin noción de las cosas. Pero para nosotros, los cuates, el asunto era más simple, o quizá más profundo, porque para todos, la felicidad estaba en calle, sin importar cuánto tiempo estuviéramos allí.

No podría explicar si el tiempo transcurría más lento o rápido, pero sí puedo afirmar que era más intenso, más humano. Casi sin coches en ella, la calle era nuestra, de todos y de nadie; el lugar perfecto para jugar canicas aprovechando los hoyos del pavimento, armar un par de porterías con playeras y echarnos una cascarita, una reta o un gol para, o para tomar una pelota de esponja y convertir cualquier fachada medianamente alta, en un auténtico frontón.

La calle era el espacio para encontrarme con los cuates de otras vecindades y cabulear, ya fuera porque así lo quería, o porque los hallaba invariablemente en la fila de la tortillería, en la recaudería, la panadería, la tiendita de la esquina o en la petrolería.

La calle era también la fiesta; a veces la enorme pista de baile para los XV años, los bautizos o las bodas, y otras, el escenario inmejorable para celebrar las posadas o las procesiones rumbo a la iglesia del barrio.  Quizá por ello a nadie le pareció extraño que, sentados en banquitos de madera, botes de pintura u ollas de peltre inservibles, ese grupo de chamacos la ocupásemos esa y muchas mañanas más, convirtiéndola en un improvisado anfiteatro desde el cual presenciamos y, en muchos casos, participamos en funciones de teatro, canto y baile con los famosos hippies.

Fue allí donde escuché por primera vez y canté otras tantas unos versos pegajosos, pero también muy distintos a los que cantaba Juanga, sin saber quién o quiénes lo interpretaban, sin conocer quién era Allende ni qué había sucedido en Chile el 11 septiembre de 1973:

Vamos Chile, carajo,
Chile no se rinde, carajo…
Se siente, se siente,
Allende está presente, Allende está presente.
Vea, vea, vea qué cosa tan bonita,
la juventud se une por la patria socialista.

Tampoco conocía el significado de “mobila” pero, aun así, para despedir el encuentro con los hippies, los viernes entonaba una canción que por extrañas razones me provocaba un nudo en la garganta y que tiempo después escucharía en voz de Mercedes Sosa:

Duerme, duerme, negrito
que tu mama está en el campo, negrito.
Duerme, duerme, mobila
que tu mama está en el campo, mobila.
Te va a traer codornices para ti;
te va a traer rica fruta para ti;
te va a traer carne de cerdo para ti;
te va a traer muchas cosas para ti.
Y si el negro no se duerme,
viene el diablo blanco y zas,
le come la patita, apumba, chacapumba
Duerme, duerme, negrito
que tu mama está en el campo, negrito.
Trabajando,
trabajando duramente,
trabajando sí,
trabajando y va de luto,
trabajando sí,
trabajando y no le pagan,
trabajando sí,
trabajando y va tosiendo,
trabajando sí…

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Enrique Cisneros, El Llanero Solitito. Foto: Rafael Casas Peñaloza

Enrique, el líder de los hippies 

Ese improvisado grupo de niños cantores era comandado por Enrique Cisneros Luján, El Llanero Solitito, uno de los fundadores y dirigentes principales del Centro Libre de Experimentación Teatral y Artístico (CLETA), donde se forjó como activista y construyó una carrera como dramaturgo, director de teatro, actor y gestor cultural, convencido de que el arte es una sólida herramienta para la transformación y concienciación de la sociedad, algo que tampoco sabía y confirmé años después, cuando puede saludarlo y recordarle ese pasaje de mi vida en el foro de la Casa del Lago, en Chapultepec, en donde él se presentaba.

Desde una posición contestaria, claramente de izquierda, Enrique, como lo llamábamos, abrazó todas las formas de lucha, desde el diálogo, la intervención en zonas populares, el plantón en espacios públicos y, para fortuna nuestra, las intervenciones artísticas en zonas vulnerables. En 1973, por ejemplo, apoyó a un grupo estudiantil de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM que montaba una obra de teatro en el Foro Isabelino, pero que a final de cuentas decidió tomar el recinto, tras la injustificada pretensión de Héctor Azar, entonces jefe del Departamento de Teatro de la UNAM, de cobrarles el uso de tramoya.

El 1 de febrero de ese mismo año, dicho grupo fundaría, con Enrique y Luis Cisneros a la cabeza, el CLETA. Su decisión provocaría un quiebre cultural, no sólo para la UNAM sino para la ciudad entera, toda vez que los integrantes del colectivo acordaron salir a las calles para divulgar “su propuesta estética de raíz popular y para el pueblo”, iniciando un amplio recorrido por colonias pobres, como Tepito, La Lagunilla y la Morelos —donde yo vivía—.

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Enrique Cisneros, El Llanero Solitito. Foto: Rafael Casas Peñaloza

En esa caravana promovió, como no lo había hecho nadie, un pensamiento analítico, alternativo y crítico entre la niñez, con base en obras de teatro y canciones como “Vamos Chile”, de los Amerindios y “El Moco”, de Gabino Palomares. Cómo olvidar su impacto en nuestra forma de pensar y también, por qué no decirlo, la reacción ambivalente de nuestra madre, jocosa y enfadada a la vez, al escucharnos regresar al vecindario cantando a grito abierto, esas las simpáticas coplas que las aludían:

Pregúntale a tu mamá
si ella alguna vez comió…
Pregúntale a tu mamá
si ella alguna vez comió…
Y si te dice que no,
cántale esta canción…
El moco, el moco, un moco más…
El moco, el moco, un moco más…

Dice Víctor Roura que la gente canta las canciones porque las escucha en la radio y no porque haya decidido adoptarlas como suyas, quizá porque la mayoría de quienes compran los discos de moda ignoran que esas canciones y sus intérpretes son impuestos de manera arbitraria por una diminuta clase empresarial, mientras que las radiodifusoras, sin brújula ni capacidad de contestación, sólo son las hacendosas y serviciales recipiendarias de las irrefutables órdenes de esos magnates (Pérez Montfort, 2023).

No tengo duda, como señala el autor, de que su fórmula explica el impacto comercial de la música pop; por ejemplo, la desarrollada en aquellos años por Sandro, Palito Ortega, Leo Dan, Leonardo Favio, Roberto Carlos, Camilo Sesto, Julio Iglesias, Juan Gabriel, Rigo Tovar, Lupita D’Alessio, Luis Miguel y todos los cantantes encumbrados desde y para Televisa; pero creo que es insuficiente para comprender —seguramente porque no él se lo planteó así— lo que sucedió en México cuando llegó el canto latinoamericano y, con él, las primeras expresiones del canto contestatario en nuestro país.

Esos géneros no tuvieron cabida en la televisión ni en el cuadrante radiofónico, y de no ser por contadas excepciones en Radio Educación y Radio UNAM nunca se habrían difundido por las ondas hertzianas. Por esa razón sólo se escuchaban en universidades, sindicatos y peñas (como el Cóndor Pasa, la Peña del Nahual, la Tecuicamine, la Peña de Los Folkloristas o El Mesón de la Guitarra) o acompañando diversos movimientos sociales, en huelgas, mítines, festivales, o marchas (Pérez Montfort, 2023) y, por supuesto, en la calle misma, donde yo las conocí y las hice mías.

En este sentido, el trabajo que el CLETA desplegó entres las infancias y adolescencias marginadas ofreció a dichos sectores etarios un contexto más amplio para comprender su realidad. Desde su creación, dicho colectivo se vinculó políticamente con las causas obreras, campesinas y estudiantiles, al margen de la óptica capitalista, algo que, estoy seguro, permeó de algún modo la visión de los menores de edad que lo siguieron.

En 1976, el CLETA se instaló en la Casa del Lago del Bosque de Chapultepec, al considerarlo uno de los mejores enclaves para entrar en contacto con las clases más desfavorecidas de la sociedad mexicana y, claro está con las infancias que acudían al bosque en busca de esparcimiento. Al tomarla, aisló para sí la parte donde estuvo el foro abierto que ocupó hasta el 12 de enero de 1996, cuando fue desalojado por el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) (Rojas, 2018),  el principal servicio de inteligencia y espionaje en México, en acuerdo con el entonces regente Óscar Espinosa Villarreal y el rector de la UNAM, José Sarukhán Kermez, luego de haber fundado ahí el primer Aguascalientes zapatista en la Ciudad de México, a tan sólo dos kilómetros de la residencia oficial de Los Pinos.

Desde entonces, el CLETA se ubicó en la órbita de la ultraizquierda, tanto por sus ideas como por los apoyos que brindó a grupos como el Consejo General de Huelga, que en 1999 estalló una huelga en la máxima casa de estudios, logrando detener la virtual privatización de la institución, que buscaba imponer cuotas diferenciadas al alumnado.

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Enrique Cisneros, El Llanero Solitito. Foto: Rafael Casas Peñaloza

 El caso es que fue Enrique (1938-2015) —tan poco celebrado en las altas esferas de cultura mexicana— y no los medios de comunicación masiva el encargado de llevar a cientos de chamacos de mi generación la otra canción, la canción política, social o de protesta, la canción necesaria… para conocer, pensar y protestar.

Esa fue una etapa muy prolija, ya que Los Hermanos Rincón también comenzaron a abrir brecha, al recuperar el tradicional cancionero infantil y proponer al mismo tiempo una poética entrañable, como la letra aquella que dice:

Cuéntame, cuéntame mamá
cuando la lámpara termina de brillar
dónde guarda su luz, dónde la esconderá
Cuéntame, cuéntame mamá

Después vendrían las propuestas infantiles de varias mujeres y hombres que protagonizaron y optaron por el canto independiente antes que subordinarse a la industria musical, como fue el caso de Guillermo Briseño, con los discos El pequeño pirata sin rabia y Quiero ser parte del cuento; Gabriela Huesca, con las producciones Los hijos de la primavera, Globos, sirenas… y algo más, Arrullos para los niños despiertos y Lluvia de pájaros; Armando Vega Gil y su Ukulele loco; Cecilia Toussaint y Jaime López, con Los animales; Amparo Ochoa en Canta con los niños; la producción Los Folkloristas cantan a los niños; Eugenia León, con las grabaciones Ni esto, ni l’otro. Canciones para grandes niños y Homenaje a Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri, o Amelia Escalante con su álbum Déjenme soñar.

En el mismo tenor se encuentra el trabajo más recientemente desplegado por grupos como Los Patita de Perro, Monedita de Oro, ¡Qué Payasos! o Yucatán a Go Go, así como el cantautor Luis Pescetti, que en diferentes formas y momentos han grabado y difundido producciones discográficas relacionadas con los derechos infantiles, la equidad de género, el cuidado del medio ambiente, la diversidad cultural, la inclusión, el amor, el respeto y la alegría, sin dejar de proponer inteligentes cuestionamientos al autoritarismo.

Por eso es necesario, cuando no urgente, que ante los graves problemas que enfrentan la niñez y la adolescencia mexicanas, las y los cantantes e intérpretes de la canción vinculada a las luchas populares, tanto los fundacionales como los representantes de las nuevas generaciones, volteen de nuevo su mirada hacia estos públicos, hoy atrapados en los videojuegos y las redes sociales, cuyos contenidos además de violentos, son ajenos a su realidad en la mayoría de los casos.

En un país como México —que ya no es gobernado por un gobierno represor como el de ese siniestro señor calvo, pero si por una izquierda para la cual las necesidades y problemas de estos sectores se resuelven básicamente con becas—, es prioritaria una respuesta desde la cultura alternativa.

Baste señalar que de acuerdo con un análisis realizado en 2019 por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) la pobreza afecta en mayor proporción a los menores que a otros grupos de edad. En 2016, aproximadamente uno de cada dos niños, niñas y adolescentes en México (51.1%) vivía en situación de pobreza (20.7 millones), experimentando por lo menos alguna carencia social, como acceso a servicios de salud, acceso a la alimentación, calidad y espacios de la vivienda, acceso a los servicios básicos de la vivienda, seguridad social o rezago educativo (CONAPRED, 2023).

Además, “al menos 21.3 millones de niños y adolescentes de 6 a 17 años son usuarios de Internet, y que de ese total el 51 por ciento práctica videojuegos, principalmente en celulares, aunque otros acceden a los contenidos virtuales a través de tablets y consolas de videojuegos” (Poy Solana, 2021), dedicando a los videojuegos y celulares entre una y 2 horas diarias en el segmento que va de 6 a los 11 años, mientras que en el que oscila entre los 12 y 17 años destina a los dispositivos digitales 3 horas cada día.

Al finalizar la década de los 70, yo me estrené como adolescente e, influenciado por las opiniones políticas de mi hermano y por las canciones que conocí y canté junto a Enrique, al fin pude comprender que las desigualdades sociales sólo se pueden resolver con educación y participación política. Hasta entonces logré discernir el trasfondo e implicaciones de aquellos sucesos que tanto preocupaban a Manuel, lo mismo que las razones por las cuales la señora Rosario Ibarra fundó el Comité Eureka como parte de incansable de su lucha contra las desapariciones forzadas; por qué las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo (FRAP) secuestraron a José Guadalupe Zuno, suegro del inefable Echeverría, por qué  la guerrilla de Lucio Cabañas secuestró a Rubén Figueroa, ex gobernador de Guerrero, y por qué el gobierno del impresentable hombre de la guayabera lo liberó usando toda la fuerza del Estado.

También entendí la importancia de la gesta sandinista en Nicaragua al lograr, después de 46 años de dictadura, la salida de Anastasio Somoza, así como la indignación de Chava, el joven homosexual que cortaba el pelo en el local de la esquina, justo donde solíamos reunirnos con Enrique, cuando Harvey Milk, el primer político abiertamente gay en la era moderna, fue asesinado en San Francisco.

Mientras todo eso sucedía, en España se lanzaba el primer proyecto masificador de música infantil, privilegiando la apariencia por encima del contenido y el consumo por la identidad: David, Gemma, Tino, Yolanda y Óscar “imponían” una nueva forma de vivir a otros niñas y niñas, con el pretexto de Parchís.

Referencias

Archivo General de la Nación (AGN) (2020, 12 de marzo). #AGNResguarda memorias de la época del Desarrollo estabilizador [entrada de blog]. https://www.gob.mx/agn/articulos/agnresguarda-memorias-de-la-epoca-del-desarrollo-estabilizador?idiom=es

Agustín, J. (1992). Tragicomedia Mexicana 2. La vida en México de 1970 a 1988. Editorial Planeta.

Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) (2023). Discriminación en contra de niñas, niños y adolescentes. https://www.conapred.org.mx/wp-content/uploads/2024/02/FT_NNA_Noviembre2023_v2.pdf

Glockner, F. (2019). Los años Heridos. La historia de la guerrilla en México, 1968-1985. Editorial Planeta.

Leonardo, E. (2020, 24 de enero). Los desmanes de Raúl Velasco: el todopoderoso petulante de la TV que muchos recuerdan como “mala persona”. Yahoo! Vida y estilo. https://es-us.vida-estilo.yahoo.com/los-desmanes-de-raul-velasco-el-todopoderoso-petulante-de-la-tv-que-muchos-recuerdan-como-mala-persona-231525737.html

Pérez Monfort, R. (2023). Intervalos. Ambientes y música popular durante el inquieto siglo XX mexicano. Fondo de Cultura Económica.

Poy Solana, L. (2021, 24 de octubre). Además de videojuegos, los niños deben tener otros estímulos: experta. La Jornada. https://www.jornada.com.mx/notas/2021/10/24/politica/ademas-de-videojuegos-los-ninos-deben-tener-otros-estimulos-experta/

Rodríguez, A. M. (2024, 30 de abril). Vigente, impacto generacional de ‘Cri-Cri’ a 90 años de su aparición. La Jornada. https://www.jornada.com.mx/noticia/2024/04/30/espectaculos/vigente-impacto-generacional-de-cri-cri-a-90-anos-de-su-aparicion-1132

Rojas, A. G. (2018, 22 de febrero). Por qué el CISEN, el servicio de inteligencia de México, está de nuevo en el centro de una fuerte polémica (y qué se debe hacer para reformarlo). BBC News Mundo. https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-43135999

Taibo II, P. I. (2023). Los alegres muchachos de la lucha de clases. Las batallas de una generación que formaron el presente. Editorial Planeta.


  1. Correo electrónico: jusanb@yahoo.com.mx
  2. Raúl Velasco Ramírez nació el 24 de abril de 1933 en Celaya, Guanajuato, y murió el 26 de noviembre de 2006. Fue un presentador representativo de la televisión enajenante y sin contenido social que aún impulsa Televisa. Durante 28 años condujo el programa de variedades Siempre en Domingo, estrenado el 14 de diciembre de 1969 y transmitido hasta abril de 1998. Dicha emisión encumbró, pero también destruyó, a cantantes debido a las conductas clasistas, abusivas y prepotentes del conductor que, incluso, llegaron a la humillación al cuestionar frente al público la apariencia física de quienes ahí se presentaron. Velasco también creó y organizó eventos con alcance internacional, como el Festival OTI de la Canción, que en 1972 vetó a Alberto Ángel El Cuervo por interpretar la canción “Yo no voy a la guerra”, contrapuesta a los intereses políticos de la televisora. El polémico conductor también mostró su rechazo a varios géneros musicales, como el rock (en español o inglés) y a la canción política, por lo que estas expresiones culturales quedaron prácticamente excluidas de la pantalla chica, salvo contadas excepciones, como la presentación del grupo brasileño Secos e Molhados, con Ney Matogrosso a la cabeza, en 1973, o la de Jaime López, en 1985; en ambos casos con temas muy ligeros. No en vano, hartos de su protagonismo y falsa moralidad, amplios sectores de la sociedad lo bautizaron como Raúl Delasco (véase Leonardo, 2020).
  3. Periodo histórico del México contemporáneo, también conocido como Desarrollo Estabilizador, que abarcó de 1948 a 1975; es decir, los sexenios de los presidentes Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, quienes lograron consolidar el mercado interno e insertar a nuestro país en el comercio internacional gracias a una acelerada industrialización que respondió al favorable contexto económico global que se generó a raíz de la Segunda Guerra. No obstante, después de ese vertiginoso ascenso se presentó un brusco deterioro económico y social económico ante la dependencia del capital extranjero y el aumento de la deuda externa (véase AGN, 2020).