Ariana Mendoza Fragoso[2]
Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM
Imagen 1. Irremediable, ilustración de José Fabián Estrada, alias «Maldito Perrito», 2017
Por lo común la palabra «paisaje» se asocia a una imagen de la naturaleza paradisíaca, épica, prístina. También solemos entender al paisaje como un amplio panorama que se abre desde un punto de observación remoto, de tal manera que se nos presenta como un objeto congelado de contemplación: el paisaje suele percibirse como algo estático e inmutable.
En este texto quiero indagar de manera contraintuitiva sobre esta noción de paisaje a partir de mi experiencia de investigación etnográfica sobre los paisajes de agua contemporáneos del Valle de México. A través de la observación y la escritura etnográficas, me aproximo a un paisaje lejano de lo épico y prístino, pero que no por eso es menos “natural”; me aproximo a un paisaje dinámico, cotidiano, pero no por eso con menos implicaciones en la historia de esta región.
Un palimpsesto de tuberías, canales, bordos, avenidas y puentes viales que se enredan entre sí y enredan a los habitantes de la ciudad; infraestructuras que ocultan, contienen o transportan agua abyecta, agua que nadie quiere ver, pero que todos producimos, agua en desalojo, “materia oscura” (Rozental, 2023) porque transporta más que aguas negras: sedimentos, basura, cuerpos; estos (también) son los paisajes hidrosociales realmente existentes del Valle de México, en los que habitamos y con los que lidiamos a diario.
El objetivo de este texto es reflexionar, con base en el trabajo de campo que vengo realizando desde finales del año 2023 hasta la fecha, principalmente en el municipio de Ecatepec de Morelos, pero dialogando con mi trabajo de campo previo, realizado en los municipios, también mexiquenses, de Atenco y Texcoco entre los años 2018 y 2022, sobre las limitaciones y posibilidades del concepto de paisaje hidrosocial y de su abordaje etnográfico en el estudio de las geografías del desagüe del Valle de México.
Comienzo el texto brindando un panorama etnográfico de los paisajes del desagüe al norte del Valle de México, centrándome en dos flujos de aguas negras: el río de los Remedios y el Gran Canal de Desagüe. Después reflexiono sobre las implicaciones que estos escenarios etnográficos tienen para la discusión en torno al concepto de paisaje hidrosocial y propongo la noción de paisaje desagradable como una provocación, más que teórica, metodológica, para problematizar nuestras aproximaciones y distanciamientos a las aguas y los paisajes que disgustan. Finalizo el texto haciendo un llamado sobre la importancia y los retos de estudiar estos paisajes desde aproximaciones etnográficas, en un contexto de desigualdad social y crisis hídrica y ambiental, no solo regional sino también global.
Paisajes del desagüe al norte del Valle de México
Un vertedero de drenajes, basura e incluso cuerpos humanos es como suele pensarse actualmente al río de los Remedios, una corriente fluvial al norte del Valle de México, con una longitud total de 15.7 km, que se origina en la Sierra de Guadalupe y cuesta abajo atraviesa varios municipios y alcaldías, incluyendo Ecatepec de Morelos, uno de los más densamente poblados de la región. Si al escuchar la palabra río, nos viene a la mente una corriente natural de agua a cielo abierto y relativamente limpia, el río de los Remedios de río tiene muy poco. Para la construcción de lo que sería el nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México (NAICM) que iba a construirse en el antiguo lecho del lago de Texcoco, a donde esta corriente desembocaba, el río de los Remedios fue entubado y parcialmente secado en el año 2017. La intención de estas obras era disminuir el cauce que esta corriente aportaba al terreno donde iba a construirse la terminal aérea, pero también se entubó para construir sobre el río una autopista de conexión desde el norponiente de la ciudad con dicho aeropuerto (Naucalpan – Ecatepec – Texcoco).
Los problemas de contaminación del río anteceden a esta época, así como las inundaciones que solían suceder en las colonias vecinas en épocas de lluvias a causa de sus desbordamientos; problemáticas por las que, de hecho, se justificaron y celebraron las obras de entubamiento. No obstante, el cambio en el paisaje a partir de estas obras fue radical. En la larga plancha de cemento que ahora puede verse desde las alturas en lo que anteriormente fuera su antiguo trayecto, parece no quedar huella de esta antigua corriente de agua.
Aun así el río de los Remedios funciona aún como geosímbolo, es decir, es un elemento de la geografía que continúa teniendo un valor identitario (o al menos de referencia espacial) significativo para las personas, incluso aunque su presencia sea ambigua porque como tal ya no está ahí, pero continúa de una u otra manera en la memoria de quienes habitan la zona. La larga avenida que replica su trayecto lleva su nombre, también lo hacen las estaciones de la Línea B del Sistema de Transporte Colectivo Metro y del Metrobús que se encuentra a su paso. Los íconos de estas estaciones también evocan a la corriente de agua: el del primero es un velero con una corona, el del segundo es un acueducto. Además, la estación de este último se encuentra decorada por un mural en donde un hombre sobre su canoa está lanzando una red de pesca a un cuerpo de agua. Sin duda un gesto nostálgico sobre el pasado lacustre del Valle de México, pero muy probablemente impulsado más por las autoridades de la Ciudad de México que por los propios habitantes.
Muy lejos de esa imagen nostálgica sobre el río de los Remedios, desde hace varias décadas la gente lo piensa más como “un canal”, como un lugar peligroso. Podríamos decir que lo han desnaturalizado, en el sentido de despojarle todo atributo de corriente de agua natural y benévola. Todavía más recientemente se le nombra y refiere más como una avenida. Es probable que las generaciones más jóvenes no sepan siquiera que realmente había un río en ese lugar. Como otras antiguas corrientes de agua del Valle de México (Río Churubusco, Viaducto Río la Piedad), éste ya es un río/avenida.
Por otro lado, el río de los Remedios es también una frontera, pues en parte de su trayecto éste traza los límites entre la Ciudad de México y el Estado de México (Edomex). Si bien esta frontera tiene, de hecho, una función administrativa, también tiene una potencia simbólica. En alusión a su condición de frontera, las personas habitantes del Edomex suelen referir que incluso la calidad de vida “del otro lado” es mucho mejor. Esto se ha vuelto palpable, por ejemplo, en la diferenciación del paisaje del Gran Canal de Desagüe, un cauce de aguas negras que proviene de la Ciudad de México en un distribuidor y que en un punto mezcla sus aguas con el río de los Remedios, intersección a partir de la cual, el Gran Canal continúa hacia el norte y el río de los Remedios hacia el oriente.
Mientras que en su paso por la Ciudad de México el Gran Canal se encuentra entubado y en algunas partes se ha construido un parque lineal, cruzando hacia el Edomex, el canal se encuentra a cielo abierto. Esto sin duda es un gran contraste. Incluso si antes de cruzar el río/frontera el olor a “drenaje” es latente, al otro lado el olor ya es impregnante, nauseabundo. Este es un olor desconcertante para quienes no conocen el trazo de las geografías del desagüe del Valle de México, pues la intersección de estos dos flujos de aguas negras se esconde a la sombra del bajo puente en el que se intersectan también las dos vías de cuota que corren sobre ambas corrientes: la ya mencionada conexión con el aeropuerto de Texcoco que fue cancelado en 2020 y la vía inaugurada en 2021 que, desde este punto de la ciudad, conecta con el que finalmente fue el nuevo aeropuerto (el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles) al norte del Valle de México, inaugurado en 2022.
Durante el trabajo de campo que vengo realizando desde finales del año 2023, he recorrido la trayectoria de esta última vía, pero poniendo atención en lo que debajo de ella ha quedado: las huellas del desagüe del Valle de México, el Gran Canal de Desagüe. Esta es una vieja infraestructura construida a finales del siglo XIX con el objetivo de desaguar los cuerpos de agua que antiguamente habitaban la cuenca del Valle de México, particularmente el Lago de Texcoco, que amenazaba cada época de lluvias con inundar la capital. A su vez, esta infraestructura permitió introducir el primer sistema de drenaje sanitario del centro de la ciudad, conectando las aguas de los drenajes domésticos a este canal general, que los conduciría por todo el norte del valle hasta depositarlos en la cuenca vecina de Tula, Hidalgo (Connolly, 1997). Es así que, mientras en su origen fue un símbolo de la modernización y el espíritu higienista decimonónico (Perló, 1999), hoy día el Gran Canal intenta ocultarse bajo una nueva infraestructura, esta vez carretera, que también promete modernidad, pero solo a un sector de la población, aquel que transita por las alturas, tratando de evitar el desagradable paisaje, el caos vial y las problemáticas que se enmarañan debajo de esta carretera, entre las colonias populares que desde la década de 1960 se fueron asentando a las orillas de este cauce de aguas negras (Mendoza-Fragoso, 2024b).
En su recorrido por el municipio de Ecatepec, el Gran Canal se conecta con otros canales más pequeños, colectores de drenajes municipales y también industriales, lo que representa un alto grado de contaminación para las zonas habitacionales por las que atraviesa. La calidad del agua se va deteriorando paulatinamente, en virtud de las numerosas descargas residuales que se incorporan en su trayecto y que contienen una concentración importante de sustancias nocivas como metales pesados, solventes, ácidos, grasas y aceites, entre otros.
La tarea de rastrear las geografías del desagüe del Valle de México desde una aproximación etnográfica ha implicado una observación aguda: mirar debajo de puentes y de otras infraestructuras; seguir rastro de flujos y de olores, de tubos y cañerías; transitar a espaldas de las localidades, recorrer espacios desolados en, paradójicamente, lugares densamente poblados; darse cuenta de que aún siendo tan palpables sus efectos violentos, la presencia e historia del desagüe suele ser echada en menos, no solo entre habitantes sino también entre las autoridades (Mendoza-Fragoso, 2024a y 2024b).
No estoy hablando de un territorio extractivo, sitiado explícitamente por controles criminales o militares, como lo son muchas de las zonas mineras en nuestro país, por ejemplo. Sin embargo, rastrear las geografías del agua realmente existente en el Valle de México, ha implicado también adentrarse y exponerse a un contexto de alta violencia e inseguridad; andar por lugares que nadie quiere recorrer, sobre todo siendo mujer.
¿Quién diría que en este lugar, epicentro de narrativas idílicas sobre el pasado lacustre de la cuenca, estudiar paisajes de agua en nuestros días tendría estas implicaciones? En estos paisajes de agua no hay personas lanzando redes de pesca, ni cazando. En todo caso hay personas que se ganan la vida rebuscando entre la basura que se deposita en los cauces. Los habitantes de las colonias aledañas evitan pasar por ahí porque más que memorias nostálgicas hay recuerdos y amenazas de sucesos trágicos y violentos, y quienes viven a sus orillas son personas criminalizadas por habitar en un suelo de propiedad federal.
Fotografiar estos paisajes de agua resulta también una experiencia llena de sorpresas y contrasentidos; implica asumir que estudiar la historia de los paisajes de agua de la cuenca es necesariamente estudiar la historia de su urbanización, y, en este sentido, como lo hace el trabajo de Guillermo Boils (2013), implica también reconocer el esfuerzo (físico, subjetivo y político) que las familias de los sectores populares han realizado para hacer habitable este lugar.
Una cuestión que necesariamente emerge al describir este escenario etnográfico y sus retos metodológicos, tiene que ver con la pregunta sobre las claves conceptuales idóneas para abordar estos paisajes de agua en los contextos urbanos actuales, entramados en múltiples violencias sedimentadas.
De paisaje hidrosocial a paisaje de desecho
Irremediable es el título irónico de la ilustración que encabeza este texto y que representa el paisaje del río de los Remedios. La ilustración es autoría de José Fabián Estrada, un joven diseñador gráfico que nació y creció en Ecatepec. Me gusta la manera en la que en algunas reseñas han definido el trabajo de este artista: “el arte de contar cosas feas con dibujos bonitos” o bien: “el arte de hacer dibujos bonitos para colorear lo abrumador de lo cotidiano”.[3] Sin duda, este artista ecatepense se enfrenta al gran reto de representar paisajes que suelen ser, para gran parte de las personas, desagradables, de manera que sean atractivos para un público y así comunicar la complejidad de la cotidianidad de quienes habitan en esos lugares. Me espejeo en esa ambivalencia del trabajo de José Fabián con respecto a mi trabajo etnográfico entre las geografías del desagüe del Valle de México. Mi pregunta siempre en tensión a lo largo de esta investigación ha sido: ¿Cómo etnografiar un paisaje abyecto, aquel del que el sentido común, y tus sentidos (olfato, vista, incluso tacto) te dicen que debes alejarte? ¿Cómo y por qué etnografiar lo desagradable?
Desde hace ya casi una década me he interesado en el estudio de los paisajes de agua, dialogando con distintas autoras y autores que, desde el campo de la ecología política, plantean un enfoque de los estudios sociales del agua a partir de la noción de territorios hidrosociales (Boelens et al., 2016). Dicho enfoque ofrece una perspectiva valiosa para desnaturalizar el agua, al comprender cómo se entreveran procesos ecológicos con políticos y sociales, y para explicitar que incluso un concepto que puede ser tan fácilmente cooptado por discursos esencialistas y apolíticos como el de paisaje, siempre es producido histórica y políticamente. En este sentido, la noción de paisaje hidrosocial da cuenta de cómo se interrelacionan las prácticas materiales y simbólicas en el contexto de dinámicas socioproductivas y relaciones de poder, mediante el uso y la gestión del agua y sus recursos asociados.
Una de las vetas de esta perspectiva teórica, que considero en suma enriquecedora para el análisis de los paisajes que estudio actualmente y de los cuales he tratado de dar un panorama líneas arriba, tiene que ver con su atención a la temporalidad, pues asume que, en tanto producidos históricamente, los paisajes están en constante transformación y siempre (re)produciendo desigualdades, debido a la continua reconfiguración de las prácticas productivas y reproductivas de la población, en función de cómo se apropian, significan, utilizan y aprovechan los recursos que el entorno les proporciona.
Esta discusión ha sido bastante productiva, por ejemplo en mi investigación sobre los paisajes hídricos en contextos de disputa y despojo por trasvases de aguas en territorios indígenas y rurales (Mendoza-Fragoso, 2019 y 2020). Estos planteamientos teóricos también tienen mucho sentido cuando se habla de, por ejemplo, la construcción de represas para captar agua de ríos, es decir, en casos donde el agua de esos paisajes hidrosociales es ampliamente deseada y productiva. No obstante, para el caso de las aguas negras, que por el contrario son desdeñadas y para las que la cuestión de la productividad resulta más problemática[4], considero que una reflexión comprometida y explícita de la noción de paisajes hidrosociales beneficiaría al campo de los estudios sociales del agua, pero también a la propia disciplina antropológica
Un concepto con el que quizá habría que poner en relación al de paisajes hidrosociales sería el de paisaje de desecho (o wasteland en su versión en inglés), que se ha usado para hablar de territorios yermos o inhóspitos, por un lado, o bien territorios que han sido tan fuertemente intervenidos o impactados por la industria o debido a tiraderos de desechos, por ejemplo, que se vuelven territorios descartables. Me parece que las geografías del desagüe de las que hablo, dan cuenta en distintos momentos de estos dos tipos de procesos. Sin embargo, me parece más interesante, para el objetivo de este texto, hablar de paisajes no-agradables y no de desecho. Esto por dos razones, en primer lugar, para superar la ambivalencia que arrastra este concepto: ¿un paisaje de desecho se refiere a un lugar tan natural y cercano al estado salvaje que por lo mismo es peligroso? ¿o bien se refiere a un lugar que está tan alejado de lo natural, tan cultural y tecnológicamente intervenido que de natural no queda nada, está degradado, y por lo tanto es igualmente peligroso? (Di Palma, 2014).
Para el caso de estas geografías del desagüe, hablamos de un paisaje que definitivamente no es un páramo, no es un lugar vacío, sino, por el contrario, ha sido fuertemente intervenido. Tampoco es un lugar (ya) sin valor. Si bien no produce directamente activos (alimentos, volúmenes de agua potable), sí es, indirecta pero estratégicamente, funcional para distintos procesos de acumulación de capital y concentración de poder. Los flujos de aguas negras, especialmente, permiten la reproducción del capital y la habitabilidad y/o salubridad de ciertos lugares mientras que se sacrifican otros. Sin embargo, y a pesar de que cada vez más estos son los paisajes de agua en el antropoceno, suelen ser poco atractivos como objetos de estudio desde una aproximación etnográfica.
Este planteamiento resuena con los recuerdos que tengo de las quejas de unas estudiantes de licenciatura sobre la práctica de campo que organizó hace unos años una colega antropóloga, quien cuenta con una profunda y seria investigación sobre el proceso de transformación socioambiental de una región en el centro de México, donde los desechos industriales, urbanos y de pequeñas lavanderías de mezclilla han generado la intensa contaminación de un río. Según comentarios de las estudiantes, la práctica de campo fue “aburrida”, pues tan solo visitaron un “río apestoso” que no les pareció en absoluto atractivo. Los mismos comentarios y reacciones he recibido de algunos/as de mis estudiantes, cuando ante su entusiasmo y exigencia de realizar prácticas de campo, les he propuesto realizar observaciones etnográficas en Ecatepec, rastreando las geografías del desagüe y sus efectos. No estoy acusando a las estudiantes de este desinterés, considero que es un legado de nuestra propia disciplina antropológica, un argumento que desarrollaré más adelante.
La investigación etnográfica de los paisaje desagradables
Para reflexionar en torno a la problematización sobre el interés en el estudio de las aguas desdeñadas y los paisajes que incomodan, sugiero la noción de paisajes desagradables, en un sentido más metodológico que teórico, pues no me interesa aquí definir en sí estos paisajes, sino expresar la forma en que se vehiculiza el proceso de investigación sobre ciertos entornos, a través del cuerpo, de las emociones, de los compromisos morales y las expectativas estéticas, de quienes realizan o rechazan la idea de hacer etnografías de y en estos lugares.
El antropólogo Nitzan Shoshan (2015) ha realizado una reflexión muy sugestiva sobre la poca atención que desde la antropología se ha prestado a los temas desagradables. A diferencia del tema que aquí nos convoca, los paisajes, su reflexión se centra en torno a grupos con los que la antropología, una ciencia social comprometida con la diversidad sociocultural, difícilmente simpatizaría, al no compartir sus posiciones políticas o al no representar éstas de manera particularmente positiva, como los grupos de extremistas de derecha. No obstante, considero que sus notas dan luz para ampliar la reflexión sobre el interés etnográfico en lo desagradable, cuando de lugares y paisajes hablamos.
Siguiendo a este autor, “lo desagradable es una forma de mirada que señala una variedad de aspectos culturales que, en tanto son atribuidos a grupos [y/o lugares] específicos, resultan ofensivos a los que investigan y escriben sobre los mismos” (Shoshan, 2015: 152). De esta manera, si bien las consideraciones metodológicas son un reto importante para el abordaje etnográfico de los paisajes desagradables (inclusive peligrosos), no ofrecen una explicación suficiente para la aprehensión disciplinaria a abordarlos.
Como etnógrafas/os nos insertamos plenamente en el campo con las personas que colaboran con nosotras/os en campo y, más aún, generalmente lo hacemos solas/os. Por lo tanto, es entendible preocuparnos por nuestra integridad y seguridad física, y por los riesgos que tanto el campo como escenario e inclusive nuestros informantes mismos pudieran implicar. Sin embargo, y tal vez sin ser muy conscientes de ello, cada vez con más frecuencia, varios etnógrafos/as se ponen en situaciones más o menos peligrosas como parte de su trabajo de investigación. Tan es así que, el estudio etnográfico de fenómenos sociales desagradables (como la violencia, por ejemplo), cada vez es más frecuente.
Siguiendo en diálogo con Shoshan, coincido en que parte de la explicación al menguado interés por el estudio de los paisajes desagradables, puede rastrearse en un problema endógeno de la antropología, es decir, que es “resultado de ciertas normas que gobiernan la relación entre la antropología y sus objetos de estudio, o como el efecto de una identidad profesional —impregnada de imperativos normativos— que define cómo nos entendemos a nosotros mismos y a nuestros compromisos morales” (Shoshan, 2015: 152), pero también, agregaría, a nuestros estereotipos e ideales en torno la noción de naturaleza y la serie de conceptos que solemos vincular a ésta, como medioambiente, ecología, agua, incluido, sobre todo, el concepto de paisaje; conjunto del cual, por cierto, conceptos como ciudad, infraestructura y urbanización, suelen estar excluidos.
Tengo la impresión de que el sentido común de lo que merece ser investigado, por lo que al tema hídrico se refiere, desde un abordaje etnográfico, ha recaído en aquellos paisajes que evocan la positividad de la naturaleza, la armonía con ésta; paisajes que inspiran su conservación: en muchas ocasiones esto se traduce en el agua limpia alejada de la ciudad. Un imaginario idílico que frecuentemente va de la mano de imaginarios sobre los sujetos que habitan esos lugares: pueblos y comunidades que se asumen bajo identidades indígenas, sujetos campesinos o rurales, organizaciones sociales de base territorial. Todos ellos, actores sociales por los que la antropología suele tener más simpatía, a diferencia de los habitantes urbanos cuyo actuar muchas veces es ambivalente e incluso incómodo para ciertas representaciones antropológicas que han idealizado a los sectores subalternos o populares.
Desde esta perspectiva, considero que las restricciones al abordaje etnográfico de paisajes hidrosociales desagradables, sobre todo en contextos urbanos, están fuertemente vinculadas a consideraciones morales y estéticas que son, en cierto sentido, internas a la vocación antropológica. En este sentido, lo desagradable reside más en los ojos de la persona espectadora/investigadora que en las personas que habitan estos lugares. En palabras de Shoshan (2015: 152): “lo desagradable remite a una serie de criterios elaborados dentro del universo discursivo de los antropólogos y sus públicos, sin tener en cuenta si las poblaciones estudiadas comparten o no estos juicios morales” (Shoshan, 2015: 151).
Lo anterior nos lleva a cuestionar nuestras incomodidades con ciertos temas, sujetos y escenarios etnográficos que, sin embargo, tienen amplia pertinencia y urgencia en un contexto donde la contaminación ambiental, la desigual distribución del agua y múltiples expresiones de violencia se traslapan y localizan de manera diferenciada en los entornos urbanos como el del Valle de México, afectando sobre todo a los sectores populares y a las poblaciones de las periferias que, no obstante, históricamente han hecho habitables estas geografías del desagüe. En este sentido, la escasez de estudios etnográficos sobre paisajes desagradables resulta sorprendente si consideramos que la etnografía ofrece un marco metodológico muy adecuado para este objeto de estudio dado su carácter altamente local y a profundidad.
Sin embargo, y como una reflexión pendiente de desarrollar en otro momento, quisiera resaltar una última tensión en torno a la aproximación etnográfica de paisajes desagradables. Más allá de los mandatos internos de nuestra disciplina, nos enfrentamos también a un reto que tiene que ver con la naturaleza misma de la etnografía: al hecho de que el conocimiento que producimos a partir de nuestras investigaciones, casi siempre por medio de imágenes (como la del Río de los Remedios aquí presentada) y textos, nunca son meramente descripciones o análisis, son “campos discursivos disputados de los cuales nos hacemos cómplices durante nuestro trabajo etnográfico, ya sea voluntariamente o no, conscientemente o no” (Shoshan, 2015: 161).
Siempre existe el riesgo de estereotipar negativamente a los lugares y sujetos de estudio cuando tratamos de enfatizar las dimensiones desagradables. Ante este riesgo no hay que olvidar que, en todo caso, la naturaleza de la práctica etnográfica radica, más que en exotizar, en desestabilizar las distinciones entre lo agradable y desagradable, y forzarnos a entrar en relaciones afectivas —que no necesariamente son positivas— con aquellas personas que colaboran con nosotras en campo y también con los lugares que éstas habitan.
Referencias
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Valenciano, A. (2021, 27 de enero). Maldito Perrito, el arte de contar cosas feas con dibujos bonitos. Perimetral. https://perimetral.press/maldito-perrito-el-arte-de-contar-cosas-feas-con-dibujos-bonitos/
- Este texto es producto de la investigación «Flujos de agua, sedimentaciones de violencia: infraestructura y desagüe como dispositivos de desigualdad al norte del Valle de México» (PAPIIT IA300825), financiado por la DGAPA-UNAM. ↑
- arianamendoza@sociales.unam.mx ↑
- https://perimetral.press/maldito-perrito-el-arte-de-contar-cosas-feas-con-dibujos-bonitos/ ↑
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Precisamente el caso de estudio de las aguas negras que desaloja el Valle de México en la cuenca de Tula, Hidalgo y que son usadas para el riego de hortalizas ha sido ampliamente estudiado, destacando justamente la ambivalencia de la productividad de estas aguas de desecho que son revalorizadas, apreciadas e incluso en determinados momentos disputadas por ciertos actores (Véase, por ejemplo, Peña, 1994 y 1997, y Cirelli, 2004) ↑