¡La vida es de quien la sostiene, la cuida y la trabaja!

Magalí Marega y Cristina Vera Vega.

Doctorantes en Antropología, CIESAS- Ciudad de México


Imagen 1. La vida es de quien la sostiene, la cuida y la trabaja. Cristina Vera. Ecuador. 2018

Tania[2] es una joven mazateca. Tiene 20 años y es la mayor de cuatro hermanxs. Hace 4 años terminó el bachillerato en su pueblo, al norte de Oaxaca, y llegó a Puebla con una maleta cargada de esperanzas. Quería seguir estudiando, pero no pudo porque su familia cuenta con su apoyo económico, que lo obtiene de lo que cobra trabajando en casas[3]. Su madre también se dedicó al trabajo en casa[4] cuando era joven, pero regresó a su pueblo porque su marido se lo pidió. La hermana menor de Tania, Rosa, siguió su camino y migró a Puebla. Tania y Rosa son ahora trabajadoras de planta (viven en las casas de sus empleadores) en una de las colonias más ricas de Puebla.

Durante los casi tres meses que lleva la pandemia en México, Tania y Rosa sólo pudieron salir a descansar una vez. No tuvieron vacaciones. La incertidumbre no las dejó. No sabían si sus jefes las volverían a llamar, tampoco podían regresar a su pueblo porque habían cerrado el acceso para que el virus no pasara. La primera semana de abril, regresaron a su trabajo. Desde entonces no han vuelto a salir y la carga de trabajo se ha triplicado. Ahora limpian la casa dos o tres veces al día, al igual que los juguetes de lxs niñxs.. Comparten lugar de trabajo con sus jefes, pero a diferencia de ellos, sus jornadas no terminan nunca. “Los empleadores se abusan de la situación porque saben que necesitamos el trabajo”, dice con impotencia Tania.

Rosa tiene miedo a enfermarse. Más que al virus, teme no poder pagar los gastos médicos. Ella, como el 99% de las mujeres trabajadoras del hogar en México, no está afiliada al Instituto Mexicano de Seguridad Social[5]. Para Marcelina Bautista, secretaria general del Sindicato Nacional de Trabajadoras del Hogar de México (SINACTRAHO) la contingencia vuelve a visibilizar las condiciones de desigualdad en las que se asienta el trabajo del hogar. “No hay consciencia por parte de los empleadores para que sean responsables con las trabajadoras que tanto les han cuidado, que están cuando se enferman, cuando necesitan comida o están solos. Cuando necesitan apoyo para sus familias”, afirma Marcelina.

En Puebla, familiares y amigxs de mujeres trabajadoras mazatecas han organizado desde finales de marzo la campaña “Una mano para las trabajadoras mazatecas”. Debido a que lxs empleadorxs no han asumido la responsabilidad laboral ante las trabajadoras, se está entregando despensas de comida y de productos de aseo, para las mujeres afectadas.

Lourdes Albán tiene 53 años y vive en el sur de Quito, la capital de Ecuador. Reparte su jornada laboral como trabajadora del hogar en varios espacios de trabajo. En algunos de ellos viaja del extremo sur de la ciudad al extremo norte. Tiene dos o tres combinaciones de transporte público de ida y lo mismo de regreso a su hogar, donde sigue trabajando. “Salgo a las 5 de la mañana de mi casa, y durante el trayecto hay mucha aglomeración de personas. Tengo mucho miedo de contagiarme. Pero no puedo dejar de trabajar, porque ¿quién lleva el pan a mi casa? Por suerte tengo trabajo”[6], nos cuenta, preocupada.

Las trabajadoras remuneradas del hogar en nuestros países latinoamericanos tienen que lidiar con una tradición de servidumbre. “Te dicen que eres como de la familia. En realidad, casi que somos parte de la casa, un objeto más”, narra Lourdes. Ante la pandemia, las trabajadoras atraviesan por diversas situaciones. Algunas de ellas son despedidas o enviadas a “descansar” sin goce de sueldo. Otras son obligadas a permanecer en las casas de sus empleadores (su lugar de trabajo) encerradas, sin poder ver a sus familiares. Otras tantas continúan trabajando sin las medidas de protección necesarias para cumplir con su trabajo, tal como narra Lourdes.

Lourdes, como la mayoría de las trabajadoras remuneradas del hogar en Ecuador, se encuentran en una situación crítica. “Ya veníamos con una economía desgastada a nivel nacional”[7], dice. Esta situación las enfrenta a nuevas vulnerabilidades. “La crisis económica pasa por encima de nuestros derechos laborales”, se desespera. Lourdes conoce muy bien cuáles son sus derechos como trabajadora. Forma parte del Sindicato Nacional Único de Trabajadoras Remuneradas del Hogar de Ecuador (SINUTRHE), formado en 2016, pero con antecedentes de más de 20 años de organización. Además de SINUTRHE, existen otras organizaciones gremiales de las trabajadoras, como la Unión Nacional de Trabajadoras del Hogar y Afines (UNTHA), que han comenzado con colectas para la entrega de alimentos, productos de bioseguridad y apoyo económico para sus compañeras, especialmente en la ciudad de Guayaquil. Esta ciudad concentra más del 50% de los casos de covid-19 en Ecuador, país con la tasa más alta de mortalidad en Sudamérica por cada 100.000 habitantes[8]. Allí, muchas de las trabajadoras dedicadas al cuidado y al trabajo en hogares ajenos han perdido a sus familiares y amigos, o ellas mismas han contraído la enfermedad. En un contexto de caos y despidos, muchas de ellas optan por salir a vender legumbres, guantes o lo que esté a su alcance para obtener ingresos. Lenny Quiroz Zambrano, secretaria general de UNTHA, denunciaba el 5 de abril: “Una de nuestras compañeras murió la semana pasada. Su cuerpo pasó varios días en la vereda esperando ser retirado para recibir sepultura, en medio de la desesperación y angustia de sus familiares, vecinos, compañeras de UNTHA, estamos sumergidos en la absoluta desesperación, decepcionados del silencio y abandono de las autoridades”[9].

En el último año, el gobierno de Lenin Moreno en Ecuador, orientado por las imposiciones del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, recortó cerca del 30% del presupuesto en salud pública que dejó diezmados los servicios públicos de salud en el país, sin trabajadores y con la infraestructura en ruina. Para gran parte de la población de esta parte del mundo, la maquinaria de muerte se llama neoliberalismo[10].

Imagen 2. Los andamios invisibles de la cuarentena. Magalí Marega. Bolivia. 2019

Alicia tiene 45 años y se identifica como mujer de pollera aymara. Es viuda y madre de 5 hijos. Vive en Senkata, en El Alto, Bolivia. Nació y creció en una pequeña comunidad rural en Sajama, departamento de Oruro. Ella desarrolla varias tareas para sostener a su familia. Comúnmente vende frescos[11] en las ferias de Senkata o ropa que logra comprar a menor precio en otras ferias. Cuando hay fiesta en el barrio, hace y vende api, una rica bebida a base de maíz, con buñuelos. Desde hace aproximadamente 3 años, Alicia comenzó a trabajar en la industria de la construcción[12]. Empezó trabajando con amigas y hasta consiguió varios contratos como maestra albañila. Cuando ella salía, sus hijas mayores cuidaban a los más pequeños.

La construcción es un sector laboral históricamente masculino. Las mujeres que logran ingresar, tienen que lidiar con situaciones de abuso y acoso en los lugares de trabajo, discriminación, trabajos más intensos y menor salario que los hombres. La gran mayoría de hombres y mujeres en el sector no están afiliados a la seguridad social. Después de una extenuante jornada laboral, las mujeres deben continuar con el trabajo doméstico en sus hogares.

En septiembre del año pasado Alicia se enteró que cerca de su casa estaban construyendo una obra de gran envergadura. Fue a golpear la puerta. Le dijeron que no aceptaban “hembras”. Insistió. La tomaron y fue la única mujer por un tiempo trabajando en obra gruesa allí. Luego invitó a algunas vecinas y amigas, hasta que llegó la pandemia. Desde ese momento está encerrada en su casa, con sus 5 hijos. “Por suerte yo siempre compro por quintal[13]. Por eso tengo para estos días”. Su familia a veces le envía papas, chuño y algo de carne de oveja o de llama de su comunidad.

Alicia se enoja porque en su barrio mucha gente no acata la cuarentena. “Acá en Senkata la gente anda diciendo que esto del coronavirus es invento de la presidenta para no ir a elecciones”. Y se pregunta: “¿Cómo la gente puede decir eso? ¿acaso esa mujer va a poder comprar a todo el mundo con esa mentira? La gente cree eso acá y por eso no se cuidan”. Senkata, en El Alto, es uno de los lugares que ha recibido más represión por parte del gobierno golpista oligárquico de Jeanine Áñez durante las jornadas de noviembre de 2019, que provocaron la muerte de al menos 18 personas.

Mundo-crisis

Imagen 3. Mundo crisis. Magalí Marega. México. 2018

Consideramos que el trabajo, como actividad que media las relaciones sociales y el intercambio con la naturaleza para la reproducción de la vida, tiene una notable centralidad. Por lo tanto, en términos genéricos es una actividad que funda humanidad, que permite la producción de sentidos y constituye al sujeto. Sin embargo, en su actual realización histórica, es preciso entenderlo como producto y productor de las relaciones de hegemonía-subalternidad, que se despliega en configuraciones racistas, patriarcales y colonial-capitalistas. Y en ello, la desigual distribución en la organización social del cuidado explica una parte importante en las desigualdades actuales. Esa estructuración históricamente jerarquizada y desigual produce sentidos y valorizaciones sobre el trabajo y las personas que lo realizan. Los trabajos realizados por campesinxs, trabajadoras del hogar, enfermeras, personal de limpieza en hospitales, repartidores, profesoras, barrenderos están a menudo racializados y feminizados.

No es casual que las condiciones de explotación y precarización en las que viven estas mujeres se repitan a lo largo de sus relatos. Más allá de las políticas implementadas por los Estados, con marcadas diferencias y efectos, la crisis social y económica provocada por el covid-19 ha visibilizado una de las contradicciones principales en las que se asienta el capitalismo. Se trata del conflicto capital-vida, como sostienen algunas pensadoras feministas (Pérez Orozco, 2014[14]). Es decir, entre una forma de vida basada en la acumulación de capital y otra que pone el centro en la sostenibilidad de la vida (humana y no humana).

La crisis económica, social y laboral en la que viven estas poblaciones no es producto del covid-19, sino fruto de culturas de servidumbre, violencia y despojo, que configura (y necesita) el actual modo de acumulación capitalista. Vivimos por muchos años dentro de un mundo-crisis[15] en el que está normalizada la explotación de lxs trabajadorxs, la desigualdad de accesos, las violencias, la contaminación y destrucción de la naturaleza. En todo caso, lo que ha hecho la pandemia es profundizar, dramáticamente, conflictos económicos, raciales y sexuales, que se expresan con violencia sobre los cuerpos de las mujeres.

La crisis suscitada por el covid-19 no sólo mostró la agudización de las condiciones de precariedad de la vida en que amplios conjuntos poblacionales despliegan su cotidianidad, sino también ha generado experiencias constitutivas en las que la protección de la vida se vuelve el centro. A pesar de los conflictos, las trabajadoras producen y reproducen prácticas que tienden a enfrentar las dificultades, creando fuertes vínculos entre ellas y redes de cuidado. La lógica de sostenimiento de la vida se expresa en modalidades de cooperación, reciprocidad y cuidados.

En Puebla, Guayaquil, Quito, El Alto y otras tantas ciudades latinoamericanas, las redes, especialmente de mujeres, son los andamios invisibles que sostienen en este momento la vida en cuarentena. Ponen en evidencia su rol central en la reproducción de muchísimas familias en nuestro continente. No se trata de idealizar la vulnerabilidad y las relaciones de poder que se encuentran también en las redes, sino de reconstruir una apuesta ético-política de la organización colectiva (Vega, Martínez, Paredes 2018[16]). En otras palabras, nos referimos a lo que Raquel Gutiérrez llama producir lo común, es decir esa “amplia constelación de prácticas y esfuerzos que se afirman en la reproducción de la vida social a través de la generación y regeneración de vínculos concretos que garantizan y amplían las posibilidades de existencia colectiva —y por tanto individual— en tanto producen una trama social siempre susceptible de renovación, de autoregeneración” (Gutiérrez, 2019:24[17]). En este contexto, se torna urgente visibilizar las múltiples formas de organización y dignificar los trabajos que reproducen la vida social con toda su complejidad.

La crisis del covid-19 nos demuestra lo frágil que nos hace el sistema, pero a la vez, la potencia del trabajo comunitario y colectivo. El trabajo de colectivos solidarios, de los sindicatos de mujeres y de redes de reciprocidad, familiares, comunitarias, vecinales, de amistad, y aquellas prácticas que ponen en el centro la sostenibilidad de la vida, y no la del capital, es el gran desafío que nos convoca en estos tiempos de pandemia, y después de ella. Hablamos de una vida digna de ser vivida. ¡La vida para quien la sostiene, la cuida y la trabaja!

Imagen 4. Redes de vida. Cristina Vera. Ecuador. 2018

  1. Doctorantes en Antropología (CIESAS- Ciudad de México), correos electrónicos: magamarega@gmail.comy cbveravega@gmail.com  
  2. Entre marzo y mayo de este año, realizamos entrevistas vía virtual a las mujeres para incluir sus experiencias aquí. Algunos de los nombres han sido cambiados por solicitud de las entrevistadas.
  3. En varios países de América Latina, como México, Ecuador, Bolivia trabajar en casa (o en casas) hace referencia al trabajo remunerado del hogar.
  4. Utilizaremos en este artículo trabajadora del hogar o trabajadora remunerada del hogar. La primera forma es utilizada por el Sindicato de Trabajadoras del Hogar en México, mientras que la segunda es la que se utiliza en los Sindicatos de Trabajadoras en Ecuador. Con esto no dejamos de lado que, mayoritariamente, en los dos países sigue siendo común el uso de “servicio doméstico” para referirse a esta actividad. La palabra doméstico según su significado en latín no sólo nos remite al espacio del hogar, sino también a la idea de dominación del esclavo por parte del amo (Durin, Séverine. 2017. Yo trabajo en casa Trabajo del hogar de planta, género y etnicidad en Monterrey. Casa Chata. Ciesas.)
  5. )
  6. Marcelina Bautista en el diálogo virtual “Las trabajadoras del hogar ante la crisis sanitaria del COVID-19” del 11 de mayo de 2020, mencionó que existen 22.300 trabajadoras del hogar afiliadas de los 2.3 millones de personas que se dedican a esta actividad. A partir de octubre de 2020, la afiliación al IMSS de las trabajadoras del hogar será obligatorio.
  7. El Ministerio de Trabajo de Ecuador dispuso que las trabajadoras y trabajadores que fueran suspendidos mientras dure la emergencia por el covid-19 deberán recuperar el tiempo no trabajado hasta tres horas extras de su jornada y hasta cuatro horas los días sábados. Claro que sin pago extra. A ello se le suman los despidos masivos de trabajadoras y trabajadores ante el recurso de empleadores de acogerse a un artículo del Código de Trabajo que establece la terminación de contratos por motivos de “caso fortuito o fuerza mayor”, sin indemnizar al trabajador.
  8. En octubre de 2019, el pueblo ecuatoriano protagonizó un gran levantamiento en contra del proyecto neoliberal que viene desarrollando el gobierno de Lenin Moreno. Abordamos el conflicto de octubre en “Sosteniendo la lucha y la vida en la mitad del mundo” (Cristina Vera y Magali Marega) Ichan Tecolotl, Marzo 2020, https://n9.cl/94c4.
  9. Según la Secretaría Nacional de Gestión de Riesgos y Emergencias de Ecuador, al 17 de mayo ascienden a 2,736 la cifra de personas fallecidas con confirmación por covid-19 y se registran 1,654 personas de las que se sospecha podrían haber fallecido por covid-19. Los casos confirmados ascienden a 33.182. https://n9.cl/8mzwg
  10. Entrevista a Lenny Quiroz Zambrano, “Las personas de la Isla Trinitaria estamos sufriendo porque no hubo presencia del Estado”, Rebelión, 21-4-2020. En: https://n9.cl/3tsp
  11. “Una máquina de muerte llamada neoliberalismo”, Revista Crisis, 6 de abril de 2020.
  12. El fresco o mocochinchi es una bebida tradicional que se prepara con agua, canela y durazno seco (quisa).
  13. En Bolivia, según la Encuesta de Hogares del INE, en 2016 había 21.295 mujeres trabajando en la industria de la construcción. En La Paz y El Alto, las mujeres obreras están organizadas en la Asociación de Mujeres Constructoras (ASOMUC), conformada formalmente en 2017. Dos años después, en febrero de 2019 se constituyó una asociación nacional, la Asociación de Mujeres Constructoras de Bolivia (AMUCBOL), con representantes departamentales. Ante la crisis del covid-19, ambas asociaciones realizan campañas de colectas para sus socias.
  14. Refiere a la compra de productos a granel, generalmente en bolsas de 50 kg. Al ser en grandes cantidades, el costo es más económico y les permite contar con alimentos en épocas de escasez o crisis.
  15. Pérez Orozco, Amalia. 2014. Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Traficantes de Sueños. Madrid
  16. Término utilizado por Silvia L. Gil, en “Amigas, ¿a qué mundo queremos regresar?”, Contexto y Acción Nº 260, 8-5-2020. En: https://n9.cl/t0yat
  17. Vega, Cristina, Martínez-Buján, Raquel y Paredes, Myriam. 2018. Cuidado, comunidad y común. Experiencias cooperativas en el sostenimiento de la vida. Traficantes de Sueños. Madrid.
  18. Gutiérrez, Raquel y Salazar, Huáscar. 2019. “Reproducción comunitaria de la vida. Pensando la transformación social en el presente” en AAVV Producir lo común. Entramados comunitarios y luchas por la vida. Traficantes de Sueños. Madrid