La Revolución Industrial también comenzó en México. Evolución del paisaje económico y ambiental en El Bajío novohispano tardocolonial

José Luis Caño Ortigosa
Universidad de Cádiz, España


Mapa colonial que muestra los estados de Jalisco y Michoacán (1895). Imagen tomada de la Mediateca del INAH. https://www.mediateca.inah.gob.mx/islandora_74/islandora/object/fotografia%3A358655


Introducción

Debido al éxito de la historiografía tradicional europea del último siglo y medio, es habitual al abrir cualquier manual de historia económica contemporánea “universal”, que nos encontremos con un apartado dedicado a la Revolución Industrial durante la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. De manera más concreta, normalmente, a su desarrollo en Gran Bretaña y, por su difusión, a algunos de los demás países europeos y a Estados Unidos. Desde luego, tiene sentido, toda vez que fue en esa región del mundo donde finalmente se consolidaron sus efectos y la aparición de los que serían los cimientos económicos, laborales, sociales y culturales propios de la nueva historia contemporánea de la mayor parte del planeta. Fue entonces cuando Europa y Estados Unidos sustituyeron a Oriente, esencialmente al imperio chino, como principales centros económicos, productores, exportadores, consumidores y acumuladores de capital del mundo. Ello conllevó, a su vez, la integración dentro de esos centros motores capitalistas a sus entornos económicos periféricos, es decir, aquellos que les suministraban de forma directa las materias primas necesarias para la transformación industrial y a donde podían dirigir, como mercado complementario de remanentes, los productos ya elaborados para su consumo. En definitiva, la aparición de un nuevo sistema de relaciones a nivel planetario donde los equilibrios y desequilibrios económicos entre regiones volvieron a reconfigurarse, derivando en nuevas imposiciones y dependencias económicas entre los distintos países. Muchos de esos países, precisamente, de nuevo cuño a principios del siglo XIX.[1]

Aparte, el fuerte desarrollo historiográfico experimentado durante las últimas décadas sobre el estudio y análisis de diversos fenómenos de carácter global, y de su interconexión durante las centurias precedentes, ha evidenciado que difícilmente aquella Revolución Industrial “europea” pudo tratarse de un acontecimiento aislado, ni en origen, ni en transcurso, ni tampoco en sus consecuencias y expansión.[2] De hecho, y esto resulta hoy una obviedad, ya han sido señaladas profusamente las agudas transformaciones que se produjeron en lo demográfico, en lo económico y en lo social ‒con sus inevitables derivadas en lo político‒, con respecto a lo que podrían denominarse características propias del Antiguo Régimen. De hecho, son éstas las utilizadas como identificadores inequívocos de aquel proceso.[3] Y es aquí, justamente, donde queremos hacer énfasis, toda vez que, a diferencia de lo que se ha escrito hasta la saciedad sobre la tardanza de México en iniciar, a mediados del siglo XIX, los procesos que culminarían en su industrialización,[4] estamos convencidos de que muchas de esas transformaciones ya venían aconteciendo también, como en Europa, en otras regiones del mundo, entre ellas El Bajío mexicano. Más allá de la suerte posterior que corriera cada una de ellas.

Y es que, precisamente, esa región novohispana ya destacaba en el siglo XVIII como una de las principales zonas mineras del orbe, acumulando la mayor parte de la producción mundial de plata, elemento esencial para la capitalización del resto de actividades que giraban a su entorno y de todos los lugares donde ese metal llegaba a través de las rutas transoceánicas.

Si no fuera de ese modo, difícilmente podría entenderse, por ejemplo, el indiscutible desarrollo en la industria textil que ya presentaba México en la década de los años treinta del siglo XIX, un sector que, como es bien conocido, es considerado el pionero de la industrialización. De hecho, ya en el primer tercio de ese siglo se aprecia la conformación de una burguesía, derivada de las élites coloniales y de sectores medios en ascenso que en no pocas ocasiones habían estado ligados, de una u otra forma, al capital minero de El Bajío. Una burguesía que arriesgaba sus capitales en la compra de maquinaria para la industria del algodón y de la lana, antes incluso de la conformación del efímero Banco de Avío que ideara el guanajuatense Lucas Alamán. Una burguesía, también, que nunca dejó de existir a pesar de los avatares de la transición revolucionaria independentista, adaptando sus actividades a la conformación de un nuevo orden productivo y renovado mercado interno, como el establecido en toda la región entre Guadalajara y el Golfo de México.[5]

Para contradecir todo lo anterior, habría que aceptar antiguos y superados preceptos de la historia económica que afirmaban la posibilidad de la existencia de un salto brusco entre la economía preindustrial y la industrial, lo que en este caso además resulta innecesario si consideramos la constante mejora y tecnificación que experimentó la minería novohispana a lo largo de la Colonia y que permitió, a su vez, un fuerte desarrollo del sistema de obrajes, la explotación intensiva agroganadera y un fuerte crecimiento demográfico, tanto vegetativo como por la inmigración debido a la gran demanda de trabajadores que requerían las cada vez más profundas minas, las haciendas de procesamiento del material y la construcción de las cada vez más grandes y complejas infraestructuras que permitieran su explotación. Todo un conjunto de rasgos que, para regiones europeas contemporáneas a ese proceso mexicano, se han utilizado como evidentes antecedentes de la industrialización. No en vano, tanto en el caso de las minas como el de los obrajes, por ejemplo, se trataba de centros organizados que practicaban la división del trabajo, empleadores de un significativo número de trabajadores concentrados en un lugar. Minas, talleres de procesamiento y fábricas manufactureras no mecanizadas, que presentaban un paisaje protoindustrial evidente antes de su desmantelamiento durante las guerras libertadoras. Unas formas de explotación, en el caso de las mineras en Guanajuato, San Luis Potosí o Zacatecas, que ya son mucho mejor conocidas gracias al avance historiográfico producido en este campo del conocimiento. De la misma forma que, ya consumada la Independencia, se han advertido semejanzas en el tiempo y en la forma entre el inicio de la industrialización no mecanizada estadounidense y mexicana, si bien hubo enormes diferencias entre ambas en cuanto a lo que se refiere al mercado.[6]

En definitiva, puede identificarse que El Bajío mexicano durante el siglo XVIII experimentó un fuerte desarrollo a partir del motor económico que supusieron las bonanzas mineras. Unas bonanzas que, no obstante, tampoco hubieran sido tan importantes sin la conformación previa de un sistema económico regional diversificado y perfectamente engrasado, del que se obtenían los insumos y los recursos agroganaderos suficientes y baratos para hacer aún más rentable la actividad minera. Lógicamente, la explotación minera en Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y otra poblaciones circundantes; la intensa utilización de grandes extensiones de tierra para la agricultura y la ganadería, en jurisdicciones como las de Aguascalientes, Salamanca, San Felipe, Acámbaro, Salvatierra, San Luis de la Paz, Irapuato, Silao o Dolores; la apertura de obrajes textiles (a partir del algodón, la lana y el cuero, principalmente) en ciudades como León, Querétaro, San Miguel o Celaya; el crecido aprovechamiento de cursos de agua, acuíferos, bosques y predios esparcidos por toda la región; así como el desarrollo de numerosas infraestructuras para permitir todo lo anterior, como haciendas de minas, puentes, acequias, acueductos y caminos, por ejemplo, supuso un importantísimo cambio en el paisaje medioambiental de la región, tanto del urbano como del rural. Una transformación que, además, fue en aumento en la medida en la que ese importante desarrollo económico fue atrayendo a más población inmigrante ‒temporal y permanente‒ que daba respuesta a la fuerte demanda de trabajadores que todas esas actividades requería. Un crecimiento demográfico que se sumó al que ya, naturalmente, se experimentaba de carácter vegetativo desde décadas antes.[7]

En este sentido, debe añadirse que el propio crecimiento económico y demográfico aludido también requirió de un mayor despliegue de la presencia de las instituciones del Estado. Unas de carácter político, como las intendencias, subdelegaciones, cabildos; otras de carácter hacendístico, como tribunales de cuentas, cajas reales, nuevos impuestos; de carácter militar, con nuevas compañías y regimientos; e incluso de carácter religioso, con un mayor número de clero secular y regular, jurisdicciones y tribunales religiosos, recaudadores de impuestos eclesiásticos, etc. Una mayor presencia traducida en el aumento de técnicos, funcionarios y religiosos que ayudaron al crecimiento de los grupos medios de la sociedad colonial, del consumo y de la acumulación de capitales. Lo que, a su vez, permitió un aumento de la actividad económica, tanto en la producción de bienes de consumo como de la construcción habitacional y de infraestructuras públicas y privadas.[8]

Toda una transformación que, estamos convencidos, hizo posible el origen del primer hecho fundamental de la historia de México como país, el que lo convertiría, precisamente, en nación independiente. No podía ser una casualidad que, en ese entorno, al igual que en muchas regiones europeas de su mismo momento, dieran inicio las luchas liberales contra el absolutismo de la Corona.

El Bajío protoindustrial y su ocaso

Que ese tipo de transformaciones mencionadas, rudamente caracterizadas aquí, se puedan identificar en El Bajío tardocolonial no es más que el lógico resultado de la implantación paulatina del nuevo modelo colonial borbónico en una región que ya aglutinaba ciudades muy pobladas, una fuerte producción agraria, una tupida red obrajera, una extensa red de comerciantes capitalistas y las principales minas de plata del mundo en aquel momento.[9] Un nuevo modelo productivo, comercial e impositivo que paulatinamente fue transformando una economía arcaica que todavía hasta mediados del siglo XVIII se había basado principalmente en el precepto mercantilista de obtención y acumulación de metales preciosos por parte de la Corona.[10] Es decir, adaptar esa economía a las nuevas condiciones del mercado mundial, aplicando esencialmente, aunque no únicamente, principios fisiocráticos que ya se habían experimentado con éxito en Cuba y el resto de las Antillas españolas.[11] Tanto es así que esas transformaciones, en el mundo del agro, permitieron el desarrollo de un potente y diversificado sistema productivo basado en las haciendas y los ranchos, donde se ponían constantemente en práctica los últimos adelantos en aperos, maquinaria, abonos, etc. Una realidad que se reflejaba, muy nítidamente en la destacada y creciente recaudación que experimentaron los diezmos en aquel tiempo, superando en volumen de ingresos al fisco, incluso, a los de la propia minería.[12] Es decir, la agricultura de El Bajío ya en el siglo ilustrado se había conformado como una de las más potentes del mundo, lo que hizo necesario la construcción de una imponente red de alhóndigas de almacenaje y distribución que daban servicio a la numerosa y creciente población trabajadora de la región. De hecho, se ha llegado a afirmar que la incorporación de nuevos sistemas de riego o de maquinaria a vapor a mediados del siglo XIX permitió la “recuperación” de aquellos niveles de producción perdidos durante el ciclo violento independentista.[13]

Así pues, era El Bajío en el transcurso del siglo XVIII al XIX, una región que presentaba ya un paisaje medioambiental muy transformado por el hombre. Una transformación llevada a cabo primordialmente durante los 150 años anteriores, para dar como resultado un paisaje productivo de óptimo rendimiento para las posibilidades de su tiempo. Cursos de agua fuertemente aprovechados, para riego por medio de desviaciones y acequias; para consumo de personas y ganado a través de la construcción de presas, acueductos, fuentes y utilización de manantiales; para las artes mineras, que incluyeron una intensa contaminación de los cauces por el uso de mercurio y sal en la separación de los metales preciosos, así como la destrucción de capas freáticas en las galerías de extracción; o para su utilización como fuerza motriz de molinos construidos en sus riberas, entre otros usos. Bosques talados y llanuras transformadas en campos de cultivo y explotaciones ganaderas, laderas repobladas con especies arbóreas productoras de frutos y maderas más rentables; una multiplicación de nuevos caminos y puentes que, sumados a los ya existentes antes de la llegada de los europeos, conectaban las haciendas, ranchos, ejidos y el creciente número de poblados agroganaderos y mineros que iban surgiendo al calor del descubrimiento de nuevas vetas y de la elevada demanda de productos de consumo por parte de una creciente población. Ciudades como Guanajuato que no sólo crecían en tamaño y número de pobladores, sino también en su calidad política y social. Urbes que ensanchaban su reconocimiento político dentro del imperio, donde aumentaban rápidamente el número de funcionarios que hacían funcionar la cada vez más presente extendida burocracia, así como de soldados, eclesiásticos y de profesionales liberales muy variadas. Unos grupos medios en desarrollo que se sumaban al también mayor número de burgueses enriquecidos, lo que permitía, a su vez, el incremento de trabajadores de todo tipo, asalariados, tenderos, artesanos, transportistas, criados, albañiles, etc. Poblaciones que, en definitiva, no sólo extendieron su caserío, sino que también lo adecuaron, enriquecieron, sanearon y embellecieron con numerosas y nuevas infraestructuras urbanas que les hicieron presentar una fisionomía moderna y eficiente.

El caso de El Bajío consistió entonces en avanzar no sólo hacia su autosuficiencia y enriquecimiento, sino también hacia su conformación como una región económica motor, tanto para el virreinato como para el resto del imperio, generando nuevas interacciones económicas dentro del imperio y más plusvalías para el Estado. Un ciclo que, como intentamos explicar aquí, se inició exitosamente, más allá de que luego, durante su transcurso, se detuviera de manera violenta por las guerras iniciadas con las revoluciones liberales e independentistas. Unos acontecimientos que, a la postre, derivaron en una coyuntura resultante radicalmente distinta de la experimentada en Europa o en Estados Unidos, pero que también podría haber evolucionado de manera totalmente diferente, no violenta, como demuestra el caso de Filipinas, otra región novohispana que sí experimentó la profunda transformación de su sistema económico sin sufrir las calamidades de una larga guerra civil revolucionaria.[14]

Dicho todo lo anterior, se debe avanzar recordando que nadie pone en duda la existencia de una realidad protoindustrial en muchas regiones europeas previa a la Revolución Industrial, de las que algunas finalmente se sumaron pronto a la Revolución Industrial y otras no. Sea como fuere, todas suelen estudiarse para remarcar esa realidad anterior, incluso utilizándolas a modo comparativo para distinguir las distintas evoluciones que experimentaron.[15] Nosotros añadimos aquí que esa realidad también se daba en algunas regiones del imperio colonial español, como en El Bajío. Y es que, dicha realidad se ha caracterizado historiográficamente para las regiones europeas con la existencia de una producción agraria, extractiva y manufacturera, aún artesanal pero ya mejorada, ordenada y aglutinada de diversas formas en haciendas, obrajes, talleres, minas, ingenios, etc. Lugares donde se ponían en marcha nuevas tecnologías o formas de organización laboral que permitían una optimización de los medios de producción y de la fuerza de trabajo, entre otras formas por medio de su concentración. Una industria capaz de abastecer de algunos insumos y bastimentos básicos como ropa, alimentos, herramientas, piezas y artículos de consumo en general a la mayor parte de la población de la zona. Una población que se distinguía por estar experimentando un fuerte aumento, sobre todo en las áreas urbanas, tanto por crecimiento vegetativo como por la inmigración, desde sus mismas áreas rurales y desde otros lugares. También, esa mayor producción estaba capitalizada, esencialmente, por la propia burguesía de la región, que en la mayor parte de los casos controlaban desde la obtención de las materias primas necesarias, hasta la utilización de los elaborados o semielaborados en sus otras actividades productivas o para la venta al por mayor, en el exterior, o al por menor en sus propias tiendas. Un conjunto de realidades que muestra, en general y para su tiempo, que se trataba de un lugar próspero, tanto para sus élites y para los mercaderes que controlaban las líneas de comercio e inversiones como, desde luego, para los funcionarios imperiales. Pero también para mucha de la gente común, incluyendo artesanos, pequeños y medianos comerciantes, así como un número no desdeñable de vasallos integrantes de los pueblos de indios. Era pues, Nueva España, y El Bajío como su motor, uno de los territorios más prósperos de occidente. Capaz incluso, con su producción argentífera y su demanda de bienes de producción y de consumo, de monetizar el mercado internacional.[16]

Sin olvidar que fue esta región uno de los lugares del imperio español donde destacaron, pronto y con fuerte intensidad, las nuevas ideas liberales que propugnaban una profunda reforma o deceso del sistema absolutista.[17] Un aspecto este nada desdeñable, si se tiene en cuenta también la importancia que la historiografía ha dado a este movimiento político, económico y social en la explicación del inicio y avance de la Revolución Industrial.

Todo ello implicaba, de cierta manera, el ocaso de una mentalidad rural ya sustituida por otra urbana donde lo mercantil y la constante transformación de la realidad asociada al crecimiento económico y evolución social, por un lado, y al avance de las ideas políticas por otro, se convertían en características fundamentales para su comprensión y descripción. A lo que podría sumarse el hecho de que, como se viene demostrando en los últimos años, las mujeres también participaron de forma especialmente activa en el desarrollo político, económico y social de aquella región. Y no únicamente desde las situadas en la élite a partir de la administración de sus importantes propiedades, capitales y sus inversiones, sino incluyendo también a aquellas que ayudaron, desde su condición de trabajadoras en minas, haciendas, tiendas, etc., o constituyéndose como parte de otros muchos medios de producción.[18] Una realidad ésta que evidencia, sin duda, la conformación también en El Bajío de una cultura moderna que, como en Europa, forjó el precedente de la adquisición de conciencia de grupo y el posterior inicio de las luchas de la mujer por el reconocimiento de sus derechos. Sin duda, una de las consecuencias más evidentes del avance del rol social y económico de las féminas a partir de la Revolución Industrial, más allá de que en México, como en otros lugares del mundo, y quizá precisamente por ese mayor y evidente protagonismo, también se produjera un intento de ocultamiento y de desprecio de la ingente labor que desempeñaban.[19]

Es entonces cuando, aceptado todo lo anterior y a la luz del conocimiento alcanzado actualmente sobre la realidad política, económica, social, demográfica y medioambiental de El Bajío en el período tardo colonial,[20] puede afirmarse con poco temor a equivocarse que esta región novohispana no sólo reunía las condiciones necesarias para haber comenzado el proceso de industrialización como lo hicieron otras regiones del mundo occidental, sino que, en efecto, lo había iniciado. De la misma manera que podemos aseverar que con las guerras de Independencia llegaron las primeras libertades políticas, comenzando el proceso de desmembramiento del Antiguo Régimen. Pero también una etapa de desmantelamiento de todo aquel incipiente tejido protoindustrial, como es natural a un período de violencia y destrucción.

Un paisaje productivo que derivó en poblados fantasmas, en la ruina de la industria, en campos arruinados, en minas inundadas, en vías abandonadas infestadas de malhechores, poblaciones castigadas por la mortandad y la despoblación, en escasez de producción agropecuaria y falta de mercado, donde cualquier inversión suponía una temeridad. Tiempos de guerra, de violencia, donde el requisamiento de bienes y alimentos era habitual para el abastecimiento de las tropas. Una desaparición de inversiones, huida de capitales, utilización de caudales para la guerra, movilización de campesinos y obreros, destrucción de infraestructuras de producción y de comunicación, peligrosidad de caminos, transformación del campo y de la industria para el abastecimiento militar, pérdida de población y otro largo etcétera de calamidades que no sólo paralizaron el progreso, sino que devolvieron a la región a niveles económicos y demográficos propios de muchas décadas atrás. Una prosperidad que no comenzaría a recuperarse hasta bien entrada la década de los años treinta del siglo XIX y que, en cualquier caso, dejó atrasada a la región en su industrialización con respecto al resto del mundo durante, prácticamente, el resto del siglo XIX y el siglo XX.

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