La relación con la tierra, más que una propiedad

Mauricio Arellano Nucamendi[1]
CIESAS Pacífico Sur

Foto vía Wikimedia Commons

En este escrito abordaré la relación entre género, derechos agrarios y territorios indígenas a partir de la distinción del carácter agrario de la propiedad social del carácter indígena de los territorios; lo anterior con el propósito de analizar las tensiones, los conflictos y las alternativas en torno a lo comunitario y al cuidado de la vida, gestadas desde el entendimiento de la tierra como herencia patrilineal y el territorio como herencia ancestral. En este sentido, nos preguntamos cómo las luchas de las mujeres indígenas en las luchas en defensa de la vida y del territorio han movido las nociones de roles preestablecidos en los hombres, en tanto familiares, vecinos y autoridades; y cómo, a partir de sus cuestionamientos, han ampliado la discusión de la justicia para las mujeres de la dimensión agraria a la dimensión de una justicia ambiental, social y de género.

Género, derechos agrarios y territorios indígenas

En México, la confluencia de las regiones indígenas con la riqueza biocultural y el hecho de que la propiedad social sea el tipo de tenencia de la tierra predominante entre la población indígena, nos permiten comprender que sea el agrario uno de los ámbitos disputados en los conflictos socioambientales en los territorios indígenas. Al respecto, se estima la presencia indígena en 41.9% de los núcleos agrarios certificados que abarcan el 47% de la superficie social certificada en el país (Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano [SEDATU], 2024); en donde los conflictos están asociados principalmente con la tenencia de la tierra y la minería, seguidos de la proyección de hidroeléctricas, termoeléctricas o presas, proyectos carreteros, cementeras, gasoductos y parques eólicos, así como a problemas relacionados con el agua o el medio ambiente en general (Comisión para el Diálogo con los Pueblos Indígenas [CDPI], 2017).[2]

Por un lado, cabe señalar que el carácter patrimonial de los derechos agrarios fue demolido en términos jurídicos con la reforma al Artículo 27° Constitucional de 1992 que, al imponer la primacía del régimen de propiedad liberal, habilitó mecanismos para abrir la propiedad social al mercado, no obstante que aún prevalecen las salvaguardas del derecho indígena al territorio (Pérez & Mackinlay, 2015). Por otro lado, que, incluso en aquellos núcleos agrarios que en su momento se movilizaron en rechazo al Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE), el ejercicio de los derechos agrarios de las mujeres con frecuencia se ha visto imposibilitado en términos sociales y políticos cada vez que los hombres, ya sea como familiares, vecinos o como autoridades, reclaman las tierras para sí, desconociendo, en los hechos, los derechos de las mujeres (en tanto mujeres) -y de sus familias- a la tierra que habitan y trabajan.[3]

Desde la perspectiva de la titularidad de derechos agrarios y con información del Registro Agrario Nacional (RAN), la SEDATU (2024) estima que en el año 2023 los sujetos de derechos agrarios en el país comprendían 3,488,875 ejidatarios (64.07%), 1,081,084 comuneros (19.85%), 674,127 posesionarios (12.38%) y 201,425 avecindados (3.70%); de los cuales el 72.53% eran hombres y ejidatarias el 16.69%. Desde otra mirada, si bien los asuntos de la tierra implican, en primera instancia, a los hombres en tanto esposos, padres o hermanos, es frecuente que las mujeres, particularmente como esposas o concubinas, consideren que las tierras también les pertenecen, aunque sus nombres no figuren en los certificados. Sin embargo, la legitimidad que esta forma de tenencia les confiere para el acceso, uso y usufructo de la tierra y, por tanto, de los bienes ambientales, cada vez más dista de ser así, en gran medida por la parcelación de derechos agrarios como proceso de cercamiento de las tierras.

De ahí que en las últimas décadas y en la medida de que han visto amenazadas las relaciones vitales que establecen con sus territorios, las mujeres indígenas no sólo han alzado la voz para denunciar el despojo territorial estatal o gran empresarial, sino también los despojos de sus parcelas por parte de sus familiares (hijos, esposos, cuñados, suegros), vecinos o autoridades; ambas injusticias asociadas a un entendimiento de lo comunitario en el cual las mujeres, en tanto mujeres, no necesitan las tierras “porque no las trabajan” o porque al no ser las titulares de los derechos agrarios no son consideradas en la toma de decisiones sobre el destino de las tierras, tal como han sido la aceptación o el rechazo del PROCEDE y las consultas relacionadas con megaproyectos.

La tenencia de la tierra, entre la herencia patrilineal y la herencia ancestral

Contrario al supuesto de que las mujeres indígenas no trabajan la tierra, es claro que sus relaciones vitales se asocian con sus posibilidades de acceder, usar y usufructuar de forma diferenciada la tierra (solar, parcela, tierras de uso común) y la biodiversidad. Ir a la milpa, al cafetal, a la montaña, al río o el arroyo, así como a los lugares sagrados hacen parte de una experiencia campesina e indígena que no se reduce al entendimiento de la tierra como un factor de producción ni al carácter agrario que determina su tenencia patrilineal. De ahí que la imposibilidad de consumar esta experiencia ya sea por el despojo de la tierra, el deterioro de la biodiversidad y/o los cambios o las rupturas generacionales, implica grandes retos para la reproducción cotidiana de la vida, en particular porque al no existir una separación tajante de las labores domésticas en la cocina y el hogar con los lugares de cultivo y/o de recolección de alimentos, estas tensiones tienen consecuencias ontológicas y epistemológicas.

Es en el marco de estas tensiones que durante las últimas décadas las mujeres campesinas e indígenas articulan sus luchas en defensa de la vida y del territorio con sus luchas por una vida en clave comunitaria, libre de violencias; en ellas han sido importantes sus articulaciones políticas con actores claves, tales como las organizaciones defensoras de los derechos de las mujeres, así como las luchas protagonizadas por las mujeres, tal es el caso de las zapatistas en Chiapas. Es en este sentido que sus reclamos no se reducen a ser titulares de derechos agrarios en el sentido liberal de la propiedad; lo cual no significa que no luchen por sus derechos a la tierra y el territorio, sino que esta lucha es más amplia y abarcan el entendimiento de la tierra y del territorio como una herencia ancestral de la que son parte y, por tanto, que no solo pertenece a los hombres como sucede con la herencia patrilineal desentendida como patrimonio familiar.

A través de estas luchas las mujeres colocan ante el común, sus concepciones del mundo y horizontes de deseo, así como sus saberes y prácticas, principios y valores; entre estos se encuentran la integralidad de la vida, la interdependencia y el respeto como aspectos fundamentales para una vida comunitaria digna y justa entre las personas y entre éstas y la Tierra, a través de una profunda relación afectiva y espiritual, además de simbólica y material. Es en el marco de esta ética para el cuidado de la vida que podemos comprender la relevancia, por ejemplo, de que los núcleos agrarios indígenas, en el caso que nos ocupa en este escrito, reconozcan derechos agrarios y territoriales a las mujeres en los reglamentos internos ejidales o estatutos comunales, como ha sido el caso de los elaborados como parte de las estrategias jurídicas implementadas para hacer explícito sus acuerdos de negativa a los proyectos extractivos.

No se trata de un tema resuelto, pero sí en discusión. Al respecto, tenemos que el despojo territorial y el deterioro de los bienes ambientales ha generado muchos procesos regionales y articulaciones políticas en defensa de la vida y del territorio que desbordan los linderos de los núcleos agrarios, en los que ha sido central la movilización de las mujeres. En ella se articula el reclamo por justicia ambiental con el reclamo por una justicia de género, expresadas como el cuidado de la tierra y la igualdad de derechos, la no violencia y el ser tomadas en cuenta en las decisiones. Esta participación activa de las mujeres las ha conllevado a crear múltiples espacios (talleres, foros, asambleas, encuentros, marchas) y a asumir cargos de representación relacionadas con la defensa de la vida y del territorio, tal es el caso de su nombramiento como Voceras, Concejalas o Delegadas.

Hacia una justicia ambiental, social y de género

Como se ha mencionado, las luchas indígenas que politizan la defensa de la vida y del territorio, y las luchas de las mujeres en ellas, se caracterizan por constituir un cauce regional de procesos situados en núcleos agrarios, ya sea ejidales o comunales. Sin duda alguna, con sus reclamos y propuestas las mujeres transforman radicalmente, desde abajo, las nociones de autonomía, de la tierra-territorio y del buen vivir. Por ello también es importante analizar qué tipos de organización y qué tipos de propuestas están surgiendo a nivel comunitario para afrontar los retos en torno a la justicia social, ambiental y de género. A ello se suman los cambios motivados por la normativa de la paridad de género en la Ley Agraria tanto en los órganos de representación ejidal como en el impulso a la titulación de parcelas a nombre de las mujeres y la promoción de su consideración en la sucesión de derechos agrarios.

En este sentido, las grietas abiertas por las mujeres plantean importantes retos ya que su participación en estos espacios ha implicado una sobrecarga de trabajo para ellas o su delegación a otras mujeres; también es evidente que ello ha implicado rebeldías, conflictos y acuerdos con los varones, con importantes logros y costos para ellas. De esta manera, si consideramos el territorio y por tanto al espacio doméstico como un lugar de creación ontológica, epistémica y política, cabe preguntarnos si las luchas de las mujeres en defensa de la vida y del territorio han movido las nociones de roles preestablecidos en los hombres, en tanto familiares, vecinos, ejidatarios, comuneros y autoridades; y cómo, a partir de sus cuestionamientos, ellas han ampliado la discusión de la justicia para las mujeres de la dimensión agraria a la dimensión de una justicia ambiental, social y de género.

Por ello, en el marco de la defensa del territorio y del cuidado de la vida sostenidos por los pueblos indígenas y de su libre determinación y autonomía, considero que es importante reflexionar con los varones la relación del cuidado de la vida con la igualdad de derechos y los cambios en la manera como participan en la organización del trabajo de cuidados en el ámbito comunitario, familiar y organizativo, en tanto aspectos fundamentales en las luchas por la sostenibilidad de la vida.

Consideraciones finales

En las últimas décadas las mujeres campesinas e indígenas han transformado radicalmente el entendimiento de lo comunitario; en lo cual han sido relevantes las múltiples articulaciones políticas con actores tales como los centros defensores y promoventes de los derechos humanos, de los pueblos indígenas y de las mujeres, así como mujeres referentes tales como las zapatistas. Sin duda alguna han sido relevantes las colaboraciones académicas, críticas de las desigualdades, con los grupos organizados de mujeres rurales, campesinas e indígenas, y lo seguirán siendo.

Es precisamente a la luz de los cambios que acontecen en el medio rural que considero relevante conocer, desde una perspectiva crítica de las desigualdades, la mirada, el posicionamiento y las acciones de los hombres rurales, campesinos e indígenas ante los reclamos, las demandas, los planteamientos y las acciones de las mujeres, en particular de aquellas que participan en procesos organizativos en defensa del territorio y la vida; lo mismo en relación con los cambios en las estructuras comunitarias y organizativas de los pueblos rurales, campesinos indígenas.

De forma específica, considero, desde la particularidad del ámbito académico, que la reflexión con ellos a cerca de la relación del cuidado ambiental con la igualdad de derechos y el trabajo de cuidados puede aportar al fortalecimiento de las luchas en defensa de la vida y del territorio, y a través de ello, al camino hacia una vida comunitaria con justicia y dignidad para todas y todos.

Referencias bibliográficas

Comisión para el Diálogo con los Pueblos Indígenas (2017). Conflictos Indígenas en México. México, Segob.

Pérez Castañeda, J., & Mackinlay, H. (2015). ¿Existe aún la propiedad social agraria en México?. Revista Polis, 11(1), 45-82. https://polismexico.izt.uam.mx/index.php/rp/article/view/228

Robles Berlanga, Héctor. (2000),“Propiedad de la tierra y población indígena” en Estudios Agrarios 14123-147

Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (2024). Atlas de la Propiedad Social de la Tierra en México 2024.


  1. Es posdoctorante en CIESAS Pacífico sur. Correo: mauricio.arellano.nucamendi@gmail.com
  2. De acuerdo con la SEDATU, los núcleos agrarios certificados representan el 95% y el 93% de la superficie bajo el régimen de propiedad social. Por su parte, a principios de siglo, Héctor Robles Berlanga estimaba que en los municipios con población indígena existían 26.9 millones de hectáreas rústicas, que representaban 93.1% de dicho territorio, donde “El tipo de propiedad que predomina es la social, con 70.8% en los MCI [municipios con concentración indígena MCI] y 67.3% en los MPI [municipios con presencia indígena]. Le sigue la propiedad privada, con 26.2% en MCI y 30.6% en MPI; en estos municipios existen 4 mil 374 ejidos, mil 258 comunidades y 304 mil unidades de producción privadas. El resto de la tierra, en ambos conjuntos de municipios, corresponde a terrenos nacionales y colonias agrícolas y ganaderas.” (Berlanga, 2000: 3-4).
  3. El PROCEDE fue un programa del Gobierno Federal coordinado por la Secretaría de la Reforma Agraria que abarcaba diferentes fases: ratificación de linderos y plano definitivo, actualización del padrón de ejidatarios, delimitación y confirmación de tierra de uso común, certificación parcelaria individual y titulación de solares urbanos. El régimen de Dominio pleno es cuando legalmente los ejidatarios se convierten en propietarios privados individuales de su parcela y de su solar, las cuales ya no están sujetas al régimen ejidal sino al régimen de la propiedad privada, regida por el derecho común.