La mudez del turista en la elocuencia del viaje: impresiones visuales y escritas de Egipto (primera parte)

Mauricio Sánchez Álvarez
Laboratorio Audiovisual CIESAS Ciudad de México


02 CAI-ME-vg
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03-Rey en oro
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04 EG-GI-barca vista
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05 Beduino y camello
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06-EG-CAI-CV-mezqta
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07-EG-CA-CV vitrales
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08-EG-CA-artesano
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09 EG-CV transacc
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10 EG-ALJ Puerto y fuerte vg
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11-EG-AL-FO
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12-EG-ALJ Columna Pompeyo (vg)
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13 EG-AL-Bibltc-int
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14 Eg-Ale-Bibliotc-gente
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Fotografías tomadas por Mauricio Sánchez Álvarez


Cuando, a fines de 2017, una amiga nos llamó a mi esposa y a mí a un viaje de 10 días por Egipto durante el siguiente enero, mis primeras sensaciones fueron de incredulidad y exaltación. En mi vida había imaginado una posibilidad semejante. El Nilo y el mito de Osiris de los que nos había hablado nuestro profesor de historia en primero de secundaria; los faraones, sultanes, mercaderes, burócratas y coroneles que Naguib Mahfouz había dibujado magistralmente con su pluma; todo eso iba a dejar de ser simples palabras y recuerdos. Y cuando discutimos los pormenores del viaje que se repartiría básicamente entre una estancia en El Cairo y un recorrido por barco desde Luxor hasta Aswán y vuelta, sugerí que también visitáramos Alejandría (cosa que se aceptó) con la que estaba ligeramente familiarizado por documentales acerca de la antigua biblioteca (cuyo lugar preciso aún se desconoce) y la película Ágora de Alejandro Amenábar, que narra la destrucción del recinto y el asesinato de la filósofa Hipatia a manos de sacerdotes cristianos fanáticos, y por haber hojeado con curiosidad El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell.

De modo que, casi de un día para otro, y pisando por un momento Alemania, nos trasladamos cinco amigos de la Ciudad de México a El Cairo. Lo que seguiría fue una suerte de vendaval, comenzando por salir de noche, recién llegados, mi esposa y yo, a buscar viandas y bebidas en alguna abarrotería cercana al hotel céntrico en que nos hospedábamos y caminar bordeando la plaza Tahir, donde había ocurrido la primavera árabe que no fructificó, y encontrar una tienda abierta que vendía un delicioso jamón tipo serrano, pero de res (entiendo que allá no comen cerdo). No recuerdo cómo nos entendimos con quienes atendían; seguramente en inglés.

Nos habíamos inmerso en un mundo casi ajeno, en el que uno depende mucho del guía para irlo descifrando, porque la barrera del habla tiende a estar ahí. Y junto con otros centenares de turistas de otros tantos lugares y lenguas, uno va viendo que en cada paso cambia el telón y aparece una nueva historia por la que se pasa de la expectativa a la estupefacción. Por más que haya uno haya visto fotos y películas, la situación te gana. Simplemente contemplar la esfinge junto a la gran pirámide, ambas en ruinas, o el museo a un costado que aloja la barca funeraria reconstruida y suspendida… En medio de las arenas al occidente de El Cairo, hoy tierra de beduinos, que esperan a los visitantes para un paseo en camello o posar para una foto, previo pago (por supuesto).

El Cairo es la ciudad más poblada en África, inmensa y compleja, y nos interesamos por su alma árabe: las mezquitas y la fortaleza edificadas en la loma que corona la ciudad antigua, que data de al menos el siglo XII; el mercado y las calles estrechas que la bordean y cuyos mausoleos y cementerios, por ser sitios sagrados, han impedido cualquier eventual intento de modernización inmobiliario. Uno camina entre talleres y tiendas e inevitablemente entra en algún momento en la dinámica del regateo que los comerciantes manejan al dedillo. Y cuando se reintegra uno al bullicio callejero de la urbe, llama la atención cómo los peatones cruzan las vías pasando entre coches que no aminoran el paso. Como si caminantes y medios de transporte ‒ayer: caballos, camellos y carretas, hoy: coches, motos y autobuses‒ tuvieran un larga historia conviviendo sobre los caminos.

A un costado de la Plaza Tahir está el Museo Egipcio, un edificio cuyo diseño —columnas griegas, salones interiores amplios, altos y luminosos— deja ver la sella del dominio británico. Pronto se mudará a una nueva sede, que pasamos a un costado camino a las pirámides, y cuya extensión parece como dos veces el Estadio Azteca. Así de material tendrán, pese a los saqueos. El cual proviene primordialmente de tumbas y de esa tan peculiar manera de concebir la muerte como un viaje eterno, cuyo curso ‒para bien o para mal‒ depende del juicio divino. Mucho de lo que se exhibe son cosas que el viajero llevaba para el viaje, incluyendo representaciones de vivienda, sirvientes y animales. Estos artefactos, junto con restos de cultura material (vestimenta, tejido, cerámica, herrería) y muestras de escritura, incluyendo papiros y tinteros, permiten reconstruir algo de lo que pudo ser el fascinante modo de vida.

En un día vamos a y regresamos de Alejandría, el histórico puerto por el que llegaron Grecia y Roma y que retiene su rostro pesquero aún más ancestral. Vamos al parque que aloja la gran Columna de Pompeyo (hecha de un solo bloque de mármol de Aswán), sede de un antiguo templo en que caminó Cleopatra. Y en el sitio donde ardiera la llama del gran faro se edificó en el siglo XV, la fortaleza morisca de Caitbay, con su combinación de gruesa piedra blanca y estilizados detalles, y que defendió la bahía hasta el asedio británico que la abatió a fines del XIX. Después, cerramos la jornada yendo a la nueva biblioteca, ambiciosamente diseñada y súper amplia (aún se desconoce el lugar donde estaba la antigua). Pero en el camino de vuelta paramos en una cafetería en que preparan el café colocando la olla en arena calentada por gas. Yo que vengo de una tierra cafetalera, me percato de que aún tengo cosas que aprender en la materia. Qué bien.