Paola Ma. Sesia[1]
CIESAS Pacífico Sur
Parteras preparando remedios herbolarios. Foto: Edgar Delgado Hernández.
Introducción
Como sabemos, México cuenta con la mayor población indígena de América Latina,[2] además de contar con una gran biodiversidad que nos coloca entre los doce países más ecodiversos del planeta (Boege, 2008). La vinculación de la bio-diversidad con la presencia territorial de los pueblos indígenas es histórica, profunda e innegable. Se trata de un patrimonio biocultural que está íntimamente articulado a los numerosos pueblos indígenas que habitan el país y que se asocia a una tradición etnomédica notablemente rica, diversa y perdurable. La partería indígena forma parte de este patrimonio; las parteras han atendido a mujeres embarazadas y parturientas en muchas regiones de México durante siglos.
Hoy en día, sin embargo, la partería tradicional está en peligro de extinción y, con ella, se arriesga perderse un patrimonio de conocimientos, prácticas y recursos etnomédicos que han sido muy valiosos en el acompañamiento y apoyo a las mujeres en el proceso de dar vida. La posible desaparición de la partería es preocupante por múltiples razones, más allá de una visión culturalista motivada por una romántica preservación o rescate de la tradición (indígena o no indígena) a toda costa. Aquí mencionaré tres de esas razones.
En primer lugar y desde una perspectiva salubrista, existe la preocupación sobre la pérdida de opciones de servicios en salud materna a nivel comunitario, en un país donde el sistema público de salud presenta importantes carencias y deficiencias que se profundizan en las regiones donde históricamente ha tenido una presencia importante la partería tradicional. La pandemia por Covid-19 —con el consecuente colapso de los servicios de salud, especialmente en zonas rurales y en el primer nivel de atención médica— es un ejemplo tangible e inmediato de estos riesgos. En segundo lugar y desde un posicionamiento político y ético que parte explícitamente de la adopción de un enfoque de derechos humanos, la desaparición de la partería —aún más cuando motivada y provocada— es violatoria de los derechos colectivos de los pueblos indígenas, los cuales están reconocidos en México de manera vinculatoria e incluyen el ejercicio de la medicina tradicional, de la cual la partería es parte. Finalmente, y desde este mismo enfoque, las mujeres embarazadas —incluyendo por supuesto a las mujeres indígenas— deberían de poder escoger con quién y cómo atenderse, sin coacciones y de manera libre e informada, cosa que no sucede fácilmente en nuestro país; desde la perspectiva de las mujeres, la desaparición de la partería, implica una pérdida importante en la selección de opciones de atención en lo local.
La desaparición progresiva de la partería es un fenómeno relativamente reciente en nuestro país. A principios de la década de 1970, sólo 37% de los 2.3 millones de nacimientos registrados cada año eran atendidos en instituciones de salud y/o por personal biomédico; las parteras tradicionales y/o familiares en el hogar se encargaban del resto. En lugares donde la mayoría de la población era (y sigue siendo) indígena —como en el estado de Oaxaca y en varias regiones de Chiapas— los partos institucionales biomédicos representaban menos del 10% del total de nacimientos (Zolla, 1983; Sepúlveda, 1993).
Cincuenta años después, la situación ha cambiado drásticamente. Los datos oficiales indican que más del 95% de los partos se producen en servicios institucionales de salud (CNEGSR, 2022). En los últimos años, las parteras tradicionales —indígenas y no indígenas— han atendido una fracción muy pequeña (entre 1 y 2% en 2019, justo antes de la pandemia) de los nacimientos a nivel nacional (datos oficiales del SINAC). En la actualidad, la mayoría de las mujeres —incluidas las de las regiones indígenas— dan a luz en hospitales; la mayoría públicos y (casi) gratuitos.
Este cambio de la etno-obstetricia a la bio-obstetricia (Davis-Floyd, 2001) se produjo rápidamente, acelerándose después del nuevo milenio. El cambio se ha asociado a una importante reducción de la mortalidad materna,[3] la cual era el objetivo declarado de esa transformación, pero también ha engendrado otros problemas. El país enfrenta hoy una epidemia de cesáreas innecesarias y potencialmente iatrogénicas, se ha vuelto rutinaria la sobremedicalización de los partos normales y se ha perdido una atención centrada en las necesidades y el proceso fisiológico específico de cada mujer. Finalmente, es común la ocurrencia de conductas discriminatorias, irrespetuosas y/o abusivas contra las embarazadas y parturientas en la bio-obstetricia, sobre todo en la atención hospitalaria y hacia usuarias que se atienden en hospitales públicos, no tienen seguridad social y son vistas como pobres, indígenas y/o rurales. Todos estos problemas son parte del fenómeno que se ha venido definiendo como «violencia obstétrica», concebido como un problema sistemático y estructural en el parto hospitalario en México, sobre todo en el sector público (Sesia, 2020).
Contrario a lo que fácilmente podría suponerse, el cambio de la etno-obstetricia a la bio-obstetricia no ha respondido —o no lo ha hecho de manera exclusiva— a una progresión “inevitable” y/o “natural” tras la expansión del modelo biomédico, la ampliación de los servicios institucionales de salud, la (semi)gratuidad del parto en los hospitales públicos y, en general, la medicalización de la reproducción y la vida en México, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX. Se trata de procesos que la gran mayoría de las mujeres parece haber aceptado e interiorizado, aun si no siempre de manera voluntaria y pocas veces de forma plenamente informada. Al mismo tiempo, son procesos que han sido “conducidos” desde la elaboración y la implementación de la política pública en salud materna. En este breve artículo analizo una dimensión que ha sido poco explorada de esa conducción: el papel de la política global en salud materna y, en particular, de las agencias multilaterales y los grupos interagenciales internacionales en la desaparición progresiva y, en muchos sentidos, deliberada, de la partería tradicional.
En lo que sigue, me propongo enseñar cómo estas agencias diseñaron políticas globales en salud materna que, desde principios de los años noventa, tomaron decisiones que apuntaban hacia la sustitución y desaparición de las parteras —denominadas de forma eufemística, reduccionista y un tanto despectiva Traditional Birth Attendants (TBAs),[4]— para ser sustituidas por personal calificado profesional. Sostengo, por lo tanto, que el proceso de debilitamiento y desaparición progresiva de la partería tradicional tendría que verse más bien como un proceso de eliminación intencional, con todas las implicaciones que esto comporta.
Las políticas mundiales de salud materna y la desaparición de la partería tradicional
En 1978, la Organización Mundial de la Salud (OMS) puso en marcha una iniciativa para promover el estudio y la utilización de la medicina tradicional dentro de los sistemas institucionales de salud en países con un fuerte legado biocultural y etnomédico, como México. Esta iniciativa incluía explícitamente el reconocimiento de las así llamadas TBAs como recurso humano crucial en la salud materno-infantil (SMI), las cuales se deberían de integrar en los sistemas nacionales de salud mediante una capacitación oportuna y adecuada.
En 1985, justo cuando se clausuraba el decenio de la mujer de las Naciones Unidas, se publicó en la prestigiosa revista inglesa The Lancet un artículo titulado «Maternal Mortality, a Neglected Tragedy. Where is the ‘M’ in MCH?»[5] (Rosenfield y Maine, 1985). Los autores afirmaban que había llegado el momento de que las políticas de salud global se dedicaran a abatir las abrumadoras cifras de mujeres embarazadas que estaban muriendo de manera injusta e innecesaria en el mundo, en lugar de asumir que las políticas, programas y servicios centrados en la SMI beneficiaran automáticamente la salud de las mujeres-madres.
En 1987, agencias de Naciones Unidas lideradas por la OMS[6] lanzaron la Iniciativa por una Maternidad sin Riesgos (I-MSR), formando un Grupo Interagencial (GIA), que trabajaba conjuntamente por la reducción de la mortalidad materna y la mejora de la salud materna; principalmente en los países del Sur Global, donde se producía el 98-99% de estas muertes. En la primera década, la I-MSR se centró en promover la identificación, diagnóstico y referencia de las mujeres embarazadas con factores específicos de “riesgo” y mantuvo como prioridad el enfoque de prevención, promoción y atención primaria a la salud, en el cual las parteras tradicionales tenían un claro —aun si siempre subordinado— papel que desempeñar a nivel comunitario (Mahler, 1987).
En la década de 1990, los esfuerzos para la reducción de la muerte materna se intensificaron al reconocer: que las complicaciones obstétricas pueden surgir en cualquier momento durante la gestación e independientemente de la categorización de riesgo de cada embarazada; que las complicaciones no se pueden prever, pero sí atender; y que la solución al problema era/es el acceso universal a una atención obstétrica de emergencia resolutiva y oportuna en caso de necesitarla. Ese compromiso se reforzó con la inclusión de la reducción de la mortalidad materna en los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio de las naciones Unidas.
En la Conferencia de la I-SMR diez años después, en 1997, lxs expertxs asistentes dieron una vuelta radical en la política global en salud materna tomando la decisión de abandonar la capacitación de las parteras tradicionales como una de sus estrategias claves, recomendando en su lugar que todos los partos fueran atendidos por personal profesional o “calificado”. No solo prevaleció la idea de que todas las mujeres embarazadas y parturientas podrían enfrentarse a emergencias obstétricas en cualquier momento, sino que se acordó que sólo el personal calificado podría reconocer las complicaciones, estabilizar a las mujeres y trasladarlas a un hospital que dispusiera de los equipos, insumos y competencias médicas para salvar vidas. El GIA declaró abiertamente que las TBAs, aun capacitadas, eran ineficaces para prevenir o reducir la morbilidad o la mortalidad materna (Starrs, 1998; 2005).
Casi 25 años después, merece la pena revisitar cómo y por qué el GIA llegó a tal decisión, tomada supuestamente sobre la base de la evidencia científica y cuyas consecuencias han sido muy negativas para la partería tradicional. Esta decisión se tomó con base en un único estudio inconcluyente realizado con un número limitadísimo de parteras —35 TBAs— en una sola región de un solo país africano, Ghana, a finales de los años ochenta. El estudio reporta que a estas parteras se les enseñó en la capacitación, a reconocer a las embarazadas de alto riesgo; se encontró que la mayoría de las parteras capacitadas animaba a las mujeres de alto riesgo a acudir a servicios institucionales, pero muchas de las mujeres se negaban a desplazarse por los costos de la atención o del traslado, la falta de transporte o el miedo a ser maltratadas; por lo tanto, las parteras seguían atendiéndolas porque las mujeres mismas habían optado por no salir de sus localidades y seguían buscando a las parteras (Eades et al, 1993). En otras palabras, se llegó a la conclusión que la capacitación era inefectiva, por causas que no eran atribuibles a las mismas parteras.
Otro estudio, también realizado en Ghana y publicado en el año 2000, revela la tendencia de los autores a fortalecer esta visión prevaleciente de ineficacia de la capacitación a parteras tradicionales. Se evaluaron los resultados de un curso de capacitación de dos semanas de duración y se descubrió que el conocimiento adquirido por las parteras participantes estaba positivamente asociado con dos de las ocho variables medidas: la reducción de la retención placentaria y la sepsis puerperal, dos condiciones que —es importante subrayarlo— se encontraban entre las principales causas de muerte durante la maternidad. Los autores concluyeron de manera sorpresiva que, a pesar de su evaluación positiva en estas dos variables muy importantes, la capacitación no era una estrategia adecuada en comparación con otras estrategias —no especificadas en el artículo— más redituables en la salud materna y neonatal (Smith et al, 2000).
Dichos estudios estaban muy localizados a nivel geográfico, por lo que generalizar sus hallazgos era de por sí muy problemático. Además, sus resultados eran inconcluyentes y las conclusiones sesgadas y erróneas. Era frecuente, por ejemplo, que los cursos de capacitación fueran muy breves y que los investigadores intentaran evaluar su impacto de forma aislada de otras estrategias más amplias en pro de la salud materna y/o neonatal aplicadas en el mismo contexto y/o al mismo tiempo, lo cual confundía los resultados entre el grupo intervención y el grupo control, o antes y después de las intervenciones. Además, en las evaluaciones no se tomaron en cuenta otros factores estructurales desfavorables para la salud materna en los que operaban las parteras. Tampoco se consideró que las parteras necesitaran de un proceso de traducción cultural en el diseño y puesta en práctica de una capacitación esencialmente biomédica.[7]
En esos mismos años se publicaron otros estudios sobre la estrategia de capacitación a parteras tradicionales que llegaron a conclusiones diametralmente opuestas y que, sin embargo, no fueron tomados en cuenta por el GIA de la I-MSR. Por ejemplo, estudios en Guatemala —una realidad mucho más cercana a la mexicana— concluyeron que las capacitaciones culturalmente apropiadas lograban un aumento del 200% en el número de mujeres embarazadas o parturientas de alto riesgo que acudían a los hospitales para dar a luz (O ́Roulke, 1995); o constataron un aumento significativo en el reconocimiento de los signos de peligro y en el número de mujeres y familias que acudían a los servicios institucionales de salud (Bailey et al, 2002). Estas investigadoras señalaron, además, de manera correcta, que la capacidad de las parteras de reconocer complicaciones y referir las mujeres a los servicios institucionales de salud no podía evaluarse de forma aislada y que las mujeres atendidas por parteras necesitaban un acceso efectivo «a los servicios de emergencia obstétrica» (Ibid:21).
Después de que el GIA afirmara que la estrategia de capacitación a TBAs no era efectiva, el siguiente paso lógico fue concluir que las propias parteras no contribuían a la reducción de la muerta materna y perinatal, que es precisamente lo que ocurrió. La recomendación del GIA fue que las parteras tradicionales fueran sustituidas por personal calificado; es así cómo, a finales de la década de 1990, fueron excluidas por completo de la Iniciativa de Maternidad Sin Riesgos. Se dejó de financiar a nivel internacional la capacitación a parteras, independientemente de su presencia y contribuciones a nivel local, de su volumen real de atención, sus competencias y su aceptabilidad comunitaria. Es importante señalar aquí que no se está cuestionando la estrategia de proporcionar atención calificada a todas las embarazadas que así la requieran, sino la injustificable eliminación de la partería tradicional como una importante opción comunitaria de atención materna.
Es importante compartir, además, que, entre 2004 y 2015, se publicaron varias revisiones sistemáticas sobre la capacitación a parteras y la eficacia de las intervenciones comunitarias en la salud materna y perinatal, algunas de ellas a cargo de la Biblioteca Cochrane, patrocinada por la OMS. Las revisiones subrayaron que la capacitación de las parteras tradicionales no podía evaluarse como una intervención independiente, aunque hallaron asociaciones positivas entre la capacitación, el conocimiento de los factores de riesgo o de complicaciones y la referencia a servicios institucionales de salud, en comparación con parteras que no habían sido capacitadas (Sibley et al, 2004; Sibley y Sipe, 2004). Algunas revisiones encontraron asociaciones positivas entre la formación y el apoyo institucional a las parteras con: a) la reducción de la mortalidad perinatal (Wilson et al, 2011; Sibley et al, 2012), b) mejoras en la atención intraparto y posparto proporcionada por parteras y c) aumentos en el uso por parte de las mujeres de la atención prenatal y la atención obstétrica de emergencia (Sibley y Sipe, 2006).
Esta breve revisión de las políticas globales de salud materna pone de relieve que la desaparición de la partería tradicional se decidió deliberadamente en los niveles más altos de la política multilateral en salud bajo la justificación de reducir la mortalidad materna y perinatal, y mediante la promoción de personal biomédico calificado para todos los partos, independientemente de las competencias reales del personal, o si los partos fuesen normales o complicados. Estas estrategias fueron acompañadas del rechazo a priori de las parteras tradicionales, independientemente de sus saberes y sus capacidades técnicas, de la experiencia empírica acumulada a través de años de ejercicio, de su historial de seguridad en la atención y de los niveles de aceptación y/o satisfacción social, cultural y personal expresados por las propias mujeres en distintos contextos.
En resumen, este cambio de enfoque no estuvo motivado por decisiones “técnicas”, libres de juicios de valor o basadas en la evidencia científica. Refleja más bien una perspectiva ideológica, profundamente influenciada por el Modelo Médico Hegemónico (Menéndez, 1988), el cual parte del supuesto indiscutible de su propia superioridad y eficacia, y devalúa automáticamente todos los demás modelos alternativos de atención —incluida la medicina tradicional y la partería indígena—, representándolos a priori como no científicos, ineficaces, atrasados y hasta peligrosos. Mientras que legitima sus decisiones políticas como neutrales y basadas en la evidencia científica, escondiendo sus propias motivaciones corporativas y económicas. En este caso, se ignoraron otras fuentes de información que apuntaban a resultados opuestos y se invisibilizaron los intereses gremiales (representados por la presencia de la FIGO y la CIM en el GIA) de las organizaciones que representaban al personal calificado, evidentemente interesadas en la expansión de su propia área de acción y de mayores oportunidades de empleo.
Material de capacitación. Coatzacoalcos, Veracruz. Foto: Edgar Delgado Hernández.
Finalmente, es importante mencionar que, en México, la política en salud materna promovida por el GIA fue adoptada a rajatabla a partir de la firma de los ODMs en 2001; por lo que se impulsó la atención hospitalaria de todos los partos por parte de personal calificado. Lo que, además, en nuestro país, fue interpretado ideal y de manera aún más restrictiva como personal especialista de gineco-obstetricia, con la exclusión, no solo de las parteras tradicionales, sino también de las profesionales (casi inexistentes en México en ese momento) y del personal médico (médicos generales y médicos pasantes) que atienden en las Secretarías de Salud de los estados y en las médicas rurales del programa IMSS-Bienestar. No obstante, esta exclusión más generalizada, las parteras tradicionales son las que han sufrido la mayor embestida, y la expresión más evidente ha sido la prohibición de atender partos por parte de personal y autoridades del IMSS-Bienestar (Sesia y Berrio, 2023). Prohibición que es a todas luces ilegal de acuerdo al marco de derechos y que se ha ejercido de facto durante más de quince años, aun sin una directiva clara al respecto.
Esta breve reseña de los cómo, los porqué y los efectos de una política global en salud materna que ha excluido a las parteras tradicionales nos enseña que la desaparición progresiva de la partería en México no ha sido un fenómeno natural, menos aún inevitable. Al contrario, ha sido el producto de decisiones deliberadas en los más altos niveles de la política pública en salud que han apuntado hacia su eliminación. Siendo decisiones deliberadas, no habría que olvidar que estamos frente a una posibilidad real de poderlas revertir, en este caso desde el poder del Estado.
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Correo: sesia@ciesas.edu.mx ↑
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Más de 15 millones de personas se autoadscriben como indígenas de acuerdo al Censo 2010 (del Popolo, 2019). ↑
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De acuerdo con los reportes de resultados de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) en México, la Razón de Muerte Materna (RMM) de 89 x 100 mil nacimientos en 1990, 74 en el 2000, 44 en el 2010 (Oficina Presidencia República, 2015), para alcanzar 36 en 2015 (MMEIG, 2019). ↑
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En español: asistentes tradicionales del parto. ↑
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En español: “Mortalidad materna, una tragedia invisibilizada. ¿Dónde está la ‘M’ en la SMI?” ↑
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Además de la OMS, participaron el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), el Banco Mundial, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Adicionalmente, dos organizaciones no gubernamentales —la Federación Internacional de Planificación Familiar (IPPF) y el Population Council— y, finalmente, la Confederación Internacional de Matronas (ICM, la red mundial de asociaciones nacionales de parteras profesionales) y la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia (FIGO) (Starrs, 1998). ↑
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Críticas parecidas se hicieron en: Kruske y Barclay (2004) y Sibley et al (2004). ↑