Eva Salgado Andrade
CIESAS, Ciudad de México
No es novedad, pero vale la pena repetirlo: después de la pandemia provocada por el SARS-CoV-2 el mundo ya no podrá ser el mismo. La nueva normalidad que estamos construyendo, sin instrucciones ni previo aviso, puede ser vista como una oportunidad para evaluar, desde una perspectiva distinta, la vieja normalidad y qué de ella podríamos eliminar o modificar para mejorar nuestra existencia. Así ocurre, por ejemplo, con los desafíos que ha traído la educación desde el confinamiento, interesante laboratorio viviente y colectivo que permite reflexionar sobre múltiples aspectos, tales como qué educación tenemos y cuál requerimos; qué ventajas o no representa la incorporación de la tecnología en este ámbito, o cuál es el papel que corresponde a los actores involucrados.
El sábado 14 de marzo de 2020, ante el avance en el número de contagios, autoridades de la Secretaría de Salud y de Educación Pública de México decretaron un receso escolar para los estudiantes de preescolar, primaria, secundaria y normal, así como para las escuelas de tipo medio superior y superior, que iniciaría el lunes 23 de marzo y terminaría, si las condiciones sanitarias lo permitían, el 17 de abril. Cuando se hizo evidente que el virus seguía implacable, se anunció la suspensión de clases presenciales para todo el tiempo restante antes de la culminación del año escolar. Para subsanarlas, se puso en marcha el programa “Aprende en Casa”, mediante el cual los niños y adolescentes podrían seguir estudiando mediante consulta a sus libros de texto, complementados con programación en televisión, y con internet como auxiliar para la consulta de materiales.
En teoría, parecíamos estar preparados: en el sexenio anterior, se había anunciado con gran optimismo que, con las reformas en materia de telecomunicaciones emprendidas en 2013 y 2014, así como con la transición hacia la televisión digital terrestre a partir de 2015, se ampliaban las posibilidades para que la televisión pública e internet llegaran a todos los rincones del país. Sin embargo, en la práctica se comprobó que todavía falta mucho en materia de innovación tecnológica. En este campo, como en otros, la pandemia sirvió como un catalizador que dejó al descubierto e incluso aceleró las enormes desigualdades que desde hace años subsisten en México.
En la primera etapa del programa, pese a contar con el apoyo del Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano, de la Dirección General de Televisión Educativa, de la Red de Radiodifusoras y Televisoras Educativas y Culturales de México, así como del Canal Once Niñas y Niños, no se pudo satisfacer la demanda de contenidos, ya sea por falta de cobertura de estos canales, deficiencias en la señal, o por horarios limitados, entre otros motivos. El uso de internet tampoco pareció ser la solución. De acuerdo con datos de la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares 2019 (INEGI, 2020), si bien el 76.6% de la población urbana tiene internet, la cifra se reduce a un 47.7 por ciento en zonas rurales. Aún es menor la disponibilidad de computadoras por hogar: sólo 44.3%.
Por ello, a partir del nuevo año escolar, para ampliar el alcance del programa a un mayor número de estudiantes, y tomando en cuenta que, según cifras oficiales (Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), 2020), el 90.6% de hogares en México tiene televisión, el gobierno federal suscribió un acuerdo con televisoras privadas, para la transmisión de contenidos en un sistema diseñado como aulas multigrado con programación desde preescolar hasta bachillerato. Adicionalmente, se pusieron en línea materiales digitales, incluidas copias de todos los libros de texto. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas, pues educar es un proceso complejo, que requiere mucho más que la búsqueda de canales, entendiendo el término no sólo en su acepción cotidiana (canales de televisión), sino a partir del esquema de Roman Jakobson (1981: 352) para describir los componentes del proceso de comunicación.
Todavía es muy pronto para evaluar los resultados de los programas de educacion en confinamiento, sin duda necesarios frente a la imposibilidad de acudir a las escuelas. No obstante, se pueden esbozar algunas reflexiones preliminares sobre cómo se concibe no sólo la educación a distancia, sino la educación en general, y cómo podríamos mejorarla, aun después de que la pandemia haya quedado atrás. El experimento es demasiado valioso como para agotarlo en la adquisición de destrezas para manejar Zoom, BlueJeans, Microsoft Teams o Google Hangouts, o saber cuándo y cómo abrir o cerrar el micrófono y la cámara.
Tal vez una de las lecciones más importantes es que la educación debe mirarse como un compromiso colectivo y no como algo que atañe sólo a profesores y alumnos, como probablemente muchos la concebían en la vieja normalidad. En este sentido, pareció una medida muy previsora que, en el acuerdo dado a conocer en el Diario Oficial de la Federación, se invocara uno de los planteamientos de la Ley General de Educación, que señala: “la corresponsabilidad de las madres y padres de familia o tutores en el proceso educativo de sus hijas, hijos o pupilos menores de dieciocho años para lo cual, además de cumplir con su obligación de hacerlos asistir a los servicios educativos, apoyarán su aprendizaje, y revisarán su progreso, desempeño y conducta” (DOF, 15 de marzo de 2020).
En efecto, para la estrategia “Aprende en Casa” y “Aprende en Casa II” los adultos responsables del cuidado de los menores han resultado clave para el inesperado experimento educativo. Sin su apoyo resultaría extremadamente compleja la reconversión del ámbito doméstico para cumplir un horario, habilitar un espacio e intentar concentrarse en contenidos transmitidos desde un medio que no propicia interacción. Desde luego, también aquí se hacen visibles las desigualdades y las exclusiones, puesto que no todos los adultos a cargo de los niños tienen las mismas posibilidades de apoyar a sus hijos, ya sea por falta de tiempo o por falta de preparación, amén de una desigual distribución doméstica que, en función de estereotipos de género, probablemente ha atribuido a madres o abuelas la responsabilidad única en esta tarea.
Las desigualdades también se advierten entre quienes asisten a escuelas públicas o privadas; en estas últimas (quizás en un afán por mantener la matrícula, que experimentó dramáticos descensos) ha sido más común un sistema híbrido donde los profesores se conectan, por medio de videoplataformas, con los estudiantes, y sólo recurren parcialmente a los contenidos televisivos. Tal vez para muchos otros niños, imposibilitados de tener en casa el apoyo de un pariente mayor, o de interactuar con compañeros y profesores en videosesiones, la escuela se ha convertido en una monótona programación sólo interrumpida por las muy oportunas pausas para estirarse, dirigidas por reconocidos deportistas. Por cierto, a partir de las experiencias obtenidas hay material suficiente para diagnosticar e intentar agilizar la operación de programas como el de Telesecundaria, puesto en vigor desde 1968.
La educación a distancia también ha propiciado que, quienes integran las diversas comunidades educativas, ya sea los propios estudiantes, los profesores o las madres o los padres, hayan formado, ampliado o consolidado la comunicación por medio de sus redes sociodigitales. Así, se han hecho diversas combinaciones donde los contenidos televisivos son aclarados, ya sea con grupos de Facebook, WhatsApp o Telegram, además de las listas de correo electrónico. Tal vez no sea demasiado ambicioso esperar que, para un considerable porcentaje de los adultos que hayan podido seguir de cerca la educación de sus hijos en el confinamiento, esto represente una oportunidad para recordar, reforzar o clarificar los contenidos educativos con los que tuvieron contacto en su infancia o juventud. Una vez superada la pandemia, cabría esperar que se mantuvieran estas redes colaborativas, y que se siga explorando su potencial para usos más productivos que el intercambio de memes, chistes, noticias falsas, mensajes de superación personal o convertir a sus usuarios en presas fáciles para los algoritmos que alientan el consumo.
Otro aspecto a destacar es la forma en que se ha hecho visible la solidaridad de algunos de los actores involucrados en este gran experimento. Sobran las anécdotas de profesoras y profesores de todos los niveles que, desde las primeras etapas del confinamiento, y ante la imposibilidad de operar sólo con la tecnología, han buscado estrategias para seguir en contacto con sus alumnos, mediante la distribución de hojas fotocopiadas con ejercicios y tareas, acudiendo (aun a riesgo de su salud) a zonas remotas y alejadas para repartir libros, o enviando mensajes telefónicos o por redes, pagando por su cuenta los datos para conectarse. Casos como los anteriores, comprueban que para muchos maestros la docencia es una vocación capaz de superar cualquier reto.
Otra interesante lección es advertir cómo se había normalizado la pobreza de contenidos televisivos; salvo la aleatoria posibilidad de sintonizar algunos canales culturales, en su mayoría las audiencias han estado expuestas a programación plagada de estereotipos discriminatorios, humor banal y violencia de todo tipo. Causa una agradable e inesperada sorpresa la posibilidad de sintonizar, a lo largo del día, contenidos con programación educativa; si bien es cierto que, con frecuencia, puede tratarse de contenidos poco ágiles, debería ser un derecho de las audiencias el que siempre hubiere una oferta de este tipo.
La pandemia también debería llevarnos a replantear el alcance del término “aprender”. ¿Qué esperamos de la educación? ¿Seguiremos pensando que aprender es memorizar datos o información que puede obtenerse de Google? Tal vez durante los álgidos días de la pandemia los estudiantes no hayan memorizado nombres de capitales, o la tabla periódica de los elementos, o fechas insignes de la historia. Pero seguramente han podido aprender mucho más sobre temas de salud, higiene y buena alimentación; involucrarse en la protección al medio ambiente y cuidado del planeta; percatarse de la importancia de la solidaridad para la vida comunitaria; conocer desde una perspectiva distinta a sus compañeros y profesores, y percibir la enorme vocación de muchos de éstos; pensar que las redes sociodigitales o la televisión pueden tener múltiples usos; la importancia de las emociones colectivas; recibir cursos intensivos sobre epidemiología y saber del peligro de los virus y cómo enfrentarlos, o vivir la experiencia de intercambiar opiniones con los padres de los alumnos respecto a los contenidos recibidos en la televisión o por vía digital.
Así pues, será útil pensar que, para la nueva normalidad que estamos construyendo de manera colectiva, las experiencias obtenidas como parte del desafío que implica la educación en confinamiento nos pueden dejar mucho más que sólo memes o videos divertidos para compartir en las redes sociodigitales.
Bibliografía
Ichan Tecolotl, Revista de divulgación enfocada en temas de antropología, ciencias sociales y humanidades, con una periodicidad mensual y editada por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). ISSN 2683-314X. Calle Juárez 87, Col. Tlalpan Centro, Alcaldía Tlalpan, C.P. 14000, Ciudad de México, México, teléfono +52 (55) 54873570. Página electrónica: https://ichan.ciesas.edu.mx/. Contacto: ichan@ciesas.edu.mx . Editor responsable: Dirección de Vinculación.
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