Daniela Mondragón Benito
Estudiante de Antropología en la Universidad Nacional Autónoma de México
dani.mondragon27@gmail.com
He tocado fondo en el laberinto de la vida
sabe a soledad, huele a olvido
mi caída no se detiene
temo acostumbrarme a su nauseabundo olor
No lastima mis entrañas, ya no sangra la herida
ya no temo los paseos nocturnos de la muerte
que arrebata descendencia a sus hijas
burlándose de sus aullidos, las guía hacia el infierno
no pueden engañarla, tampoco escapar de ese linaje
(Amatista Lee, “Del encierro” publicado en Divinas Ausentes, 2013)
Fotografía de Hermanas en la sombra
Introducción
Amatista Lee fue injustamente privada de libertad por casi quince años. Desde entonces ha sido incansable crítica de las violencias carcelarias, escritora de poesía, narrativa e historias de vida, entre otros. Forma parte de la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra desde sus inicios y ha participado en un gran número de publicaciones de la misma. La historia de Amatista, al igual que la de muchas otras mujeres privadas de libertad, es prueba fehaciente de que las desigualdades que vivimos las mujeres, se agudizan en las prisiones. Fueron las violencias patriarcales las que la llevaron a ella a la cárcel y fue este el espacio donde terminó de conocerlas y aprendió a denunciarlas.
El concepto de interseccionalidad que trabaja Kimberlé Crenshaw (1991), se vuelve muy pertinente para el estudio de las prisiones, pues abarca varios sistemas jerárquicos: por un lado el sistema racista-colonial, que da a las cárceles un color no-blanco (Segato, 2007). El orden colonial persiste en las cárceles, ya que la población que habita al interior de los muros, es población racializada y empobrecida. El sistema ordenador de clase socioeconómica es otro pilar fundamental que se articula con el étnico-racial para marcar jerarquías en la sociedad. Son las personas que habitan en los sectores más bajos de esas jerarquías, quienes pagan las penas privativas en México.
Ahora bien, existe un tercer sistema ordenador que se articula con los dos anteriores y que transforma radicalmente la vivencia de la prisionización y es la jerarquía de género: el sistema patriarcal. La cárcel, como toda institución social, es producto de la sociedad en la que existe e imprime los ideales de la misma. Es así que podemos decir que la cárcel es una institución patriarcal, clasista, racista y colonial; tal como lo es la sociedad en la que vivimos, pero con el agregado de ser una institución total (Goffman, 2001). Lo que le otorga una gran cantidad de poder para ejercer sobre los cuerpos, emociones, relaciones y familias de las personas privadas de libertad, por lo que estas violencias se presentan de forma exacerbada.
Dentro de las cárceles, los mecanismos de control estatales se vuelven extremos, puesto que todas las acciones de las personas que viven dentro de una prisión son controladas y vigiladas por las autoridades penitenciarias. Goffman (2001) dice que las instituciones totales tienen tendencias absorbentes; sean cárceles, hospitales, campos de trabajo, cuarteles, etc. Explica que: “La tendencia absorbente o totalizadora está simbolizada por los obstáculos que se oponen a la interacción social con el exterior y al éxodo de los miembros, y que suelen adquirir forma material: puertas cerradas, altos muros, alambre de púa, acantilados, ríos, bosques o pantanos” (Goffman, 2001: 17). Todas las acciones de la vida cotidiana se desarrollan dentro del espacio penitenciario.
Ahora bien, las violencias que se dan dentro de las cárceles no suceden de forma aislada o anómala. Son las mismas violencias patriarcales, racistas y coloniales, que muchas veces ocasionaron que las mujeres terminaran en prisión. Dado que en la inmensa mayoría de los casos, la población que se encarcela no es autora de algún delito, sino que es la que se encuentra en una situación de mayor vulneración. Como bien enuncia Concepción Núñez Miranda: “La cárcel, en estos casos, se convierte en una institución hecha para castigar la pobreza, una pobreza provocada por el orden económico existente” (Núñez, 2012: 94). A ésto, Elena Azaola (2005) le denomina “reclutamiento preferencial de los pobres”.
La doble condena
En suma a lo anterior, el encarcelamiento femenino conlleva la articulación de las violencias patriarcales que se suman a las racistas, clasistas y coloniales antes mencionadas. Para las mujeres la prisión es mucho más estigmatizadora puesto que existe una doble trasgresión percibida: por un lado la de la norma y, por otro la de su papel socialmente asignado como mujeres (Antony, 2003), lo que se traduce en la práctica como una doble sentencia, por la carga moral de la transgresión a los roles de género. Así como son juzgadas con más dureza y reciben sentencias mayores, las mujeres también son castigadas por sus familias y comunidades afectivas. Las mujeres privadas de libertad sufren mucho más abandono familiar que los hombres (Antony, 2003; Azaola, 2005; Arens, 2017), hecho que afecta gravemente su estado emocional y salud mental.
Las familias de las personas privadas de libertad juegan un rol fundamental en la experiencia de prisionización. Por un lado, el acompañamiento es un punto clave para sobrellevar el desafío emocional al que se enfrentan; y por otro lado, está el apoyo económico que se requiere para solventar los gastos de vida dentro de la prisión; pero también, porque muchas veces son las familias quienes apoyan con la resolución de los casos legales o se encargan de hacer las gestiones necesarias para darle seguimiento a los casos. Las mujeres que no reciben visitas, o éstas son poco frecuentes, se encuentran en desventaja respecto a sus compañeras. Muchas veces este es el caso de las mujeres indígenas que provienen de comunidades alejadas, que, debido a los gastos que implica el transporte, reciben menos visitas de sus familiares (Núñez, 2012).
Ante esta precariedad económica a la que muchas hacen frente, se vuelve aún más grave la falta de opciones laborales dignas al interior de las cárceles, pues además de ser escasas y muy mal remuneradas, tienen un pronunciado sesgo sexista. En palabras de Carmen Antony: “El espíritu discriminatorio de la normatividad y la praxis penitenciaria se refleja en las tareas laborales de estas mujeres: lavado, planchado, cocina, repostería, confección de prendas, venta de comida, tejidos, costura, actividades todas relacionadas con sus habituales tareas domésticas.” (2003: 82). Ante esto Claudia Salinas Boldo (2014) enuncia que las ofertas laborales sexistas son una forma más de opresión patriarcal que se da dentro de las cárceles. Si bien las familias algunas veces representan un apoyo con los gastos, no hay que perder de vista que en la mayoría de los casos provienen de los mismos contextos empobrecidos y racializados.
Ante este panorama, podemos comprender mejor la gravedad del abandono de las familias. Juliana Arens (2017) señala que este es uno de los efectos más evidentes de la doble condena, a la vez que uno de los más dolorosos. Ya que tiene repercusiones anímicas, afectivas y materiales. Además, menciona que: “El debilitamiento o el corte del vínculo con el afuera, sobre todo con los hijos, desencadenan trastornos emocionales que algunas autoras incluso suelen mencionar como amplificaciones del castigo que alcanzan al entorno.” (Arens, 2017: 109) Este aspecto es fundamental, dado que muestra cómo las cadenas de violencia se expanden, dejando secuelas también en sus familias y tejidos comunitarios, siendo uno de los principales afectados sus hijos e hijas, en caso de haberlos.
En este último año, las medidas de aislamiento se han endurecido aún más por la pandemia de Covid-19. En el Catastro Latinoamericano de Organizaciones que trabajan con Personas en Reclusión (2020) se da cuenta de que las medidas carcelarias ante la pandemia, no sólo han sido ineficientes sino contraproducentes y no han hecho más que empeorar las condiciones de vida y salud de la población interna. Se ha optado por la suspensión de visitas, conyugales, de personas mayores de 60 años, de mujeres embarazadas, niños y niñas y personas diabéticas; además se ha prohibido el uso de áreas comunes y se ha restringido el acceso a grupos de apoyo, por lo que ha crecido considerablemente el número de horas que pasan dentro de sus celdas: “Las restricciones y suspensiones a las visitas, mencionadas anteriormente, tienen un efecto negativo sobre la población privada de la libertad, pues son sus familias, amigos y organizaciones quienes proveen de insumos (incluidos medicamentos).” (Catastro latinoamericano, 2020: 41)
Contrario a tomar medidas que promuevan la excarcelación y descongestionamiento de las cárceles, las acciones sanitarias no han hecho más que agudizar el estado de malestar físico y emocional de las personas. Aunado a lo anterior, el sistema de salud, que desde antes había sido denunciado en diversas ocasiones por su ineficacia, ha probado ser incapaz de dar atención a las personas contagiadas. Si sumamos a ésto la exposición ante el contagio por la situación de hacinamiento, podemos comprender mejor que para muchos casos, la no excarcelación es casi un equivalente a la sentencia de muerte. Por último: “No existe información clara y precisa sobre la cantidad de personas contagiadas, casos activos o muertes por Covid-19 dentro de las cárceles.” (Catastro latinoamericano, 2020: 40)
La criminalización de las mujeres privadas de libertad
Para estudiar la prisionización femenina es importante comprender el concepto de criminalización. Para ello usaré el trabajo que hace Juliana Arens (2017) en un Reclusorio Femenil de Oaxaca. Bajo la idea de que la justicia es selectiva, Arens se propone estudiar la intersección de violencias que atraviesan las historias de vida de mujeres internas y ex-internas, para dar cuenta de los procesos de criminalización que ellas viven desde antes de estar privadas de libertad y la forma en que éstos se entroncan con las desigualdades de género, clase y raza.
En su análisis, Arens (2017) establece tres momentos de criminalización de las mujeres privadas de libertad, que son: antes, durante y después de su pena privativa. Es decir, desde antes de su detención las mujeres ya sufrían múltiples violencias y exclusiones que llegan a su punto más crítico con la prisionización. Como podemos ver también en los trabajos de Concepción Núñez (2012) y Aída Hernández (2015), las mujeres privadas de libertad son, en su mayoría, mujeres pobres y racializadas que desde antes de llegar a prisión ya sufrían los estragos de la marginación social, precariedad y pobreza, además de ser víctimas de múltiples violencias de género al interior de sus comunidades, dentro de sus propias familias y por parte del Estado. En otras palabras: “La selectividad de la justicia significa justamente eso: en prisión no están “los delincuentes”, sino aquellos que cargan con la etiqueta, previa a cualquier fallo judicial, de pertenecer a los sectores populares.” (Arens, 2017: 56)
Dicho lo anterior, podemos proseguir al paso por la prisionización y la criminalización que se da durante este proceso. Arens explica que: “Las etiquetas que pesan sobre los sectores pauperizados, que se materializan en el abandono estatal y, luego, en la persecución policial, toman cuerpo al momento de la detención y el encierro.” (Arens, 2017: 71), es así que la privación de libertad es el momento más álgido de condensación de la criminalización y violencias patriarcales, racistas y clasistas. Es en este proceso que se profundizan las formas de desigualdad y exclusión simbólica y material.
Fotografía de Hermanas en la sombra
Las violencias patriarcales se exponencían de forma radical dentro de las cárceles, de manera que trascienden su individualidad y afectan a su familias y comunidades afectivas. Como mencioné antes, en muchos casos los más afectados son los hijos e hijas, puesto que alrededor del 80% de las mujeres reclusas son madres (Miranda, 2018; Olvera, 2019) y en la mayoría de los casos son ellas las encargadas del cuidado y crianza de los mismos. Por lo que, además de lidiar con el duelo emocional de la separación, los y las menores, quedan en una situación de extrema vulnerabilidad y marginación: «Cabe destacar que la privación de la libertad de jefas de hogares que viven situaciones de pobreza, profundizan los efectos en sus entornos, sobre todo, en sus hijos. De aquí que podamos decir que la criminalización es un proceso que también se extiende al entorno familiar, condicionando sus trayectorias de vida.» (Arens, 2017: 74)
La cita anterior nos lleva a un elemento central del encarcelamiento femenino, que son las repercusiones que éste deja tanto en las mujeres como en sus tejidos familiares y comunitarios. Bien dice María Noel que: “Si el hijo permanece con la madre en la cárcel, se encuentra preso como ella, y si no, vive la pérdida de la madre en la vida diaria” (2003: 68) y este abandono se traduce en carencias, como notifica Concepción Núñez al constatar que: “La mayor parte de las niñas y niños vuelven a la escuela hasta que sus madres salen de prisión.” (2012: 104), pero, sobre todo, los deja en una situación de extrema vulnerabilidad ante las violencias, siendo los perfectos candidatos para caer dentro de las redes de narcotráfico y delincuencia organizada. La cárcel, contrario a generar una sociedad más segura para todas y todos, contribuye a la generación de más cadenas de violencia.
Cabe subrayar también, que la relación con los hijos e hijas, así como otros familiares, es también un método de control al interior de las cárceles. Un claro ejemplo de lo anterior, es el sistema de castigos penitenciarios, donde los principales mecanismos son el uso de la celda de aislamiento y los traslados constantes. Esto, además de extender la violencia a sus redes familiares y comunitarias, es prueba de que los castigos que se dan a las mujeres, tienen mucho que ver con sus vínculos emocionales: “El aislamiento como medida sistemática de sanción busca controlar a las mujeres despojándolas doblemente de sus lazos de referencia” (Malacalza, 2012: 63). Esa violencia que se ejerce contra ellas, traspasando su individualidad, tiene un impacto devastador no sólo en ellas sino en sus familias y comunidades.
Como podemos ver, el castigo traspasa su individualidad y deja cicatrices en sus tejidos familiares y comunitarios. De igual forma, el paso por la cárcel deja secuelas a lo largo del tiempo, pues el daño no termina con la pena privativa. Permanece en sus cuerpos, en sus dolores y en el estigma que se imprime sobre ellas. La criminalización de las mujeres excarceladas es igualmente severa y grave, pues se materializa en forma de múltiples exclusiones sociales y laborales, entre otras. Es así que las situaciones de precariedad económica se agravan, al igual que lo pueden hacer los problemas de salud, el aislamiento social o la separación de sus familias.
Arens (2017) narra cómo el paso por la cárcel significa la profundización de la devaluación de sus vidas. La continuidad de la pena se materializa en la estigmatización de su paso por la cárcel, la agudización de la pobreza y en algunos casos en la obligación del pago por reparación de daños. Y este daño, nos dice la autora, no puede ser individualizable, pues alcanza a sus familias y comunidades. En este sentido, se vuelven esenciales las palabras de Concepción Núñez cuando enuncia que: “La cárcel no es un lugar de reinserción, de reflexión y cambio de las y los individuos y sí un sitio para repetir y desarrollar un guión de vida que aumenta su marginalidad.” (2012: 82)
Conclusiones
Me gustaría cerrar retomando la metáfora presente en el título de este artículo: “la cárcel como un prisma social”. Al igual que sucede con la luz, las violencias se intensifican en su paso por la cárcel y se refractan generando secuelas no sólo en las personas privadas de libertad, sino en sus familias y comunidades. Las violencias carcelarias trascienden la individualidad y permanecen incluso después de la excarcelación. No existen medidas de apoyo a la población excarcelada: “Entre los diversos obstáculos y problemas que se enfrentan, se destacan la falta de acceso a documento de identidad e inseguridad habitacional, alimentaria y laboral […] las personas liberadas se encuentran con secuelas en su salud mental debido a su estadía en la cárcel.” (Catastro latinoamericano, 2020: 42)
Ahora, más que nunca, con el contexto de la pandemia mundial, vemos los efectos devastadores del aislamiento y el encierro. Ahora más que nunca, el sistema penitenciario ha probado su ineficacia tanto para brindar protección a la sociedad, como para garantizar la seguridad de la población en su interior. Es en este marco que surge la Campaña Latinoamericana por la Excarcelación de Mujeres y Grupos Vulnerables (ver https://feministasanticarcelarias.org/), que articula diferentes organizaciones de la sociedad civil que trabajan con población penitenciaria, dentro de la Red Feminista Anticarcelaria, para impulsar el cumplimiento de las medidas de excarcelación para garantizar la vida, porque en América Latina #LiberarlasEsJusticia.
Bibliografía
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Azaola, Elena (2005), “Las mujeres en el sistema de justicia penal y la antropología a la que adhiero”, en Cuadernos de Antropología Social, FFyL-UBA, vol. 22, núm. 1, pp. 11–26.
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Miranda, Jennifer (2018), “El 88% de reclusas en México es mamá; 417 tiene a hijos en su celda” en Publimetro México. https://www.publimetro.com.mx/mx/noticias/2018/05/09/el-88-dereclusas-en-mexico-es-mama-417-tiene-a-hijos-en-su-celda.html
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Olvera, Dulce (2019), “Más de 80% de mujeres en prisión son madres con hijos menores que sufren violencia, denuncian”, en SinEmbargo MX. https://www.sinembargo.mx/10-05-2019/3578841
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