Adriana Terven Salinas[1]
Universidad Autónoma de Querétaro
En México, el término “multiculturalismo”, como concepto de análisis, tuvo un importante auge en la década de 1990 y, de manera más intensa, a principios de la del 2000, tanto en su discusión teórica —principalmente en la antropología— como en el debate político, que en ese momento se desarrollaba en el marco de las políticas de reconocimiento de derechos culturales a los pueblos indígenas a nivel federal y en diversos estados del país. En esas fechas, yo iniciaba mis estudios de posgrado en Antropología Social en el CIESAS y estaba interesada en trabajar con temas de derecho indígena, y las reformas legislativas en materia de justicia indígena, teniendo como experiencia de investigación la creación y apertura en 2002 del Juzgado Indígena de Cuetzalan, en la Sierra Norte poblana, por parte del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Puebla, una región habitada predominantemente por población nahua. Dicho caso de estudio se ubicaba en el contexto político nacional denominado como multiculturalismo.
Lo relevante de este contexto era que, por primera vez en la historia del México independiente, se realizaban reformas constitucionales y se creaban leyes específicas dirigidas a los pueblos indígenas. En este momento, la promesa de lo que se llamó “un nuevo pacto social” era que las poblaciones originarias pasaban de ser sujetos de interés público a sujetos de derecho. Es cierto que, en esos días, había mucha expectativa por parte de integrantes de organizaciones indígenas y académicos que desde 1992 venían observando la reforma al artículo 4º. de la Constitución, que reconoció la composición multicultural y pluriétnica del país, incrementándose el auge en 1994 con el levantamiento zapatista de Chiapas y de otros colectivos que se habían sumado a la lucha por la reivindicación de derechos para los pueblos indígenas. Los acontecimientos se seguían sumando, los Acuerdos de San Andrés Larráinzar de 1996, pasando por la Ley de Concordia y Pacificación, el cambio de gobierno al Partido Acción Nacional en el 2000, después de 70 años de gobierno del Partido Revolucionario Institucional (que en su último sexenio había reprimido violentamente a las bases zapatistas), llegando a la Reforma al artículo 2º. de la Constitución en 2001.
El nuevo pacto social entre el Estado y los pueblos indígenas no resultó ser una fuerza transformadora de las relaciones de paternalismo, marginación y violencia que lo habían caracterizado anteriormente. En una publicación titulada “Justicia indígena en tiempos multiculturales: el caso del juzgado indígena de Cuetzalan, Puebla en México” (Terven, 2014), anotaba el testimonio de un indígena nahua quien, mirando el edificio del juzgado indígena, construido y equipado a imagen de las oficinas ubicadas en la capital, decía que era la primera vez que veía tanto apoyo para los indígenas. No obstante, lo que observé fue que, si bien se desplegaba un apoyo material a las instituciones indígenas, como la construcción de este edificio, además del reconocimiento de las autoridades tradicionales en las reformas judiciales en materia indígena en Puebla, el nuevo pacto social era ilusorio, por lo que me interesé por evidenciar la manera en cómo los discursos multiculturales se traducían en acciones contradictorias, ya que reproducían, en mucho, las mismas relaciones de discriminación y de violencia, pero bajo nuevos discursos y marcos legales.
Esta contradicción se entiende cuando advertimos que en México “uno de los modos principales a través de los cuales opera el poder en el orden del discurso es por la definición o el intento del estado por controlar la habilidad de definir y pronunciar lo que es o no es legítimamente indígena” (Blackwell, 2004: 204). Esto es, que el contexto simbólico y material ha sido configurado por medio del discurso nacional, creando y estructurando las condiciones de vida de este sector. Tal capacidad del Estado es importante entenderla para advertir en el alcance del multiculturalismo como política de estado. El multiculturalismo, entonces, representa un proyecto político, pero por su complejidad, también ha sido el concepto que ha permitido entender las relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas en el inicio del nuevo milenio.
Desde la década de 1980 encontramos publicaciones sobre el multiculturalismo. Entre los principales exponentes estaba Kymlicka, quien desarrolló una serie de argumentos sobre ciudadanía multicultural y derechos culturales de grupos comunitarios, y Charles Taylor, quien publicó “Multiculturalismo y las políticas de reconocimiento” (1992), donde dijo que todas las culturas deben ser consideradas valiosas. Ambos autores, canadienses, escribían desde una postura neoliberal; el primero percibiendo a la cultura como una cuestión de “tómalo o déjalo”, y el segundo suponiendo que lo que se encontró como valioso de una cultura sería universalmente valioso. De acuerdo con Díaz-Polanco, el multiculturalismo forma parte del proyecto neoliberal, que comienza a perfilarse a finales del siglo XX. El autor argumenta que se trata de una línea dentro del liberalismo que sostiene que el futuro del liberalismo sólo podrá darse si incluye la diversidad sociocultural, las identidades diferenciadas y las demandas políticas que proceden de los grupos étnicos subordinados (2004: 178).
Hale (2002, 2005) habla del multiculturalismo neoliberal como una categoría de análisis que permite ver cómo las iniciativas a favor de los derechos culturales vienen condicionadas. Refiere que es en el contexto de las políticas neoliberales que el estado se ha convertido en el responsable del reconocimiento de derechos culturales. De acuerdo con él, el proyecto cultural del neoliberalismo busca re-dirigir la abundante política y energía del movimiento de los derechos culturales, en vez de oponerse a ella. Este autor desarrolla esta noción desde la experiencia latinoamericana, especialmente desde Guatemala, lo cual nos aproxima a un concepto que nos permitía pensar en el caso mexicano. Por su parte, Hernández, Paz y Sierra (2004), hablan del multiculturalismo oficial en México, dicen que se trata de una expresión de la actual política neoindigenista, la cual articula la diferencia como parte del orden social e incorpora sus demandas volviéndolas compatibles con las relaciones de dominación.
Como se puede apreciar, en la primera década del 2000 hubo una amplia producción académica, crítica, sobre el multiculturalismo, siendo objeto de estudio y categoría de análisis. Los autores referidos coinciden en observar este fenómeno social como la incorporación al marco legal del movimiento indígena, “pasa de la esfera de lucha de las culturas excluidas a convertirse en política del Estado. (…) este paso, no sólo pierde algo de su sentido reivindicativo, sino que entran por el medio, una serie de intereses distintos” (Walsh, 2002: 2). Entre estos intereses, se ha hablado de la distinción entre derechos colectivos y derechos individuales, y derechos territoriales, cuya problemática se relaciona con la explotación de recursos naturales, como agua y minerales, ubicados en zonas indígenas, donde los habitantes, como colectividad, enfrentan limitaciones en el ejercicio de sus derechos. Lo mismo sucede con los derechos políticos y económicos, de aquí que cuestiones como estas se disputen en el ámbito de la defensa de derechos por medios como las movilizaciones sociales.
Ahora bien, este marco legal multicultural, si bien resultó limitado, es cierto que también ha brindado una base jurídica para la disputa legal, como ha sucedido en casos como el amparo interpuesto por los yaquis de Sonora contra el Acueducto Independencia (Moreno, 2015), la solicitud que realizaron los purépechas de Cherán, Michoacán, para llevar a cabo elecciones municipales con base en sus usos y costumbres y constituir un gobierno propio (Aragón 2018), el juicio presentado por los purépechas de la comunidad de San Francisco Pichátaro, Michoacán, para el ejercicio del recurso público correspondiente (Bárcenas, 2021), entre otros casos más. Con estas menciones, las situaciones que enfrentan los pueblos indígenas en el contexto político multicultural continúan siendo las violaciones de sus derechos, aun cuando se trate, ahora, de derechos legislados.
En mi caso particular, la investigación que realicé sobre el caso del juzgado indígena de Cuetzalan revela los efectos de la oficialización de una versión de justicia indígena configurada desde diferentes instrumentos legislativos, como un Acuerdo de Pleno, la ley orgánica del Poder Judicial y el código de procedimientos civiles; así como su organización administrativa. El juzgado indígena se instaló en la cabecera municipal, un espacio que alberga el poder mestizo de la región, supeditando a la justicia indígena a las lógicas de la burocracia institucional (Terven, 2015). Tradicionalmente, las autoridades indígenas se ubican en las comunidades donde históricamente se han articulado con el sistema de organización comunitaria; su participación en distintos cargos de servicio, además de brindar experiencia, también otorga legitimidad y respeto entre las personas. La cercanía y el hecho de conocerse de manera directa es parte de lo que otorga reconocimiento hacia las autoridades.
En la cabecera municipal se presenta una distancia espacial y social respecto de esto, de aquí que las bases culturales de la justicia indígena dejen de operar. Frente a esto, organizaciones indígenas y mixtas del municipio, que desde finales de la década de 1980 empezaron a trabajar temas de derechos humanos y debido proceso en el campo judicial, y que posteriormente incorporaron los derechos indígenas, precisamente hacia mediados de los 90, han jugado un papel central en la reivindicación de la práctica de la justicia indígena. Integrantes de organizaciones como la Takachihualis, la Masehualsiuamej y el CADEM, de forma conjunta, han llevado a cabo un proceso de apropiación del juzgado indígena. Desde el inicio y hasta la fecha, han tenido que exigir a cada presidencia municipal que respete el acuerdo que se hizo en 2002 con el presidente municipal de entonces, que por medio de la figura colectiva del Consejo se tomen las decisiones respecto de la persona que ocupe el cargo de juez y sobre el procedimiento de atención.
Si bien a la fecha han logrado conservar esto, han tenido que enfrentar la negativa y después la insolencia por parte de cada administración municipal. Paralelamente a esto, han buscado ser una instancia legítima para la población nahua, para ello han llevado a cabo un traslado y actualización de prácticas relacionadas con la justicia indígena al juzgado indígena, consiguiendo una importante aceptación por parte de la gente (Terven, 2023). Este caso nos deja ver que para la población indígena ha sido importante formar parte del Estado nacional, exigiendo participar en condiciones de igualdad, pero el contexto político multicultural ha guardado dentro de sí una antítesis, la cual, por un lado, dice reconocer la diversidad cultural, pero por otro lado ha mantenido las relaciones de desprecio y discriminación hacia los pueblos indígenas. El cambio en el discurso no necesariamente representa una transformación de las relaciones que históricamente se han construido, basadas en la desigualdad y la violencia, después de 20 años de multiculturalismo no podemos dejar de ver que teoría y práctica mantienen una correspondencia contradictoria. De aquí que, hoy en día sea más pertinente hablar desde la emancipación, como concepto y camino planteado desde los propios pueblos.
Bibliografía
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2002 “Interculturalidad, reformas constitucionales y pluralismo jurídico”, ponencia presentada en el Coloquio sobre Administración de Justicia Indígena, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, Ecuador, 20 de febrero de 2002.
Correo: adrianaterven@gmail.com ↑