Gonzalo A. Saraví
CIESAS Ciudad de México
gsaravi@ciesas.edu.mx
En el transcurso de las últimas dos o tres décadas, la violencia y la inseguridad pasaron a formar parte de las características más distintivas de las grandes ciudades latinoamericanas (Portes y Roberts, 2005). Al mismo tiempo que se asumían muchos rasgos similares a ciudades globales de otras latitudes, como la proliferación de centros comerciales y cadenas internacionales de consumo, la gentrificación de ciertas áreas, la conformación de distritos financieros, la modernización de la infraestructura vial, y la consolidación de barrios residenciales cerrados, entre otros, la inseguridad urbana pasó a ser uno de los atributos que las diferencian del resto y que domina la visión del exterior sobre nuestras ciudades. En muchas de ellas, como es el caso de varias ciudades mexicanas donde la inseguridad ha alcanzado niveles alarmantes, las implicaciones de estos nuevos atributos parecen haberse naturalizado. Sin embargo, la inseguridad y el miedo en la ciudad tienen múltiples efectos sobre la vida urbana cotidiana de sus habitantes. Esto es especialmente así en el caso de las niñas, niños, adolescentes y jóvenes, que representan, además, la primera generación que nació y creció bajo este nuevo escenario urbano.
La primera y más inmediata observación que emerge sobre este tema es que adolescentes y jóvenes suelen ubicarse entre los segmentos de la población más representados entre las víctimas y victimarios de la violencia urbana (Valenzuela, 2019). Sin embargo, esta referencia estadística general oculta matices, asume supuestos y homogeniza experiencias diferentes. En el imaginario social categorizamos a víctimas y victimarios como sujetos juveniles diferentes; así como se definen pobres merecedores y no merecedores de la asistencia social, ésta parece ser también una distinción entre jóvenes buenos y malos, o entre jóvenes y adolescentes de clases medias y altas, y de clases bajas, respectivamente. La realidad es más compleja: ni los primeros son las únicas víctimas, ni los segundos son todos victimarios, y muchos son víctimas y victimarios simultáneamente. Las experiencias y consecuencias de la inseguridad, la violencia y el miedo urbano se expresan desigualmente según la condición de clase, género, edad, raza y sus intersecciones (Pain, 2001; Saraví, 2015).
Entre los adolescentes y jóvenes de sectores privilegiados el secuestro aparece como una de las mayores amenazas; si bien su inicidencia es relativamente baja en comparación con otros delitos como el robo, su capacidad para instaurar un sentimiento de inseguridad es particularmente alta. En una entrevista realizada unos años atrás, Martín, de 20 años, me decía que “desde que empezó la ola de secuestros nuestros padres comenzaron a educarnos de una manera diferente; todo cambió, la cultura cambió: no salgas a la calle que es peligroso, no abras a nadie, no hables con extraños, y todo así”. Los patrones de movilidad, el (no)uso de los espacios públicos, y las prácticas de sociabilidad urbana fueron algunas de las dimensiones más afectadas.
Niños, adolescentes y jóvenes son socializados en el miedo a la ciudad; desde temprana edad han interiorizado que la vida urbana está asociada al peligro, la inseguridad y la violencia, y esto marcará sus percepciones y prácticas de y en la ciudad. Se desarrolla así un “habitus espacial” caracterizado por la identificación de zonas prohibidas y peligrosas, el miedo a los extraños, el rechazo y estigmatización del “otro”, la extorsión de policías que ven en “niños y niñas acomodados” la posibilidad de obtener recursos extra, etcétera. Tal como señala Ursin (2012) para la ciudad de San Pablo, las lecciones sobre distanciamiento y prejuicios inician desde muy temprano en la vida; los padres prohíben a sus hijos jugar en la calle manteniéndolos dentro de sus condominios mientras que a los adolescentes sólo se les permite visitar centros comerciales o áreas semipúblicas. Esto contrasta radicalmente con lo que ocurre en otras ciudades del mundo y que está completamente fuera de nuestro imaginario: en muchos países europeos, niños y niñas aprenden como parte de sus clases de primaria a manejarse solos en la ciudad usando mapas y señales urbanas; en Tokio, un reciente documental de Olivia Colman (Becoming you), muestra cómo un niño de 5 años es enviado por sus padres a recoger un pedido de sushi entre rascacielos, autopistas y trenes urbanos, para que aprenda a moverse solo en su barrio, lo cual no es una excepción sino una práctica común de socialización urbana. Para nosotros algo así resultaría impensable; la vida de niños/as, adolescentes y jóvenes de clases medias-altas transcurre mayoritariamente en condominios, escuelas privadas, y otros espacios amurallados de acceso controlado; y lo hemos asumido como parte de la naturaleza de las cosas.
Esto ha exacerbado el control de padres y adultos sobre las prácticas socio-espaciales cotidianas de sus hijos. Muchos adolescentes y jóvenes de clases medias altas y altas no saben cómo utilizar el transporte público local (muchas veces sí, y con gran maestría, el de ciudades del exterior), y carecen de las habilidades para moverse solos en la ciudad. Esto último es vivido con cierto malestar entre adolescentes que ven limitada su autonomía e independencia (especialmente importantes en esta etapa de la vida), lo que a su vez se siente como una infantilización de sí mismos; estos padecimientos se agudizan entre los varones, cuya masculinidad parece más cuestionada por la supervisión de los padres. Alcanzar la edad para manejar y tener un auto se convierte así en un paso clave hacia cierta libertad individual, que permite reducir la dependencia de choferes, servicios privados, o lo que Skelton (2013) ha denominado padres-taxi.
El retraimiento de los espacios públicos, la creciente dependencia del transporte privado, y la socialización en espacios socialmente homogéneos y controlados tiene un efecto perverso que contribuye a incrementar el aislamiento social, la desconfianza y estigmatización de los “otros”, y en general la percepción de la ciudad como un espacio peligroso. En este sentido, es interesante notar un proceso de “desincrustación” del territorio local (a nivel barrial pero también de la ciudad) por parte de las clases medias altas y altas (Rodgers, 2004). Sus patrones de movilidad parecen suspendidos sobre el territorio (los segundos pisos como metáfora elocuente), uniendo una serie de puntos dispersos como el propio condominio y el de los amigos, la escuela y la universidad, los centros comerciales, el club… Esta conectividad entre puntos, más parecida a saltos que a trayectos, define la movilidad de los sectores privilegiados: una movilidad desincrustada territorialmente. Con frecuencia se trata de un patrón con alcances globales, es decir, que incorpora “estaciones” fuera de la propia ciudad y en el exterior, lo cual nos lleva a reflexionar sobre otro tema ‒fuera del alcance de esta reflexión‒ como es la (in)movilidad local-global y la condición de clase.
Siguiendo con nuestro tema, no son estas clases las únicas víctimas de la inseguridad urbana (Ortega, 2019). Las posibilidades de aislamiento y “desincrustación” del territorio local son mucho menos posibles entre los sectores populares, por lo cual la presencia de niños, adolescentes y jóvenes en el espacio público resulta casi inevitable, lo que a su vez incrementa su exposición al delito y a ciertas formas de violencia. En su caso, la socialización urbana no es sólo a través del sentimiento de inseguridad y miedo, sino de múltiples experiencias cotidianas concretas. Tal como me contaba Abril “por supuesto tengo miedo, vivo con miedo porque ya me robaron armados tres veces en el pesero… cuando salgo de la escuela a eso de las 8 de la noche es la peor hora”. Para los adolescentes y jóvenes de sectores populares la principal amenaza no es el secuestro, sino los habituales asaltos al transporte público en la periferia de la ciudad, el crimen y la violencia en sus propias colonias, los ataques sexuales en espacios públicos, peleas entre grupos o pandillas de jóvenes, los abusos policiales, y más recientemente, en algunas áreas específicas, el crimen organizado (que ha traído el secuestro —no necesariamente extorsivo— de jóvenes varones y mujeres como un peligro latente).
Entre las clases populares la inseguridad presenta mayores contrastes entre géneros. Por alguna razón, los temas de inseguridad y violencia urbana tienden a focalizarse sobre los varones. Las adolescentes y jóvenes, sin embargo, son especialmente vulnerables a diversas formas de inseguridad urbana, especialmente el acoso y abuso sexual, que repercute en sus formas de socializacion y subjetivación desde temprana edad. La combinación de periferias cada vez más distantes y la creciente inseguridad urbana, limita las oportunidades laborales y educativas de las mujeres, reduce los espacios posibles de interacción social y autonomía, e incrementa la supervisión y control de las mujeres por parte de varones y adultos. Así, la inseguridad contribuye a reforzar las restricciones sobre la independencia y movilidad espacial y temporal de las mujeres, y refuerza las relaciones de poder entre géneros. El aislamiento y encierro de las jóvenes pobres en hogares de periferias pobres y distantes, bajo la vigilancia masculina, es un fenómeno poco visible, pero muy extendido y expresión de una exclusión atravesada por la condición de género.
Para los varones pobres, la inseguridad también asume formas específicas: robos en espacios públicos, peleas entre pares, y la presencia cada vez más notable del crimen organizado en ciertas colonias y áreas periféricas. Este último resulta muy relevante en algunos contextos, pues representa, por un lado, un incremento de la violencia local en la que directa o indirectamente los jóvenes se cuentan entre los más afectados, y por otro, porque estás actividades criminales terminan por constituirse en una fuente posible de ingresos e identidad en contextos de precariedad (Valenzuela, 2019). En relación con esto último, los jóvenes de sectores populares y de ciertos territorios en particular, son además sujetos de un extendido proceso de estigmatización y criminalización (Bayón y Saraví, 2018). Como consecuencia, ellos son rechazados y discriminados en diferentes áreas de la ciudad más allá de las fronteras de sus barrios, y víctimas de un permanente hostigamiento y abuso policial. “Por mi facha, me ven pelón, me ven tumbado… y la policía se me queda viendo, me para, me quita mi dinero… es habitual”, me decía Santiago, en Tijuana, extendiéndose en algunas experiencias concretas de patrullas que lo llevaron a “dar unas vueltas”. Paradójicamente, con frecuencia, ellos también se sienten incómodos, inseguros y con miedo fuera de sus propias colonias o barrios (Saraví y Serrano Santos, 2019). Como las mujeres, pero por factores diferentes, los varones pobres también se ven muchas veces fijados, amarrados, no a sus hogares, pero sí a sus espacios locales que con frecuencia se constituyen en enclaves de pobreza.
En síntesis, la inseguridad, junto con muchos otros factores de la vida urbana, es un fenómeno que marca la experiencia de la juventud, y que la atraviesa desigualmente según la condición de clase, género, edad y raza. En todos los casos, aunque de maneras diferentes, actúa como un determinante clave en su proceso de socialización y subjetivación. El espacio no es sólo un contenedor de nuestras prácticas, sino que la ciudad se construye a través de nuestro habitar. Y hoy estamos construyendo un espacio urbano asociado al peligro, el temor, la desconfianza, rechazo y estigmatización del otro, el aislamiento y la fragmentación social. El peligro mayor, sin embargo, es que, como resultado de este proceso de socialización y subjetivación desde temprana edad, estos rasgos terminen asumiéndose como parte de la naturaleza de la ciudad.
Bibliografía
Bayón, María Cristina y Gonzalo Saraví (2018), “Place, Class Interaction, and Urban Segregation: Experiencing Inequality in Mexico City”, en Space and Culture, vol. 21, núm. 3, pp. 291-305.
Ortega, Luis Adolfo (2019), “Transitar contextos de inseguridad. Saberes, prevenciones y reconfiguraciones durante la movilidad cotidiana en el sur de Ecatepec de Morelos, Estado de México”, tesis de Doctorado en Antropología, CIESAS Ciudad de México.
Pain, Rachel (2001), “Gender, Race, Age and Fear in the City”, en Urban Studies, vol. 38, núm. 5-6, pp. 899-913.
Portes, Alejandro y Bryan Roberts (2005), “The Free Market City: Latin America Urbanization in the Years of Neoliberal Experiment”, en Studies in Comparative International Development, vol. 40, núm. 1, pp. 43-82.
Rodgers, Dennis (2004), “Disembedding” the City: Crime, Insecurity and Spatial rganization in Managua, Nicaragua”, en Environment & Urbanization, vol. 16, núm. 2, pp. 113-124.
Saraví, Gonzalo (2015), “The Youth Experience of Urban Injustice: Space, Class, and Gender Inequalities in México”, en Wyn, J. y H. Cahill (eds). Handbook of Children and Youth Studies. Londres, primavera.
Saraví, Gonzalo y María Laura Serrano Santos (2020), “Jóvenes y territorio: dimensiones espaciales de vulnerabilidad en la transición a la adultez”, en A. G. Aguilar e I. Escamilla Herrera (coords.), Expresiones de la segregación residencial y de la pobreza en contextos urbanos y metropolitanos, México, Miguel Ángel Porrúa.
Ursin, Marit (2012), “The City is ours: The Temporal Construction of Dominance among Poor Young Men on the Street in a Brazilian Elite Neighborhood”, en Journal of Latin American Studies, vol. 44, núm. 3, pp. 467-493.
Valenzuela, José Manuel (2019), Trazos de sangre y fuego, Berlín, CALAS-Bielefeld University Press.