Emilian Ruvalcaba Iciek
Emilian y Jesús Ruvalcaba en CIESAS Ciudad de México.
¿Qué es la muerte? Esta es una de las preguntas más comunes que nos hacemos como humanos, pero al mismo tiempo una de las más difíciles de comprender. ¿Es acaso el sustento de la vida? Lo que sí, es el silencio incómodo tras la partida, donde los recuerdos inundan agriamente la memoria, donde uno es transportado a esas historias y anécdotas que ocupan un lugar especial en uno, y las mira con otros ojos, con los ojos llorosos de la nostalgia.
Mi papá era oriundo de los Altos de Jalisco, y pese a haber abandonado físicamente esta tierra a la corta edad de 13 años, su mente nunca salió de ella. Esto se vio claramente reflejado en mi infancia. Nunca me arrullaron para dormir los cuentos clásicos de los hermanos Grimm y era rara la vez donde me acompañaban las adaptaciones narrativas de Walt Disney, sino que me seguían, o mejor dicho yo seguía, a las historias de la tierra del ganado, los ranchos y el maguey. Para ser específicos, las denominadas por mi papá como “Historias de los locos de Teocaltiche y Yahualica” (pueblos al norte del territorio jalisciense). Eran historias medio crueles, reflejos de vidas duras, y de sociedades quizás no demasiado empáticas. Pese a esto mi papá siempre lograba adornar entre risas estos “cuentos” y usualmente les sacaba una buena moraleja, o, mejor dicho, lección de vida.
Este carácter se vio irrefutablemente reflejado en mi papá; su personalidad puede ser resumida en una anécdota, una situación, un incidente que ocurrió hace ya unos años.
Corrían las vacaciones de invierno, y al igual que en otras ocasiones, pasábamos los días libres en Teocaltiche, Jalisco. Esta pequeña ciudad con alrededor de 36,000 habitantes cuenta con relativamente pocos atractivos. Dejando de lado algunos edificios arquitectónicamente estéticos y la interesante vida social que aquí se da, tenemos el descansar, leer y comer como principales actividades. Esta última, como en cualquier buena localidad mexicana, es imposible sin tortillas. Para nuestra desgracia (aunque por fortuna de este relato) este sagrado alimento se había terminado en la casa de los bisabuelos. Por lo que mi papá y yo (con unos 9 años) fuimos a buscarlo. Era domingo, muchos locales estaban cerrados, tomándose el día de asueto, obligándonos a aventurarnos hacia dentro del corazón del pueblo. Tras preguntar varias veces, logramos dar con una casa que funcionaba como tortillería, la cual al parecer estaba trabajando. Al llegar nos llevamos la decepción de que estaba cerrada. Yo estaba cansado y malhumorado por la larga búsqueda. Intuyo que mi papá también, pero en vez de rendirse decidió tocar el portón. De adentro salió una señora, al verla mi papá pronunció con una actuación sublime unas palabras que nunca se me olvidarán: “Seño, ayúdeme a mí y a mi hijo. No hemos comido, aunque sea denos unas tortillas o un taco”. La señora quedó estupefacta y ya iba regresando hacia dentro con la clara intención de responder a nuestra limosnería, cuando mi papá la agarró del brazo y entre carcajadas le dijo “No se crea. Solo si pudiera darnos y decirnos cuánto cuesta una docena de tortillas, le agradecería mucho”. La señora le dijo el precio a mi papá y pronto regresó con el pedido, sin terminar de comprender la situación acontecida. Yo mientras tanto quería esfumarme o simplemente desaparecer bajo tierra.
Recuerdo que por varios días le guardé rencor a mi papá por haberme expuesto a tal “humillación”, pero hoy con risa y un sonreír melancólico agradezco que tengo este tipo de recuerdos.
Emilian y su papá Jesús Ruvalcaba Mercado