Mariana Mora[1]
CIESAS Ciudad de México
Ilustración: Ichan Tecolotl.
En 1970, Guillermo Bonfil Batalla, cofundador de nuestra institución y uno de sus primeros directores (1976 – 1980), publica, junto con Arturo Warman, Enrique Valencia, Margarita Nolasco Armas y Mercedes Olivera de Vázquez, el libro De eso que llaman Antropología mexicana. El libro establece un punto de inflexión a partir de reflexiones críticas agudas que interrogan el quehacer antropológico en México y que se enmarcan en el contexto de agitación política de la época. Cuestiona por qué el conocimiento disciplinario se volcó a producir conocimiento para el proyecto de Estado y traza un camino para que la investigación se comprometa con los conocimientos populares, sus procesos organizativos y exigencias de transformación social. El CIESAS nace tres años después de esa publicación. Por lo mismo, se podría decir que este centro de investigación y de estudios antropológicos emerge en un nuevo periodo en el que las actividades académicas se desenvuelven entre las fricciones provocadas por tres principales posturas respecto al porqué y para qué de nuestra disciplina. Por un lado, la afirmación de que una posición neutral y objetiva debe regir la producción de las ciencias sociales y humanas; por el otro, que el conocimiento disciplinario debe contribuir a la formación del Estado mexicano y a sus políticas; y, por último, la insistencia que los proyectos de pesquisa deben tener un carácter colaborativo porque se considera la producción colectiva de conocimiento como un aspecto indispensable de la praxis popular capaz de impulsar grandes cambios sociales. Por medio de investigaciones de esta índole se considera que el trabajo académico puede contribuir a revertir las profundas desigualdades sociales que existen en nuestro país y fomentar procesos participativos diversos.
En ese breve escrito me interesa dirigir nuestra atención a esta tercera postura para explorar las distintas formas en que las y los investigadores del CIESAS expanden el campo que se abre tras la publicación del libro y tras el surgimiento de la llamada investigación acción participante, que retoma elementos de educación popular y de la psicología de la liberación en las décadas de 1970 y 1970 (Fals Borda, 1979 y 1991). Si bien en ese entonces se priorizaron proyectos de investigación colaborativos que pudieran abonar a nuevos modelos de desarrollo y de acción colectiva, alejados de las lógicas del capital y de esquemas limitados de participación política, cinco décadas después se aprecia una riqueza de propuestas de investigaciones antropológicas que se realizan en co-labor (Leyva, Burguete y Speed, 2008). En lo que sigue ofrezco una pincelada, más que una lista exhaustiva, de distintas expresiones de la antropología comprometida y de su investigación colaborativa. Por colaborativa me refiero a la participación activa de las mismas personas o colectivos que la investigación pretende estudiar, un giro que modifica la relación sujeto-objeto en una relación que se gesta entre sujetos diversos (Arribas Lozano, 2020).
Una vertiente significativa se gesta en la década de 1990, sobre todo en Chiapas, cuando investigadoras feministas establecen críticas contundentes desde la interseccionalidad. No sólo retoman las metodologías y objetivos de la investigación acción, sino que agregan nuevos planteamientos. Su postura política las lleva a interrogar las relaciones de poder desiguales que existen entre mujeres mestizas y de los pueblos originarios y a reflexionar críticamente sobre papel que asume la investigadora–facilitadora en esos espacios colaborativos (Hernández, 2015; Olivera, 2015). En contraste con la poca auto-reflexión que solía existir en otros espacios de investigación acción, ellas señalan que el facilitador o la facilitadora no juega un papel neutral. Por el contrario, es un actor más en un diálogo entre conocimientos populares y de las ciencias sociales. Por lo mismo, una investigación colaborativa requiere actuar contra las estructuras de poder que también se ven reflejadas en las dinámicas entre individuos y, por lo mismo, se requiere una vigilancia crítica respecto a las jerarquías de género, etnia y raza que se reproducen en los espacios de colaboración (Speed, 2006). Esta vertiente ha sido la base de una gama amplia de investigaciones colaborativas que se han realizado dentro del CIESAS (De Marinis, 2020; Sieder, 2017; Sierra, Hernández y Sieder, 2013; Mora, 2018; Saveedra, 2022; Berrio et al., 2020).
Las contribuciones de ese tipo de investigaciones feministas enfatizan que lo transformativo se gesta en el proceso mismo de la investigación y por medio de esas relaciones intersubjetivas. Forman parte de interrogantes más amplias respecto a qué es, y cómo se expresa, lo transformativo, sobre todo a partir de prácticas micropolíticas que repolitizan la cotidianidad y están “por debajo del radar de la [macro] política y trabaja[n] sobre colectivos pequeños y acciones corporales que permiten que florezcan espacios de libertad” (Rivera Cusicanqui, 2019). Dentro de este campo extenso emergen reflexiones novedosas que buscan profundizar sobre los elementos que constituyen lo colaborativo (Dietz, 2012; Hale, 2008; Perry y Rappaport, 2013; Bastos y Bran, en prensa), particularmente en contextos atravesados por la permanencia de dispositivos raciales y racistas de orden colonial, incluyendo las políticas extractivistas y el despojo en territorios de los pueblos originarios y afrodescendientes.
Como parte de estas contribuciones encontramos otra vertiente de investigación colaborativa que establece la importancia no sólo de cuestionar las relaciones de género, etnia y raza que operan en una investigación, sino también los racismos epistémicos y lingüísticos que son parte de esas desigualdades (Aguilar, 2020; Bishop, 2005; Cruz, 2020; Kovach, 2009). Dentro de este tipo de investigaciones que se han realizado en el CIESAS, por parte de investigadoras e investigadores, investigadores asociados y estudiantes de posgrado, la producción de conocimientos forma parte de luchas por la reconstitución de territorios, de memorias sociales que nutren esas luchas (Cruz, 2019), y por el fortalecimiento de tejidos de poder comunal (Tzul Tzul, 2022). Desplazan muchas de las preguntas y discusiones éticas de otras expresiones de investigación acción porque muchas de ellas dan por hecho que la investigadora o el investigador se encuentra en una posición de privilegio ético-racial y es externo o externa a la comunidad. Esta vertiente la investigación está inmersa en diálogos multi-escalares que se insertan en las mismas dinámicas, ritmos, acuerdos y expectativas que establecen las comunidades y redes de las cuales las investigadoras y los investigadores forman parte. Ello cuestiona los supuestos epistemológicos y las bases ontológicas de las ciencias sociales y resalta los métodos que crean los mismos pueblos originarios para producir conocimientos y validarlos (Cumes, 2009; Llanes-Ortiz, 2019; Nahuelpán, 2016; Lemus, en prensa). Para el caso de investigaciones de y con poblaciones afrodescendientes, también implica reconocerse como parte de una población diaspórica más amplia y ubicar las contribuciones de una investigación antropológica específica dentro de esa antropología transformadora (Correa, 2017).
Por otro lado, el contexto de violencia extrema en México ha llevado a investigadoras e investigadores a dotar de una relevancia específica los lazos intersubjetivos y cotidianos que forman parte de investigaciones colaborativas, sobre todo cuando las personas que participan en una investigación son sobrevivientes de violencias múltiples, muchas de ellas de largo alcance. Cuando una investigación se realiza con víctimas y familiares de víctimas de violencia extrema, las metodologías y métodos de investigación buscan restaurar los lazos socio-afectivos que se fracturan frente al trauma y el dolor (Das, 1997). Los métodos basados en la escucha activa, en el cuidado mutuo, y en la elaboración de narrativas colectivas pueden llegar a interrumpir el impulso atomizador y aislante que suele tener el dolor y el trauma (Salazar, 2019; Stephen, 2017). Tal como suelen describir profesionistas que dan acompañamiento psicosocial, el proceso mismo de investigación, junto con sus resultados, busca “desprivatizar el daño”, es decir transformar el dolor individual en una manifestación social y en una denuncia colectiva. Priorizar estos lazos intersubjetivos como parte de investigaciones colaborativas en contextos de violencia ha sido también una postura que se refleja en investigaciones realizadas en el CIESAS (Durine, 2019; Ravelo, 2017; Mora et al., 2022; De Marinis, 2020), incluyendo a las catedráticas Conahcyt que están en nuestra institución (Figueroa, 2019; Robledo, 2017). En este tipo de investigaciones es común que un libro o artículo se vuelva un pre-texto (Dietz, 2019); es tan solo una pausa en el camino de compromisos socio-afectivos más profundos. Constituyen comunidades emocionales y los compromisos asumidos en el proceso de una investigación pueden generar otras nociones de ciudadanía y de identidades políticas compartidas (Jimeno, 2000; Macleod y De Marinis, 2018).
Para concluir, quisiera referirme a una última vertiente de investigación colaborativa que se ubica dentro de un campo definido como la antropología por demanda, es decir cuando un actor político solicita el conocimiento antropológico para impulsar ciertas estrategias o promover determinadas exigencias. Aquí me refiero a procesos “desde abajo”, es decir a contextos en que organizaciones y comunidades solicitan que las herramientas que acompañan una etnografía estén, “vocacionalmente emparentada con el campo de la justicia” (Segato, 2013: 14). Muchas de estas demandas se centran en procesos judicializados. Los peritajes socioculturales son un claro ejemplo de ello, como también lo son informes especiales de derechos humanos respecto los derechos de las víctimas, incluyendo sus derechos a la verdad y justicia, y documentos que recogen y registran las memorias sociales de los pueblos como parte de luchas más amplias. Dentro de esta esfera de investigaciones colaborativas no sólo encontramos las labores realizadas por académicas previamente citadas, sino también es importante reconocer que estudiantes de doctorado y de maestría en nuestra institución han participado en la elaboración de estos documentos como parte de los compromisos que asumen durante sus trabajos de campo, incluyendo a Anaid Sierra, Alejandra Ramírez, Edgars Martínez, Sandra Odeth Gerardo, Fernando Vargas, Juliana Arens y Laura Saavedra por citar tan sólo algunos de las y los egresados más recientes de la línea de docencia Diversidad cultural, poder y justicias.
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