Indómita. Una Mercedes para armar

Rossana Reguillo[1]
ITESO

Mercedes

De risa contagiosa y mirada profunda Mercedes González de la Rocha fue además de una brillante antropóloga una muy buena amiga: compartimos lecturas, preocupaciones, alegrías y esa vida cotidiana tan llena de anécdotas y carcajadas. Pero no es de mi amiga de la que quiero hablar hoy, sino de la académica, de la antropóloga, de la profesora, de su escritura y sus estudiantes y, por supuesto, de la mujer y de su familia, que formó parte de la mía, para tratar de explicar por qué le debemos tanto y por qué su trabajo es referencia clave para comprender distintos procesos antropológicos, sociales, o políticos, como la composición de las familias (o, en lenguaje antropológico, unidades domésticas), sus formas de articulación y su relación con el trabajo, las formas de la precariedad, y las preguntas por el género y la pobreza, que fueron ejes fundamentales de sus afanes y búsquedas.

Su pasión por la investigación seria y situada la llevó a convertirse no solamente en una etnógrafa que sabía caminar la ciudad y el campo, que sabía preguntar, sino en una productora de teoría que ha alimentado al campo de las ciencias sociales, no solamente en México. En este sentido yo misma soy deudora de uno de los conceptos que considero más relevantes en su producción y cuyo alcance todavía me permite “leer” el aplastante paso del capitalismo predador sobre los cuerpos y la biografías juveniles: “desventajas acumuladas”, las llamó, y con esa sencillez pero profundidad que alcanzan los conceptos que sirven no solamente para pensar sino también para ver, nos ayudó a entender las formas estructurales e históricas que sumaban precariedad a las “nuevas” formas de exclusión, marginación, y dominación.

Curiosa indomable, supo preguntar donde parecía que estaba todo dicho, supo complejizar la mirada y afinar la escucha, y lo hizo siempre de forma colectiva. Pocas investigadoras o investigadores tienen esa capacidad de trabajar sostenidamente de forma colectiva, como líderes o como aliados en numerosos proyectos. El nombre de Mercedes ha quedado atado, escrito en blanco y negro, al lado de brillantes e importantes investigadores, pero también de estudiantes y becarios con quienes compartía saberes y alegrías, preocupaciones y angustia por las famosas “deadlines” o esos plazos perentorios de entrega de artículos, escritura, libros —y que en nuestro lenguaje de amigas, llamábamos muerte súbita—. Ella siempre estaba pisando cerca esas fechas límites, siempre dispuesta a aceptar nuevos retos, nuevas invitaciones, nuevos viajes. Ignoro cuántos kilómetros recorrió y en cuántos trenes y cuántos autobuses viajó, pero sin duda puedo afirmar que era una viajera incansable.

Desde su tesis de licenciatura, que escribió junto con su compañero de vida Agustín Escobar Latapí, que fue publicada en 1988 bajo el título de Cañaverales y bosques, de hacienda a agroindustria en el Sur de Jalisco por la Unidad Editorial del Estado de Jalisco, Mercedes o, mejor, Meche, apostó por la vida académica, como investigadora destacada pero también como profesora comprometida con sus estudiantes. Su obra es inmensa e intensa y desde su libro señero Los recursos de la pobreza. Familias de bajos ingresos de Guadalajara, publicado por El Colegio de Jalisco, el CIESAS y la SPP, en Guadalajara en 1986 —que luego aparecería en inglés simultáneamente en Inglaterra y en Estados Unidos en 1994—, su trabajo fue afinando la escucha y la observación para convertirse no en la portavoz de los “subordinados”, sino en una traficante de códigos y sentidos que nos ayudaba a entender sin adjetivar, ni etiquetar, la pobreza y otros procesos sociales. Me parece que su trabajo dio un importante giro cuando de la pregunta por “los recursos de la pobreza”, pregunta fundamental para calibrar la imaginación y los esfuerzos de sobrevivencia de los más vulnerables, pasó a preguntarse por la pobreza de los recursos y la erosión de los modelos de supervivencia.

Conocí a Meche cuando ingresé al doctorado en Ciencias Sociales en Guadalajara, que en aquellos tiempos era interinstitucional; del lado de la Universidad de Guadalajara, estaban las especialidades de Sociología y de Estudios Regionales; del lado del CIESAS estaban las especialidades de Antropología Social y de Historia. Yo ingresé a la especialidad en Antropología Social. Ella era parte del claustro de profesores y aunque no fue nunca mi profesora, ni formó parte del comité que acompaña el proceso de los estudiantes en el trabajo de investigación doctoral, nos convertimos en grandes amigas, y sus consejos, su lectura desinteresada de mis avances, y las porras por algún buen concepto o párrafo que elaboré, fueron parte sustantiva de mi formación.

Pero más allá de esa vida académica tan rica, productiva y generosa, estaba la Meche familiar, la que gozaba con singular pasión una buena comida, un buen vino y, sobre todo, la buena compañía. Tengo el recuerdo de tardes memorables en la sala de mi casa, donde nos narraba a Inés, su hija menor y a mí, su más reciente viaje, o volvía a contarnos su primer trabajo de campo bajo la dirección de Ángel Palerm, frente a la mirada extasiada de “Nenés” como amorosamente se refería a la que hoy ya es una académica bien formada. Comidas o cenas con amigos comunes, con la amorosa presencia de Diego, su hijo mayor, y la calidez de Agustín. Meche supo poner al centro de su universo lo más preciado, su familia, sus amigos, sus entrevistadas y entrevistados, que también ingresaron a la “galaxia Meche”, porque ella fue así, generosa y sin reservas.

Nuestros últimos contactos por WhatsApp estuvieron dedicados a la felicidad que las nietas y los nietos trajeron a nuestras vidas. Y la comunicación cierra con una imagen que ella solía usar de sí misma: decía que ella era como Jerónimo y si la herían o estaba enferma, se arrancaba las flechas y seguía cabalgando. Hoy cabalga libre Mercedes González de la Rocha, nuestra Meche para armar.


  1. Profesora Investigadora Emérita