Arturo Lomelí González[1]
IEI-UNACH
Un abrazo solidario a Kippy y a Ian
Archivo fotográfico Teresa Rojas Rabiela (1994).
Es difícil poner en palabras el impacto que Ron Nigh ha dejado en la vida de varios colegas, estudiantes y miembros de localidades rurales, tanto a nivel personal como profesional. Nuestro primer encuentro, allá por 1989, en la casa de Pablo González Casanova Henríquez, fue solo el inicio de una relación de trabajo y amistad basada en ideales compartidos y una pasión profunda por los pueblos indígenas y su entorno. Lo que en ese momento fue una conversación sobre antropología y ecología referida a Mesoamérica y Chiapas, se transformaría en un legado de colaboración y aprendizajes mutuos que durarían varios años. Su obra, principalmente en colaboración con Nemesio Rodríguez, se convertiría en un clásico de la antropología, y los proyectos en los que participamos juntos, especialmente el de educación intercultural, son solo algunas de las huellas que dejó en la academia y en las comunidades con las que trabajamos.
Este texto busca rendir homenaje a Ron, resaltando nuestras experiencias compartidas y reflexionando sobre su legado. Desde nuestras conversaciones en San Cristóbal hasta nuestras excursiones por la Selva Lacandona y localidades de Los Altos de Chiapas, Ron siempre mostró una nueva forma de mirar el mundo. La conservación ambiental, la educación intercultural y la defensa de los pueblos indígenas fueron los pilares de su vida, y su compromiso con estas causas me sigue inspirando.
En aquella reunión en casa de González Casanova, lugar que se había convertido en un epicentro para discusiones intelectuales, y desde donde se estaba diseñando la nueva dirección del Centro de Investigaciones sobre Mesoamérica y Chiapas, conocí a Ron Nigh, un hombre cuya pasión por el conocimiento antropológico y el medio ambiente se reflejaba en cada palabra que pronunciaba. Recuerdo que en ese primer encuentro discutimos sobre la relación intrínseca entre los ecosistemas y las culturas indígenas de Mesoamérica y Chiapas. Ron había estado trabajando de cerca con las comunidades indígenas y había desarrollado un entendimiento profundo sobre cómo las prácticas culturales tradicionales estaban vinculadas a la conservación ambiental.
En esa conversación, Ron mencionó su obra coescrita con Nemesio Rodríguez, una publicación que se convertiría en un clásico en los estudios antropológicos sobre Mesoamérica. En ese trabajo se analizan las interacciones entre las comunidades indígenas y sus entornos naturales, mostrando cómo la ecología no podía entenderse sin la cosmovisión de los pueblos originarios. Este enfoque interdisciplinario, que combinaba la antropología y la ecología, se convirtió en una de las marcas distintivas de Ron y en un referente de mi propio trabajo.
El libro con Nemesio aborda cómo las prácticas agrícolas tradicionales, como la milpa, no solo son un medio de subsistencia, sino también una manifestación de un conocimiento ecológico profundo que había sido transmitido de generación en generación. Ron destacaba la importancia de no romantizar ni idealizar estas prácticas, sino de entenderlas en su contexto, como respuestas dinámicas a los cambios en el entorno. A lo largo de los años, esta perspectiva fue un tema, el de los alcances que esas formas ancestrales de preservación de los recursos pueden llegar a tener en la planificación de estrategias de conservación efectivas y de desarrollo sustentable, tema recurrente en nuestras charlas y proyectos conjuntos.
San Cristóbal de Las Casas sería el escenario de muchas de nuestras conversaciones posteriores. En esta ciudad, donde la historia colonial se mezcla con la resistencia indígena, Ron y yo solíamos intercambiar ideas sobre el estado de los ecosistemas en Chiapas y las interacciones entre los pueblos indígenas y su entorno. Él se encontraba profundamente preocupado por los impactos de la modernización y la globalización en las prácticas agrícolas tradicionales y en la biodiversidad de la región.
Lo que hacía único a Ron era su capacidad para tejer el conocimiento académico con las preocupaciones reales de las comunidades indígenas. Nuestras conversaciones no solo se centraban en la academia, sino en cómo nuestras investigaciones podían aportar soluciones concretas a las problemáticas ambientales que enfrentaban los pueblos indígenas. Compartíamos una preocupación por la desaparición de los bosques y la erosión del conocimiento tradicional, y Ron siempre enfatizaba que la conservación ambiental no podía separarse de los derechos de las comunidades que han habitado esos territorios por siglos.
Uno de los proyectos que reflejó estas preocupaciones fue la elaboración de las tarjetas de autoaprendizaje junto a la Unión de Educadores por una Educación Maya (UNEM) y Las Abejas de Acteal, y el proyecto Conflicto Intercultural y Democracia Activa en México. Estos proyectos se basaban en la idea de que la educación debía ser un proceso participativo, en el que las comunidades indígenas no solo recibieran conocimientos, sino que también compartieran sus propios saberes. Las tarjetas y los cuadernillos se convirtieron en una herramienta que facilitaba el diálogo intercultural y promovía formas de enseñanza que respetaban tanto la cultura como el entorno natural.
Coincidimos muy estrechamente en estos proyectos, organizados junto con el extraordinario equipo que incluía a María Bertely, Raúl Gutiérrez y Jorge Gasché, entre otros. Estos proyectos constituyeron un verdadero espacio de diálogo constante, donde las ideas de Ron sobre la importancia de integrar la naturaleza en el proceso educativo cobraron vida.
Recuerdo nuestras largas discusiones sobre las condiciones propicias que debían existir en las comunidades para que pudieran elegir nuevas formas de enseñanza, más amigables con la naturaleza y respetuosas de sus propias cosmovisiones. Ron tenía una habilidad única para escuchar las necesidades de las comunidades y encontrar la forma de integrarlas en propuestas educativas. En nuestras jornadas en el campo, conversábamos con líderes comunitarios, educadores, y jóvenes, quienes compartían sus preocupaciones sobre la degradación ambiental y la necesidad de encontrar nuevas formas de cultivar y cuidar la tierra.
En este proyecto, Ron fue fundamental para establecer puentes entre los conocimientos tradicionales y las nuevas pedagogías que se estaban desarrollando. Su enfoque interdisciplinario y su profundo respeto por las comunidades indígenas fueron claves para el éxito del proyecto. Siempre insistió en que la educación no podía ser un proceso vertical, sino un intercambio de saberes, donde las comunidades eran agentes activos en la construcción del conocimiento.
Aquí, el antropólogo y ecólogo jugaron un papel esencial en la conceptualización de la relación entre la educación y la democracia en contextos indígenas, donde la educación debía ser una herramienta para fomentar la participación activa y consciente en la toma de decisiones colectivas.
Una de las lecciones más valiosas que aprendí de Ron fue su insistencia en que la educación no solo debe ser relevante para los estudiantes, sino también para el contexto sociopolítico en el que se inserta. En este proyecto trabajamos en colaboración con educadores de las distintas regiones de Chiapas, quienes aportaban su perspectiva desde las experiencias de sus comunidades. Ron siempre impulsaba que estos diálogos fueran horizontales, asegurando que las voces locales fueran escuchadas y respetadas.
Uno de los momentos más memorables que recuerdo de él fue una conversación que tuvimos en San José Pathuitz, en la selva Lacandona. Allí, mientras caminábamos por la espesa vegetación, Ron me mostró cómo la flora actual ya no era la original, y cómo la pérdida de los bosques de caoba había transformado radicalmente el paisaje. Me explicó que el origen de esos bosques podía seguirse hasta la sedimentación en una bahía de Venezuela, lo que revelaba un conocimiento impresionante sobre la ecología global y las conexiones entre los ecosistemas. Fue un ejemplo más de cómo Ron siempre lograba integrar lo local con lo global, y cómo su amor por la naturaleza iba de la mano con su compromiso por preservar las culturas indígenas.
Ron Nigh, como antropólogo, fue defensor incansable de los derechos de los pueblos indígenas y un amigo cercano. Sus ideas, su obra y su compromiso con la justicia social seguirán inspirando a muchos de nosotros. Su capacidad para entrelazar la antropología, la ecología y la educación intercultural fue un regalo para quienes tuvimos el privilegio de trabajar a su lado. Hoy, al recordar las conversaciones, las caminatas por la selva y los proyectos compartidos, no puedo más que agradecer por todo lo que aprendí de él.
La mejor manera de honrar su memoria es continuar su legado: seguir en la brega por una educación que respete los saberes locales, por una conservación ambiental que tenga en cuenta a las comunidades indígenas, y por un mundo más justo y equitativo para todos. Ron nos enseñó que la antropología no puede ser solo una disciplina de estudio, sino una práctica de vida que busque transformar realidades. Su legado vive en cada uno de nosotros y en cada proyecto que continúa abogando por los pueblos y la naturaleza que tanto defendió.
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Correo: alomeli@unach.mx ↑