Santiago Bastos Amigo[1]
CIESAS Sureste
Mercado de Sololá (Guatemala), 2020. Foto de Bruno Rijsman vía Wikimedia Commons.
El multiculturalismo en América Latina
El multiculturalismo irrumpió en América Latina en los años 90 del siglo pasado como propuesta para superar el racismo asimilacionista vigente. Había surgido en los países anglosajones como fórmula para otorgar derechos a minorías —sobre todo migrantes— con identidades culturales diferenciadas dentro de estados nacionales regidos por fórmulas liberales.
En América Latina esta “diversidad” no se refiere a unas minorías insertas en un conjunto homogeneizado, sino a una heterogeneidad estructural muy relacionada con la desigualdad, producto de la historia y base de unas sociedades en que a veces “los otros”, las “minorías”, superan en número a los “nacionales”. La puesta en marcha de las políticas multiculturales no se debió a la voluntad de resolver estas desigualdades históricas, sino que se pensaron como respuesta, desde un marco con legitimidad y aceptación, a movilizaciones indígenas que se daban desde dos décadas antes.
Esto es lo que quiero narrar aquí, a través del caso de Guatemala, en donde el multiculturalismo en forma de políticas públicas sólo duró trece años: surgió oficialmente en 1995 y fue defenestrado en el año 2008. Será un breve relato que he ordenado en forma de obra en tres actos, con un final más largo.
El escenario: la conformación étnica guatemalteca
Guatemala es interesante para este análisis porque es un país donde, oficialmente, la mitad de la población se autorreconoce como indígena, y donde la diferencia étnico-racial es un elemento básico de la sociedad, algo que marca la estructura social y está presente continuamente en las interacciones e ideologías sociales. Está estrechamente relacionada con la gran desigualdad socioeconómica interna, en la cual, en un país de pobres, los indígenas son más pobres aún y además sufren falta de reconocimiento cultural, discriminación y racismo.
En Guatemala no se dieron las políticas de mestizaje del resto de América Latina. Desde finales del siglo XIX, asociada al ciclo del café, se construyó una dicotomización entre unos “indígenas” que no tenían derechos ni capacidad de entrar a la nación y unos “ladinos” —definidos por su oposición a lo indígena— que sí podían pertenecer a la nación porque compartían los rasgos culturales con los que la crearon: los criollos. En esta operación ideológica, la oligarquía de origen criollo desaparece del mapa étnico, se incluye en el grupo ladino y genera en éste una ilusión de pertenecer a los poderosos. Hay un dicho en Guatemala que refleja todo esto perfectamente, que es “soy pobre, pero no indio”.
Éste fue un paso más de la historia de apego al poder de unas élites que hasta la fecha se niegan a cualquier cambio que cuestione su posición. Como en toda Centroamérica, durante la guerra fría esa postura llevó a una militarización de la sociedad, contestada por grupos guerrilleros. La movilización indígena que se dio en estas décadas se acabó sumando en buena medida al actuar insurgente a finales de los 70 del siglo pasado y esto provocó lo que se ha conocido después como el genocidio: el aniquilamiento sistemático por parte del ejército de Guatemala de unas 400 comunidades indígenas completas.
Primer acto: los actores mayas y el proceso de paz
El primer acto de la implantación de políticas multiculturales en Guatemala comienza cuando en 1986 se instala en Guatemala un gobierno civil después de décadas de gobiernos militares, con una Constitución en que no se reconoce la diversidad en términos multiculturales, pero ya se habla de que en Guatemala existen “grupos étnicos” a los que el Estado debe proteger. Es el inicio de una “recuperación democrática” con una vigilancia militar absoluta, pues todavía existe un conflicto armado con la guerrilla unificada en la URNG (Unidad Revolucionaria Nacional de Guatemala). Los espacios abiertos empiezan a ser utilizados por actores diversos: mujeres, víctimas del conflicto, indígenas, que reclaman su reconocimiento y sus derechos en consonancia con el contexto supuestamente democrático.
Así aparecen públicamente los que se autodenominan como Mayas: frente a la forma histórica de ser denominados como indios o indígenas, estos activistas reclaman ser reconocidos como pueblos que descienden directamente de la civilización maya. Se pretende así romper con la falacia histórica de su desaparición y, además del orgullo que eso conlleva, reivindicarse como sujetos de los derechos que van siendo reconocidos internacionalmente, como ocurre con el Convenio 169 de la OIT en 1989.
Estos reclamos son versiones rebajadas de algunas demandas que ya habían aparecido al calor del conflicto, porque no se podía ser muy radicales, pero cuentan ya con el contexto favorable del multiculturalismo, que ya aparece con su celebración de la diversidad y las propuestas de reconocimiento. Además, contaron con lo que supuso para este continente la “celebración” del quinto centenario de la llegada de los españoles a él, aprovechada por los movimientos indígenas del continente para cuestionar esa narrativa, proponer las ideas de invasión y colonización y fortalecerse como sujetos políticos. En 1992 el Premio Nobel de la Paz fue entregado a Rigoberta Menchú, una mujer indígena vinculada a la guerrilla.
Todo esto permitió que las organizaciones indígenas, que ya empezaban a reconocerse como Movimiento Maya, pudiesen reclamar su presencia directa en el proceso de paz que también tomaba forma en esos años dentro de la distensión que se vivía en Centroamérica. Uno de los “puntos sustantivos” de la agenda negociada entre el gobierno y la URNG fue “Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas”, mostrando este contexto de legitimidad de los reclamos indígenas y la fuerza obtenida por los actores mayas, que reclamaron su presencia en esa discusión argumentando que no se veían representados por ninguna de las dos partes negociadoras.
La posibilidad de participar obligó a buscar una representación unificada en la Coordinadora de Organizaciones del Pueblo Maya de Guatemala —COPMAGUA—, por encima de diferencias ideológicas, con un fortalecimiento de la idea del pueblo maya como pueblo con derechos políticos. En concreto, se consolida la demanda de una autonomía que levantaba mucha suspicacia en la sociedad guatemalteca.
Segundo acto: el reconocimiento
El segundo acto comienza en marzo de 1995 cuando, como parte de este proceso de paz, el gobierno de Guatemala y la URNG firman el “Acuerdo de Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas” (AIDPI), que reconoce a Guatemala como un país “multicultural, pluriétnico y multilingüe”, en que habitan tres pueblos indígenas (el pueblo maya, mayoritario y compuesto por 22 grupos lingüísticos; el pueblo xinka, hablante de una lengua de origen no maya; y el pueblo garífuna, de orígenes africanos mezclados con caribeños) que históricamente han sufrido discriminación por parte del Estado y la sociedad y que tienen una serie de derechos, sobre todo culturales.
En su momento a todo el mundo nos sorprendió, pues este AIDPI usaba, por primera vez en la historia política de Guatemala, los términos y el discurso de la multiculturalidad y de los derechos indígenas: derecho a la espiritualidad propia, a los idiomas, a la educación, a autodenominarse con nombres indígenas. Pero cuando empezamos a hacer análisis, nos dimos cuenta de que no había nada sobre otros reclamos como el derecho indígena, el espinoso tema de la distribución de la tierra o la autonomía, que ni se nombraba.
Para el Estado guatemalteco y su contraparte en ese momento, la insurgencia guerrillera, lo étnico quedaba resuelto en ese acuerdo, claramente multicultural en su sentido más restrictivo pues lo étnico quedaba reducido a la diferencia cultural. En otros acuerdos sustantivos del proceso de paz, como el de derechos humanos o el de situación socioeconómica y situación agraria, no se mencionan para nada ni lo indígena, ni los pueblos indígenas, pese a que para ambos ámbitos lo étnico es fundamental. Hubo que esperar al trabajo de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) para que se constatara oficialmente que el 90%, de las víctimas de la violencia fueron indígenas, y se concluyera que, al menos en cuatro casos, las prácticas del Ejército de Guatemala habían constituido genocidio.
Pese a esta forma restrictiva de entender la diferencia y los derechos asociados a ella, el AIDPI sí reconoció a los actores indígenas que habían participado en COPMAGUA como interlocutores en una serie de Comisiones Paritarias y Comisiones Específicas que deberían desarrollar los acuerdos, como la oficialización de los idiomas mayas, los lugares sagrados y la espiritualidad, y la reforma educativa. Sería la cara política del reconocimiento, y prácticamente todas las organizaciones y personas que habían estado reclamando participación, se volcaron a estas Comisiones y trabajaron fuertemente durante dos años y medio para sacar adelante los derechos reclamados, con apoyo internacional pero en condiciones de desequilibrio de capacidades, fuerzas y voluntad.
Todos los cambios procedentes del proceso de paz debían ser refrendados en una consulta popular que avalara su reconocimiento constitucional, que se realizó en junio de 1998 después de una campaña de desgaste por el miedo a la “balcanización de Guatemala” y a la “vuelta a la tortilla”. Sólo votó un 18% de la población guatemalteca, de los cuales el 60% dijo NO a las reformas constitucionales. Esto implicó el final de todo el esfuerzo por el cambio político-constitucional que suponían los acuerdos de paz. Unos meses después las elecciones llevaron al poder al Frente Republicano Guatemalteco (FRG), partido encabezado por Efraín Ríos Montt, máximo responsable de las políticas de tierra arrasada cuando encabezó un gobierno de facto entre 1982 y 1983.
De esta manera en 1999 termina abruptamente este segundo acto. Guatemala pasó de una posición puntera en cuanto al reconocimiento de los derechos indígenas a una situación en que, hasta la fecha, la Constitución no reconoce la multiculturalidad ni la existencia de pueblos indígenas.
Tercer acto: Las políticas multiculturales del Estado guatemalteco
Cuando comienza el tercer acto de esta puesta en escena, los actores indígenas cuentan con una legitimidad y una presencia que no había antes, pero están debilitados por cinco años de negociación con el Estado, que habían atenuado la relación con las bases. Además, dependen de la voluntad política de los gobiernos, puesto que no hay una obligatoriedad constitucional para poner en marcha las políticas multiculturales negociadas.
A partir de estas elecciones, durante los dos siguientes gobiernos, se crea el formato de política multicultural en Guatemala. Se llama a figuras mayas reconocidas a puestos de gobierno, como el Ministerio de Cultura, el Viceministerio de Educación, o la Secretaría de la Paz; que se complementan con otras figuras en puestos visibles, como cuando Rigoberta Menchú en el segundo de estos gobiernos se convierte en Embajadora de Buena Voluntad del gobierno. Ellos conforman el “rostro maya” de los gobiernos.
También se abre una serie de espacios políticos dentro del Estado construidos con base en reclamos mayas, que son manejados por mayas y se dedican a las temáticas de los mayas. Algunas de estas instancias fueron creadas antes del AIDPI, como la Academia de Lenguas Mayas de Guatemala (ALMG), fruto de uno de los primeros reclamos mayas; el Fondo de Desarrollo Indígena Guatemalteco (FODIGUA), creado a raíz del 92 con fondos españoles en una especie de multiculturalismo desarrollista; la Dirección General de Educación Bilingüe (DIGEBI), que manejaba el 5% del presupuesto del Ministerio de Educación. Otras instancias surgieron del mismo proceso de paz: la Comisión Presidencial Contra la Discriminación y Racismo (CODISRA), que debería actuar como procuraduría en cuestiones de discriminación y racismo, y la Defensoría de la Mujer Indígena (DEMI) surgida como espacio específico de una alianza entre organizaciones indígenas y feministas. Además, durante aquellos años, prácticamente en todos los ministerios se abrió una oficina “de asuntos indígenas”, “étnicos”, “multiculturales”, “de cultura y mujer”, o algo así.
Todos estos espacios eran dirigidos por profesionales mayas y funcionaban con fondos de la cooperación internacional. Fueron conocidos como “las ventanillas” y definidos como “incrustaciones institucionales” en un contexto en que no había voluntad política por hacerlos funcionar. El manejo de lo étnico se complementa con cambios en el discurso: ya no se habla de indígenas, sino de los pueblos; las “ceremonias mayas” inundan la parafernalia oficial mientras la bandera cuatricolor maya aparece en todos los actos relacionados con estas políticas. Lo “maya” pasa de ser una construcción contrahegemónica a ser manejada desde el Estado, por activistas mayas, pero desde el Estado.
Este tercer acto se acaba con las elecciones de 2008, ganadas por un supuesto socialdemócrata que plantea que la “cara maya” del Estado la va a dar él, pues es ajq’ij (sacerdote maya). Nombra un empresario maya como Ministro de Cultura y hace ondear la bandera maya como Bandera de los Cuatro Pueblos, despojando a los mayanistas tanto de sus espacios como de sus símbolos. Rigoberta Menchú había liderado la creación de un partido político abiertamente mayanista, en el que reunió a muchas de estas figuras que habían estado trabajando desde el Estado. Obtuvo un 3% de los votos de la elección presidencial.
Un largo epílogo
A partir de este momento, lo multicultural pierde presencia en el Estado guatemalteco. Las figuras mayas ya no forman parte de gobiernos, las ventanillas indígenas van siendo fagocitadas por la lógica burocrática y partidista y “los derechos indígenas” desaparecen del discurso oficial.
Este fin es algo que se venía fraguando dese el mismo inicio de esta crónica. Desde antes del proceso de paz, los gobiernos empiezan un cambio en el modelo de inserción económica, dando por finalizado el asociado a la exportación del café e implementando políticas neoliberales que empobrecen aún más a la población que está apenas saliendo de la guerra. En el año 1996 en que se firma la Paz y también se ratifica el Convenio 169, se reforma el Código de Minería para permitir la entrada de empresas extranjeras. Para la oligarquía supone la recuperación del control del Estado y la economía, puestas en crisis durante la guerra. Por eso, implica un proyecto totalmente diferente al de la paz, que va siendo olvidado por quienes supuestamente lo ponen marcha, y las políticas multiculturales con él.
Con el cambio de siglo, el extractivismo, que se convierte en la forma de inserción al mercado mundial en toda América Latina, en Guatemala se instala través de actividades mineras, hidroeléctricas y agroindustriales como palma aceitera y caña de azúcar. El Estado se vuelca en el apoyo de estas actividades y de forma cada vez más explícita, su política étnica se va supeditando a la agenda extractivista, pues muchas de las actividades se ubican sobre unos territorios indígenas ricos en recursos. Ante los conflictos socioambientales que se desatan, los gobiernos responden con medidas represivas, ignorando la intimidación y muerte de quienes se oponen a las empresas, y favoreciendo su criminalización y persecución penal.
De esta manera, los indígenas dejan de ser considerados como unos pueblos con derechos para volver a ser negados como sujetos ocupantes de unos territorios que ahora se pretenden explotar. La criminalización y persecución suponen en buen parte la recreación, veinte años después, de las doctrinas del enemigo interno que acabaron llevando al genocidio, y dan pie, como entonces, a la militarización y persecución sistemática.
Ante esta situación, los instrumentos de la multiculturalidad, como el Convenio 169 de la OIT, son retomados por unas comunidades que se movilizan a través de las “consultas comunitarias de buena fe” que entre 2005 y 2012 se realizan en casi 100 municipios movilizando a casi un millón de personas. Se da así un cambio en la política indígena en Guatemala. A partir de 2007 y 2008, las personas y organizaciones que habían sido actores importantes en la negociación y durante el periodo “multicultural”, desaparecen del mapa político. Sólo sobreviven las que se asocian a esta rearticulación comunitaria, de la que a su vez surgen nuevas organizaciones y coordinaciones.
Esta fase se caracteriza, como en otras partes de América Latina, por la base comunitaria de las acciones y los actores, que se apropian del discurso que se legitimó en el contexto de multiculturalismo para hacer frente al extractivismo: exigen como unos pueblos indígenas con derecho a la autonomía, a un territorio y a ser consultados sobre lo que ocurra en él. De los reclamos por el reconocimiento se pasa a los de la autodeterminación y frente a la idea de la multiculturalidad y de la “nación pluricultural, pluriétnica y multilingüe”, gana fuerza la idea de Guatemala como Estado multinacional, con lo que la discusión se pone en otro nivel.
Conclusiones
El multiculturalismo, como forma de gestionar la diversidad, no busca resolver las causas estructurales que crean desigualdad a partir de la diferencia, sino resolver parte de sus efectos legalizando y reconociendo los sujetos surgidos de ellas. Pero si esto se hace de una forma cosmética en un lugar donde la dimensión étnico-racial es estructurante básica de la sociedad y sus dinámicas, no es capaz de resolver mucho.
En Guatemala, el multiculturalismo como política pública fue algo episódico, que como llegó, se fue. Estuvo asociado al proceso de paz y cuando éste terminó, también desapareció: estaba tan vinculado a este proyecto reformista de país, que no pudo dar más de sí. Visto ahora, podemos decir que el multiculturalismo sirvió al Estado de Guatemala para legitimarse internacionalmente, dar salida a unos reclamos y unos actores que demandaban presencia, como eran los mayas organizados; y así poder hacer una transición política que llevó a un cambio de modelo económico que, finalmente, iba en contra de todo ese proceso y su misma intención.
En este contexto, esos actores indígenas que venían constituyéndose como sujeto político desde antes, aprovecharon este momento de legitimidad para fortalecer su discurso y su propia identidad y se apropiaron de los instrumentos legales y políticos generados desde la multiculturalidad cuando fueron necesarios para defender su misma existencia ante el despojo extractivista.
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