Laura Carolina Vázquez Vargas[1]
CIESAS Pacífico-Sur
Sierra Norte de Oaxaca, imagen tomada de Pixabay.
En primer lugar, considero importante hablar acerca de mi identidad –como un proceso inacabado, en permanente construcción y transformación, pero con algunas de raíces bien delimitadas–. Soy descendiente de un pueblo llamado Lxjill, vocablo perteneciente a la lengua dill xhun conocida comúnmente como zapoteco serrano, en específico se habla en la comunidad de San Francisco Cajonos ubicado en la Sierra Norte del estado de Oaxaca. Mis abuelos maternos y mi madre son originarios de esta comunidad, debido a la pobreza y falta de oportunidades laborales decidieron migrar a la Ciudad de México a finales de la década de los sesenta. A pesar de que a través del Programa Bracero (Arellanes, 2010) solicitaban personas de esta y otras comunidades oaxaqueñas –principalmente varones– para migrar a Estados Unidos de Norteamérica y trabajar en distintos oficios; mi familia decidió quedarse en el país, ellos decidieron quedarse por el miedo a no entender otro idioma y no lograr adaptarse a la vida urbana en otro país. Mi abuelo, mi abuela y mi mamá eran monolingües cuando llegaron a la Ciudad de México, apenas estaban aprendiendo el español y eso les implicó enfrentar discriminación lingüística, entre otras clases de violencia.
Mis abuelos reconocieron los momentos traumáticos que vivieron juntos por no ser hablantes de español, así que en un acuerdo que nunca fue explícito ni consciente, decidieron no enseñarle el dill xhun a sus otros sus hijos e hijas, mucho menos a sus nietos y nietas, para que no sufrieran la discriminación y violencia que ellos enfrentaron en los primeros años en la Ciudad de México. Yo formo parte de la generación que no aprendió dill xhun, mis acercamientos al pueblo fueron en momentos muy espaciados de mi infancia y más tarde durante mi formación como etnohistoriadora me acerqué más a la comunidad. No es fácil el proceso de reintegración al pueblo del que desciendes, entrar en las dinámicas colectivas y comunitarias no son asuntos sencillos, requiere tiempo y acercarse a la cosmovisión de los abuelos –aun cuando nos distanciamos una sola generación– es complejo para una persona que creció en el espacio urbano.
Por otro lado, desde niña comprendí que había enfermedades que no padecían mis compañeras y compañeros de clase: como el susto, el aire, el empacho; no preparaban con tanta dedicación el altar de muertos, el nuestro lleva dos clases de mole: rojo y chichilo, carne de guajolote –cuya muerte es un ritual de sacrificio característico de este pueblo–, pan de muerto elaborado por toda la familia, frutas de temporada y arreglos de caña, entre otros elementos significativos. Mi infancia estuvo rodeada de los sonidos y expresiones del dill xhun, de escuchar las conversaciones de mis abuelos acerca de los problemas que el pueblo enfrentaba en diversos momentos, de los nombramientos que llegaban a mis familiares para hacer servicio, es decir, ocupar determinados cargos. Recuerdo que tenía una pregunta constante: ¿todas las familias son así?, no veía similitudes y pude sentir la necesidad de conocer mi identidad.
Pertenecemos a un pueblo que actualmente no produce textiles, a principios del siglo XX, en San Francisco Cajonos, se trabajaba el ixtle, hombres y mujeres tejían para la comercialización de hamacas, escobetillas y varias clases de redes que hacían con este material. Sin embargo, aunque era un trabajo extenuante no tenía buena paga y poco a poco esas actividades fueron desapareciendo (Rodríguez, 1999). El pueblo recuerda a partir de fotografías y de la memoria oral su ropa tradicional: ropa de manta para los hombres, una blusa y una falda blanca con un refajo color rosa fuerte para las mujeres. Actualmente sólo se utiliza esa indumentaria en algunos momentos de ciertas festividades, como en ciertos bailes y danzas tradicionales, después haberlos realizado se quitan esa indumentaria y siguen en la festividad sin ninguno de los elementos de la ropa tradicional del pueblo.
Cuando mis abuelos y mi madre migraron a la Ciudad de México, incluso en la actualidad, no portaron la indumentaria completa tradicional del pueblo. Mi abuela tejió un refajo y lo tiñó de rosa para dejarlo en el altar de San Antonio, el cual sobrevivió hasta hace unos años, cuando se renovó el altar. Además de las redes y bolsas tejidas, es lo único que conozco de textiles realizados por familiares, sin embargo, en una de mis visitas al pueblo con mi abuela: me mostró el baúl que le habían regalado cuando se casó con mi abuelo, de ahí tomó dos huipiles de Yalálag que habían sido de su madre y que usó cuando era una jovencita, me los regaló y sigo atesorándolos porque parte de mi familia tiene sus orígenes en Yalalag, una comunidad serrana que es conocida por su producción textilera y las múltiples investigaciones antropológicas acerca de ese pueblo.
He intentado reintegrarme al pueblo al que pertenezco, lo hice a través de los estudios que realicé en la Licenciatura en Etnohistoria en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, realicé múltiples trabajos de campo y pude establecer muy pocas amistades pero que han perdurado a lo largo de los años. No siempre es posible reincorporarse a un pueblo donde se puede compartir una parte de su cosmovisión, asimismo hay caminos que ya han sido labrados por ciertos conflictos e intereses familiares. Quiero decir, que las relaciones familiares y el honor en los pueblos son determinados por distintos factores, en mi caso: mi familia no es de las que tiene mayor prestigio social en la comunidad, a pesar de que mi abuelo es uno de los rezanderos del pueblo no somos reconocidos en el pueblo por ello, en cuestiones económicas tampoco sobresalimos.
Con todo lo anterior, quiero contextualizar a los y las lectoras acerca de las complejidades que hay alrededor de la reintegración de una persona a su comunidad de origen, la cual es una tarea que puede llevar toda la vida –si así se decide–. También quiero demostrar con este ejemplo que mis procesos identitarios no se ciñen únicamente a una forma de vestir o portar ropa considerada tradicional, mis orígenes son diversos, como las distintas manifestaciones de textiles que hay en la zona: del pueblo de San Francisco Cajonos, de Yalalag, las hamacas, las múltiples redes, entre otros elementos que no tienen que ver únicamente con la acción de tejer. La relación con la ropa, con los textiles de mi pueblo, no son los únicos elementos identitarios que me permiten reconocerme como descendiente, hay otros elementos que sobresalen y tienen otros significados.
No todos los pueblos ni las personas “indígenas” se identifican con sus orígenes a través de textiles, pero eso no significa que dejen de ser considerados “indígenas” o que la pérdida de su tradición textilera implique procesos de mestizajes. Es común que pensemos la identidad de los pueblos “indígenas” como una serie de atributos: comida típica, ropa típica, bailes, entre otros elementos que componen las monografías hechas por el indigenismo mexicano (Giménez, 2007); sin embargo, vemos que la tradición y producción de textiles son diversas y la importancia que las comunidades les otorgan también responde a un orden muy específico que ellos mismos operan.
También quiero dejar en claro que asumirme como parte de la comunidad, incluso afirmar que soy indígena zapoteca, son procesos que no han sido acabados y que debido a la complejidad que me representan, todavía no me puedo enunciar como parte del pueblo de mis abuelos y de mi madre. Soy descendiente, con procesos y pertenencias específicas, respeto tanto a la colectividad y a la cosmovisión del pueblo de mis abuelos que no puedo reconocerme –yo sola– como parte de la comunidad, pues es justo la colectividad en conjunto quien te otorga ese privilegio. No niego mis orígenes, los problematizo con sus debidas heridas y despojos, pero también asumiendo otras partes de mi identidad: como la vida y la educación en la ciudad, en las dinámicas en las que me encuentro inmersa con mayor familiaridad que en la comunidad de la que proviene mi familia. Deseo poder reconstruir algunos lazos identitarios, pero en el proceso no quiero negar los cimientos que parten de las lógicas urbanas y globales que me rigen.
Una vez expuesto el ejemplo anterior, podemos complejizar la idea esencialista de que todos los textiles crean “marcadores de pertenencia de un grupo” (Rangel, 2018: 672), pues existen comunidades que dentro de su repertorio de pertenencias identitarias no son piezas centrales en la actualidad (Romer, 2009). Hay que recordar que la identidad cambia constantemente y que en algún momento de la historia de estas comunidades –como la de San Francisco Cajonos– la ropa tradicional fue desplazada por otros elementos que proveían a la necesidad de identidad que demanda este pueblo zapoteca serrano.
La historia de nuestro país está marcada por las diversas expresiones violentas a los pueblos considerados indígenas, la discriminación hacia los pueblos considerados indígenas es un fenómeno social constante y constitutivo de la historia mexicana (Navarrete, 2018). Sin embargo, a pesar de la negación de la existencia y/o características de grupos minoritarios, hay algunas de sus manifestaciones culturales que hoy en día se han convertido en mercancía cuyo costo es muy elevado y reservado para las élites.
En la actualidad conviene volvernos a preguntar ciertas cuestiones formuladas por Bonfil Batalla, en su obra México profundo: “¿Qué es lo indio para las élites del país?, ¿de qué manera está presente entre la gente linda?” (Bonfil, 1987: 69). En la actualidad hay un amplio debate, sobre todo en redes sociales, acerca de la reivindicación del uso y apreciación de los textiles, se ponen sobre la mesa ciertas cuestiones como: ¿quiénes pueden usar huipiles?, ¿por qué algunas personas sí pueden hacerlo y otras no?, ¿a quién debemos comprar los textiles?, ¿cuál es el papel de los y las intermediarias en la producción textil tradicional de cada localidad?, ¿quiénes están plagiando los diseños y contenidos simbólicos de los textiles?, entre otras interrogantes que mueven a la opinión pública a posicionarse políticamente ante el uso y la revaloración de estas manifestaciones culturales muy particulares.
Cabe mencionar, que no es mi intención homogeneizar la producción de textiles, es bien sabido que en el territorio de Abya Yala hay múltiples formas, hechuras, expresiones y usanzas de los textiles para la diversidad cultural de este territorio; asimismo, acercarnos a la producción de estos repositorios, de memorias vivas, es también aproximarnos a la historia de las personas que los fabrican –quienes son principalmente mujeres– (Ruiz, 2018).
Regresando a las interrogantes y debates contemporáneos alrededor de los textiles, los usos y la postura de las personas que deciden reivindicarlos: me asaltan ciertas dudas acerca de la construcción de nuevos discursos que valoran todo el trabajo que hay alrededor de la producción textil en diversos territorios, el contenido simbólico que hay en estas prendas, los usos específicos de ellas, las problemáticas que enfrentan actualmente para su producción, entre otros aspectos que son imprescindibles para su reflexión.
Estas visiones se contraponen al discurso que fue predominante –por no decir hegemónico– donde se discriminaba a las personas consideradas indígenas por portar textiles de su localidad. Sin embargo, en este punto de la discusión es necesario tener presente que los discursos e ideologías que soportan y legitiman a la hegemonía siempre están en movimiento (Gramsci, 2004). En la actualidad estamos siendo testigos de cómo los discursos hegemónicos están siendo desplazados, pues se considera pertinente escuchar directamente a los productores y productoras de los textiles de diversos territorios y culturas.
Es una necesidad legítima y justa escuchar de viva voz a las personas productoras de los textiles. Considero importante que hagamos una revisión exhaustiva acerca de los procesos que enfrentan hoy en día, así como su vinculación con las comunidades que son portadoras de este conocimiento, examinando estos procesos podremos comprender la complejidad que representa el tan anhelado “privilegio epistémico” que ostentan (Tuhiwaii, 2016). El análisis minucioso del contexto de las personas que se enuncian desde las comunidades, nos puede aportar información valiosa acerca de su experiencia como portadores de conocimientos específicos.
El privilegio epistémico, formar parte de una comunidad, ser reconocido por ella son procesos que conllevan ciertas problemáticas, incluso podemos encontrar diversos autores y autoras que nos hablan acerca de las vicisitudes que han enfrentado para hablar desde ese lugar e identidad (Cruz, 2020). Es importante reconocer que en estos momentos la autoadscripción es parte fundamental para la reivindicación de ciertas identidades, usos y manifestaciones culturales –como la textil en este caso–. Asumirse parte de una colectividad también requiere cierto cuidado, pues al tratarse de identidades colectivas: la enunciación individual como parte de una comunidad determinada pierde sentido, pues es justamente la colectividad la que otorga la validación y aceptación de ciertas personas como parte de su dinámica plural. No es mi intención conformar un comité de autenticidad acerca de las personas que se dicen parte de un pueblo, cada identidad tiene especificidades y contextos muy localizados.
Tengo la necesidad de aclarar que cuando me refiero a la identidad, no la estoy considerando como una entidad acabada y homogénea, al contrario, está conformada por una serie de pertenencias que la complejizan aún más. Quiero decir, que la identidad es un proceso que no es compatible con los esencialismos, de los cuales se han valido los indigenismos para contribuir al imaginario de lo que es considerado indígena. Es insostenible pensar que encontraremos a comunidades o sujetos prístinos de flujos migratorios, capitalistas, patriarcales, occidentales, entre otros procesos históricos que los han transformado a lo largo de la historia.
En el ámbito textil, como en muchos otros contextos, actualmente, es común encontrar que se privilegia la voz de las personas que se consideran indígenas, que se han apropiado de las tradiciones y saberes en torno a la producción textil, que están en el proceso de “volverse nativos”, con tal de figurar en los discursos contrahegemónicos que refieren al valor de los textiles, pero al mismo tiempo los comercializan exclusivamente a las élites, entre otras prácticas extractivistas. El problema no es que las personas que se dicen pertenecer a un pueblo tomen una postura sin esperar que alguien más hable por ellos, el problema es que hay procesos de apropiación cultural cuya ética es cuestionable.
Es un fenómeno natural que jerarquicemos las pertenencias que conforman nuestras identidades (Romer, 2009), sin embargo, reducir la identidad en una sola pertenencia resulta peligroso. Amin Maalouf (1999) en su obra: Identidades asesinas, menciona que tal visión nos orilla a una parcialidad y a concebir al mundo desde binarismos que no nos permiten complejizar las identidades en este proceso de globalización. Asimismo, alude Maalouf, a adscribirnos a una sola faceta de nuestra identidad también puede derivar en que negar las demás pertenencias que nos componen.
La defensa por los textiles, del trato digno de las personas que los fabrican, el debate acerca de quiénes los pueden portar, de quiénes, incluso, tienen más autoridad para la defensa de estas manifestaciones culturales, en el fondo de dichas discusiones hay identidades en pugna: ¿quiénes tienen actualmente el poder de dar su opinión y ser escuchados o escuchadas?, ¿de dónde proviene esa autoridad?, ¿de su privilegio epistémico?, ¿de su autoadscripción?, ¿cómo podemos corroborar que la colectividad los acepta?, ¿es necesario comprobar que son parte de una comunidad? Hay muchas respuestas a estas preguntas, hay muchos matices también, somos testigos de plagios, de usurpaciones, de esencialismos estratégicos que sirven para acumular poder –tanto adquisitivo como social–, pongo en la mesa estas preguntas pues es necesario comprender el contexto actual de la producción y comercialización de los textiles actualmente.
Las redes sociales, actualmente, son los repositorios en los que encontramos opiniones, reflexiones, incluso producciones académicas, son ahora insumos que tenemos al alcance de la mano de inmediato, también podemos encontrar debates y cuestionamientos abiertos. Es interesante ver los efectos del ciberactivismo, incluso es necesario analizar el papel de las redes sociales en los procesos de desplazamiento del pensamiento hegemónico en torno del ámbito textil y de defensa de diversas manifestaciones culturales (Celigueta y Martínez, 2020). Asimismo, resulta otro campo de investigación la reacción de pueblos que quedan al margen de la producción textil, como el caso de San Francisco Cajonos, que, si bien tiene un desarrollo específico respecto a los textiles, actualmente hay personas de la comunidad que están fomentando la recuperación de los bordados y la producción textil de la zona, gracias a la reivindicación de los textiles de pueblos considerados indígenas.
Analizar la naturaleza de los movimientos y transformaciones de las posturas políticas, más allá de que sean aceptadas por la mayor parte de las personas con las que compartimos el mundo, nos permitirá tener una postura política con una visión panorámica. Cuestionar y tener presente con quiénes compartimos un posicionamiento político y ético, sin desactivar la crítica hacia ellas y ellos, así como considerar que los esencialismos identitarios provocan una visión sesgada de la realidad de los y las sujetas, cualquiera que sea su origen, nos puede ser de utilidad para ejercer acciones con mayor impacto en la defensa de las manifestaciones culturales.
Me uno al deseo de Maalouf (1999) acerca de que ningún ser humano o humana se sientan excluidos de las sociedades, aún en la globalización se pudiera encontrar cabida para que los elementos identitarios y pertenecientes a sus cosmovisiones sean hallados, sin necesidad de ser exaltados para tener una autoridad epistémica. Defender la diversidad comienza por cobrar consciencia de las múltiples pertenencias identitarias que nos conforman, cada una de ellas es valiosa; podemos criticar el extractivismo, pero también es necesario no ser extractivistas con nosotras o nosotros mismos, destacar una pertenencia identitaria con fines de lucro también es una forma de extraer parte de la cultura de nuestros abuelos y abuelas.
Quiero aclarar que no estoy en desacuerdo con las personas que se enuncian desde sus orígenes o comunidades, al contrario, es un acto y un posicionamiento político necesario. Es importante denunciar las prácticas de apropiación cultural, pero también es importante ser conscientes de que no vamos a encontrar a una persona cuyo origen e identidad sea una sola y homogénea, con un estereotipo claro de lo que creemos que es una persona considerada indígena. Somos diversas, diversos, con procesos que han complejizado nuestras identidades, como las migraciones, la integración a dinámicas neoliberales, académicas, etcétera.
La autoridad por emitir una opinión o una postura política en defensa de manifestaciones culturales puede partir de la solidez de los argumentos, no del esencialismo estratégico o del privilegio epistémico. Asimismo, considero necesario que hagamos una revisión de la naturaleza de las personas que escuchamos, respecto a su clase social, género, procesos de racialización, entre otros aspectos que nos ayudarán a comprender la postura y los fines que tienen esas opiniones al decantarse por la defensa de los textiles en el territorio de Abya Yala, pero que también es aplicable a otros temas vigentes.
Bibliografía
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[1] lcarolina.vv@gmail.com