“Estudiar antropología en el confinamiento de la pandemia,  reflexiones desde la experiencia de extranjería”

Marina Liz Beltran
Daniela Eloisa Montenegro
CIESAS Golfo


Antes que nada: somos dos afortunadas.

Esta presentación spoiler particular nos sirve de brújula, para no perdernos de vista respecto de la buena suerte que nos acompaña en un momento como este. Lo aclaramos así, ya que esta breve crónica de nuestra experiencia como estudiantes extranjeras está teñida de sentimientos amargos y dolorosos hoy en día, por eso no queremos perder parte de la alegría y curiosidad que nos trajo hasta acá. No escabullirnos en la queja actual de ese impulso tan vital que nos arrimó a este país.

Si tuviéramos que recapitular y reunir los motivos que fundaron la decisión de cada una de nosotras de pasar por migraciones para realizar estudios de posgrado, probablemente el resultado sería un patchwork de creencias, expectativas e ilusiones, cosidas entre sí con pulso tembloroso, de múltiples texturas y tamaños. No hay muchas certezas que sirvan para fundamentar un impulso así, quizá los movimientos previos de cada una, de una provincia a otra, o de la orilla al centro de la ciudad, nos describen más nómadas que sedentarias.

El prestigio de la antropología mexicana fue determinante para que México fuera nuestro país de destino. En la formación académica argentina los aportes teóricos de antropólogas y antropólogos mexicanos son inconmensurables, constituyen una de las puntadas que tejen el intercambio argenmex, nutrido de movimientos, migraciones y exilios. A su vez, sentir en primera persona ese extrañamiento necesario que la etnografía aporta como herramienta de conocimiento en las ciencias sociales fue un motor compartido que nos reunió en la Maestría en Antropología Social de la sede Golfo del CIESAS.

No menos importante fueron para nosotras las ganas de arrojarnos a vivir una cultura diferente. Que nos atravesaran el paladar  —poco o nada educado para saborear picante— los tacos, los chiles, el pozole, el mezcal. Disfrutar los paisajes tropicales, tan bochornosos para dos argentinas con viento sur; las playas de varios mares, el bosque de niebla que rodea esta ciudad. Mirar y sentir las pirámides. Ampliar el propio mundo.

Sin embargo, poco más de seis meses después de haber llegado a Xalapa, esos planes se fueron diluyendo, postergando, y fueron mezclándose con la imprecisión de vivir un momento histórico como este, tan lejos de casa.

Al principio, el caos. En pocos días nos dimos cuenta de que para nosotras la pandemia tendría una doble dimensión: por un lado la realidad cotidiana mexicana en la que vivimos y por otro la virtualidad argentina mediante la cual nos comunicamos con nuestras familias, amigas y amigos. Esta experiencia doble la observábamos también en las decisiones de cada gobierno y en las reacciones en la población, tan dispares y en tiempos diversos. Mientras tanto, nosotras mirando desde lejos, no entendíamos bien por qué las medidas implementadas aquí y allá eran (y siguen siendo) tan distintas. En poco tiempo normalizamos vivir con termómetros diferentes para medir la situación en el contexto pandémico.

Empezamos a escuchar que en Argentina había contagiados: uno, dos, veinte, cien. La restricción de la movilidad llevó a que se cancelaran vuelos, se prohibió la circulación entre provincias y ciudades; las fronteras se cerraron. El aislamiento social preventivo y obligatorio que impuso el gobierno mandó a cada uno a su casa a esperar, por quince, treinta, cien, doscientos días. La apertura se pretende progresiva y hasta el día de hoy cada ciudad en la que aumentan los contagios está en riesgo de volver a fase uno, siguiendo la lógica estratificada de medidas preventivas y restrictivas de acuerdo con la gravedad de los indicadores de contagios y muertes, similar a la establecida en México con los semáforos de las entidades federativas.

Pero el coronavirus llegó y las medidas de prevención también. En todo este caos, muerte y destrucción, en nuestro mundo chiquito pasó lo que suponíamos, aunque fuese difícil de aceptar: las clases virtuales. Al tono apresurado de la virtualización de la cursada se sumaron en nuestra experiencia la distancia y la incertidumbre respecto a no saber por cuánto tiempo no podríamos volver a visitar a los nuestros. Esta duda nos acompaña hasta la fecha, tensando lo suficiente nuestra paciencia, obligándonos a desarrollar una flexibilidad que no sabíamos posible.

No saber cuántos días íbamos a estar encerradas, y la preocupación por nuestras familias, hicieron de esas últimas semanas del mes de marzo un transitar tortuoso. El traslado de los cursos presenciales a la pantalla eliminó la principal fuente de contacto humano que teníamos en Xalapa. La dedicación exclusiva a los estudios de maestría y el poco tiempo que teníamos en la ciudad nos enfrentó a tomar nota del escaso vínculo social que se nos había dado la oportunidad de desarrollar.

Otro descubrimiento no tan feliz que nos trajo la virtualidad fueron las precariedades en las que vivimos. Cuatro veces por semana clases virtuales de tres horas, videollamadas diarias, y algo de entretenimiento en redes sociales evidenciaron la pésima conexión a internet acompañada de condiciones climáticas tropicales que nos dejan fuera de línea involuntariamente o nos obligan a apagar la pantalla. Ergonómicamente las sillas de los departamentos donde rentamos resultaron malas y las notebook un tanto pequeñas para poder ver con claridad.

El aislamiento y la falta de encuentro con los otros nos fueron volviendo un tanto torpes en lo social y por sobre todas las cosas poco funcionales en lo productivo. Sin las recompensas pequeñas y espontáneas de la actividad cotidiana, comer un taco en el recreo, programar una escapada de fin de semana al puerto, tomar una cerveza en un bar cualquiera, perdimos el enorme privilegio de hacer cosas porque sí, sólo porque sí.

Parecía que se iba a acabar el mundo, pero no. Siguieron las vacaciones de Pascua y el comienzo del tercero y último cuatrimestre presencial de la maestría, de mayo a agosto. “Es por unas semanas y volvemos”, “ya para la segunda parte del cuatrimestre, cuando estemos en el aula” nos decíamos mutuamente estudiantes y profesores, manteniendo la esperanza y un poco negados a aceptar que la realidad nos estaba sobrepasando.

Quizá en algún punto fue lo mejor, si alguien nos hubiese dicho que iba a llegar septiembre sin vernos en persona la situación hubiera sido incontrolable. En cambio, la fuimos transitando, asimilando, de a poco o de a mucho, de a ratos, como baldazos de agua helada o como llovizna a la que te resignas aunque igual te moje.

Nos resignamos a no regresar al aula y a la biblioteca después del receso de verano y asumimos que nadie iba a venir de Argentina a visitarnos, como teníamos pensado. Aceptamos que la idea de conocer México en plan estudiante-extranjera-turista iba a tener que esperar. Aunque nuestras familias estuvieran bien, la preocupación no dejaba y no deja de estar presente. Estar lejos y saber que no existe la posibilidad de volver en lo inmediato es una experiencia difícil de transitar y expresar con palabras.

En estos meses, aprendimos a vivir con la contradicción de sentirnos privilegiadas por seguir recibiendo una beca en un contexto de crisis económica profunda que ha dejado y sigue dejando sin trabajo a miles de personas. Al mismo tiempo, somos conscientes de la situación que estamos viviendo y lo lejos que nos encontramos de todo lo conocido.

Hay una idea que nos invade a veces y es que estas condiciones sorpresivas de cursada virtual podrían resolverse desde cualquier parte del mundo, que sería lo mismo escribir nuestra tesis desde Almagro o Córdoba. Imaginamos que estando en Argentina, en principio el desfase horario seguramente hubiera atravesado la cursada. Sin embargo, las discusiones teórico-metodológicas, las reuniones de la línea en la que estamos inscritas, los encuentros con nuestros asesores, hubieran sido en la virtualidad, tal como están siendo ahora. Incluso, el trabajo de campo de una de nosotras será realizado en su totalidad en forma virtual, con las implicancias que esto tiene en lo inmediato, por ejemplo, no conocer “en persona” a ninguno de sus interlocutores.

Estudiar y formarse pantalla mediante tiene limitaciones que son de sobra conocidas, las discusiones no son las mismas, los tiempos para hablar, las formas de pedir la palabra, el intercambio se hace más lento y pesado. La educación virtual requiere de planificaciones, herramientas y habilidades distintas a las que se despliegan y desarrollan en el espacio del aula y que ni los profesores ni los alumnos y alumnas tenemos incorporadas, como tampoco estamos habituados a su uso.

Sin embargo, podemos ver también algunas oportunidades que esta circunstancia no elegida trajo consigo. Creemos que si algo tiene de potencial este momento particular es abrir otra dimensión a los mapas posibles de campo y estudio. Dado que la adaptación no ha sido sólo técnica o administrativa sino también teórica y metodológica, tuvimos que repensar los trabajos de campo y modos de inserción y permanencia en ellos, como también los propios temas de investigación. Hoy más que nunca el aporte académico producido desde el estado debiera ser, ante todo, pertinente.

La pandemia y el confinamiento nos permitió descubrir una vez más  —y esperamos no sea la última— la plasticidad que nos recubre, la flexibilidad y capacidad de adaptación que el cuerpo que nos mantiene sentados frente a la pantalla nos habilita. Pudimos virtualizar nuestros territorios y sentirnos bizarramente conectadas y desconectadas entre Buenos Aires, Córdoba, La Pampa, Xalapa y la Ciudad de México al mismo tiempo. Se ampliaron y aprovecharon las oportunidades de dar y tomar clases en Argentina, compartir talleres y cursos con gente de nuestro país y también de otros. Estas experiencias no eran siquiera pensadas de esta forma en los tiempos pre-Covid.

Nos hemos descubierto compartiendo risas y complicidades a través de la computadora, y aprendimos a pensar, sentir y vivir la presencia virtual como una presencia posible. Desde lo académico tuvimos (y tenemos) la oportunidad de ampliar los márgenes de los campos teorizados, exprimir y hacer avanzar la antropología a una forma de trabajo posible, en escalas y dimensiones que trascienden las lógicas de trabajo de campo conocidas hasta ahora. Tenemos el desafío de expandir los límites de la disciplina adaptando la producción al mundo virtual en el que nos encontramos inmersos.

En estos meses las emociones nos desbordaron, el mundo nos sobrepaso, pero también las redes que nos tejen se profundizaron y la solidaridad se hizo presente. Adaptarse a la “nueva normalidad” estudiantil fue difícil para todos. Implicó reunirse, hablar, demandar, negociar, escucharse. Hubo que organizarse como estudiantes y con los profesores. Llegar a acuerdos, encontrar términos medios.

Asumiendo que todavía es pronto para poder reflexionar con claridad, y sin ahorrarnos dramatismo, el mundo de hoy ya no es el que hace unos meses nos encontró en esta ciudad. Nos toca enfrentarnos a nuevos problemas y a nuevos desafíos. Con la expectativa puesta en que el tiempo nos traerá mejores respuestas y evaluaciones más acertadas, hoy creemos que a través de este proceso de aprendizaje que se nos impone caótico y creativo, podremos ir decantando las ideas esperanzadoras, deprimentes y realistas que hoy nos sobrevuelan. Nuestra realidad ahora es esta: un mix de todo.

Xalapa, Ver. 20/09/2020