Alessandro Grassi[1]
Universidad Autónoma de Aguascalientes
Foto: Alessandro Grassi (2022).
Se suele decir que el movimiento afromexicano es un movimiento joven. Esto se debe a que, en comparación con otros países latinoamericanos, en México las poblaciones afrodescendientes se han movilizado más tardíamente. En México, las y los afromexicanos se hicieron visibles como sujeto político colectivo en el panorama social del país a partir de finales de los años noventa. Específicamente, en marzo de 1997, en la comunidad de El Ciruelo, en Oaxaca, se organizó el primer Encuentro de Pueblos Negros. Este evento fundacional se ha vuelto recurrente a lo largo de la trayectoria del movimiento. Así, el pasado noviembre, en Temixco, Morelos, se organizó el Encuentro de Pueblos Negros número 25. Desde el inicio de la movilización, cada año se ha realizado un Encuentro de Pueblos Negros, excepto en tres ocasiones: 2008, 2009 y 2012. A casi 30 años del primero, se ha vuelto un espacio de la mayor relevancia para el movimiento y ha logrado un alto nivel de continuidad en su realización, incluso durante la pandemia.
Los Encuentros de Pueblos Negros son eventos tan simbólicos para la evolución del movimiento afromexicano que pueden ser utilizados como una suerte de papel tornasol, o como indicador clave: a través de ellos se puede entender cómo la movilización ha cambiado en el transcurso de los años: cuáles actores están involucrados, en cuáles espacios y en qué forma se movilizan. Así, los primeros 15 años se realizaron en la Costa Chica, el espacio costero entre Guerrero y Oaxaca, lugar de origen del movimiento. En esta región y en este tiempo, el discurso afromexicano tenía una fuerte impronta étnica que apuntaba a la construcción de una identidad cultural afromexicana regional articulada alrededor de elementos fácilmente visibles como sus tradiciones, sus bailes y su comida. Posteriormente, cuando el evento salió de esa región y las mujeres asumieron paulatinamente su organización, fue también cuando ellas se convirtieron en la principal fuerza propulsora del movimiento. A partir del 2017 se decidió ampliar el radio de acción alcanzando un nivel nacional, se organizaron Encuentros en pequeños municipios afro de Veracruz, Coahuila, Morelos, y el próximo año será en Michoacán, e igualmente se realizaron en grandes ciudades (como Ciudad de México o Acapulco), y no solo en comunidades, sumando al discurso étnico y regional un diálogo necesario con diferentes poblaciones afrodescendientes. Estos cambios sí han modificado la forma de organizarse, pero, en su esencia, sigue siendo considerado un evento de comunidades para las comunidades negras de México. Más aún: para sus pueblos negros. En este sentido el Encuentro de Pueblos Negros, a lo largo de los años, ha servido de herramienta política para el crecimiento y la difusión de una conciencia afrodescendiente en México entre las mismas poblaciones negras del país para constituirlas en una componente social relevante a nivel nacional, a la par de los pueblos indígenas.
El Encuentro de La Boquilla, una dialéctica entre comunidad y movimiento
En 2022, como parte de mi investigación doctoral y aporte a la comunidad, tuve la oportunidad de acompañar al comité que organizó el 23 encuentro, en San José Río Verde (La Boquilla), en el municipio de Jamiltepec, Oaxaca. Este fue el último Encuentro de Pueblos Negros organizado en la Costa Chica. Me quedé algunas semanas en este pequeño pueblo de poco más de 600 personas que en su casi totalidad, en el censo 2020 del INEGI, se reconocieron como “negras, afromexicanas o afrodescendientes” y desde este punto de vista privilegiado, fue posible observar el gran trabajo que hay detrás de estos eventos, que suelen reunir a cientos de personas.
Cuando se presencian los Encuentros, difícilmente se presta atención al trabajo necesario para su realización. El público asiste a las ceremonias, las ponencias, los talleres, las mesas de discusión y al momento cultural con las danzas y las músicas regionales afromexicanas. Al mismo tiempo, aprovecha la comida que la organización ofrece y, si es posible, la hospitalidad de alguien de la comunidad que amablemente comparte una habitación o un espacio para poner colchonetas. Sobra decir que, para que todo funcione, se requiere un compromiso considerable en términos de dinero, trabajo y otros recursos por parte de la comunidad que acoge el encuentro. Lo que me interesa mostrar en este texto es la forma en la que estos recursos se movilizan, siguiendo dos caminos, uno de la comunidad y uno del movimiento.
Foto: Alessandro Grassi (2022).
Buena parte del trabajo es encargado a la propia comunidad, en una especial relación de división del trabajo entre el movimiento (es decir, entre las asociaciones que organizan el Encuentro de Pueblos Negros) y los integrantes del pueblo anfitrión.
En el caso de La Boquilla, esta colaboración se dio con la mediación del Consejo Afromexicano “El Muchito”, un grupo conformado prácticamente en función del Encuentro de Pueblos Negros y con el fin de poderlo organizar. Sin embargo, en las semanas anteriores al evento, solo 14 de las 20 personas que oficialmente lo integran participaron activamente en las tareas: Benita Torres García, Eladia Torres Habana, Isabel Narváez Vázquez, Jaydelid Ávila Flores, Jesús Silva Valencia, Laudencio Hernández Salinas, María Auxilio Marroquín Molina, María de los Ángeles Figueroa, Maritza Gallardo Robles, Reyna Isabel Valencia Flores, Rutilo Bernal Mayoral, Sebastiana Camacho Silva, Silvia Callejo Ramírez, Virginia Caballero Mayoral. Obviamente, no hicieron todo ellas y ellos solos, sino que en la labor involucraron a muchas otras personas que, de una manera u otra, contribuyeron y se hicieron indispensables para el buen desarrollo del evento.
Lo que me interesa mostrar es cómo los Encuentros movilizan una relación dialéctica entre el movimiento afromexicano y las comunidades. Cuando el movimiento va a las comunidades de la Costa Chica y lleva el Encuentro de Pueblos Negros —su evento más importante—, logra la organización porque es capaz de activar las redes sociales comunitarias que allí habitan previamente y cuya subsistencia no depende del movimiento. El movimiento las encuentra al llegar y, en una relación que quiero presentar en este texto, logra movilizarlas y quizás resignificarlas.
Llegué al pueblo por primera vez acompañando a una activista-organizadora del Encuentro, a una reunión con el consejo afromexicano, para iniciar la colaboración en relación con el Encuentro de Pueblos Negros. La dinámica de esa primera reunión fue la base para la relación que se construyó entre el movimiento y la comunidad. La activista no era nueva en el lugar, era una integrante de la comunidad, había sido agente municipal y había participado en eventos del movimiento afromexicano, había construido el vínculo pidiendo que el Encuentro se organizara allí. Pero, en el marco de este proceso, se definió una jerarquización sutil dada por el hecho de que el Encuentro es un evento del movimiento afromexicano y, por lo tanto, las asociaciones civiles organizadoras (en ese caso, México Negro, A.C., Ña’a Tunda, A.C., y AMCO, A.C.) son las responsables.
La comunidad, a través del Consejo Afromexicano, entra a partir del interés de la ex agente municipal. Para las comunidades el Encuentro tiene una función de visibilización, o, como dicen a veces las activistas, “sirve para poner en el mapa” las comunidades afromexicanas que de otra manera quedan invisibilizadas. Al mismo tiempo la participación comunitaria es fundamental para poder agilizar algunos procesos mejor que lo que cualquier A.C., viniendo de afuera y sin contactos, pudiera lograr. Se estructura así una distribución bastante clara de los roles. El movimiento queda encargado de definir los contenidos: escoge las ponencias, los temas de las mesas de discusión, hace las invitaciones. También se encarga del diseño de las lonas, de los audios publicitarios y, en general, de la comunicación, activando sus canales y sus redes de movimiento para involucrar a activistas y comunidades de la Costa Chica, y de otros estados. Otra tarea fundamental es la de conseguir los recursos, a través de instituciones públicas o privadas, y también de donaciones particulares. Esto, con las instituciones públicas, implica un considerable trabajo burocrático para el cual se necesitan competencias (y mucha paciencia). También las asociaciones coordinan la llegada de los camiones y de los grupos al pueblo.
Por otro lado, a la comunidad le tocan las tareas más “prácticas”. Se encargan de asegurar la infraestructura necesaria para que el evento funcione: que haya agua, comida y espacio para dormir. Y, consecuentemente, que haya también trastes y vasos. Al mismo tiempo, tienen que preparar el espacio para el evento y para comer, limpiándolo y decorándolo. En suma, todos los trabajos de “cuidado” del evento, aquellos que sirven para producirlo y reproducirlo, y que requieren un “mantenimiento continuo” de la infraestructura que producen, que se extiende a la duración del Encuentro mismo, no solo su preparación. En esta repartición, el movimiento supervisa que la comunidad realice su parte.
Cuando al comité organizador de la comunidad —casi enteramente integrado por mujeres— se le asignaron las diferentes tareas, también se le presentó el problema de cómo llevarlas a cabo. Las activistas dieron algunas indicaciones constituyendo comisiones ad hoc para cada tema. Así hubo una comisión de comida, una para el agua, una para el hospedaje, etcétera. Pero eso no consistió en más que definir unos problemas y unas responsabilidades. La forma de resolverlos efectivamente fue mérito de las integrantes del Consejo. A falta de instrucciones, el Consejo recurrió a formas de actuar ya conocidas, que se utilizan para organizar una fiesta o una celebración. Así, la posibilidad de movilizar sus redes sociales, sus amistades y los vínculos familiares en la comunidad se volvió un elemento fundamental para poder realizar el Encuentro de Pueblos Negros.
Como dije, la composición del comité organizador fue casi completamente femenina (solo tres hombres participaron más o menos en el Consejo). Sin embargo, esto no significa que no hubo, a nivel comunitario, una participación masculina en la organización del Encuentro. Más bien, precisamente a causa de la movilización de redes comunitarias que poco o nada tienen que ver con la participación en espacios sociales o políticos compartidos, los hombres fueron involucrados en algunas tareas según una división de género bastante evidente. Ellos se hicieron “necesarios”, por ejemplo, cuando se trataba de manejar el carro o la camioneta para ir a las comunidades cercanas para comunicaciones o invitaciones (así, una vez, las mujeres fueron apoyadas por el marido taxista de una de ellas).
Otro ejemplo fue la construcción de la ramada. Esta fue la estructura en madera con techado de palma que se hizo al lado del lugar designado para el Encuentro, o sea la cancha municipal, y que iba a servir para hospedar las mesas para el comedor. Se juntaron entre 10 y 20 hombres del pueblo y la construyeron en un par de días de trabajo. Las mujeres participaron del proceso apoyando a los hombres, asegurándose de que, al regresar del bosque después de haber hecho leña, tuvieran algo para comer después del trabajo. Prepararon entonces una gran mesa en una casa al lado del lugar donde se armó la ramada.
Sin embargo, más allá de las apariencias, la “diferencia jerárquica” a lo largo del proceso y dentro del consejo resulta favorecer a las mujeres. En esta, como en otras tareas que llevaron a cabo, los hombres cumplían con indicaciones recibidas de las mujeres o apoyándolas (como cuando prestaban el carro o la camioneta y la manejaban a donde fuera necesario).
Al mismo tiempo que la ramada, los hombres construyeron unas grandes mesas que se utilizaron como espacio para lavar los trastes durante el Encuentro, dado que, después de cada comida, cada persona tenía la tarea de lavar su propio plato y vaso. Todos los utensilios también fueron un préstamo de la comunidad y encargados a las mujeres. Las integrantes de la comisión de “trastes” fueron pidiendo a las señoras del pueblo. Ellas tuvieron que marcar cada plato y cada vaso con un plumón para que se pudieran luego reconocer, y la comisión apuntó el número en un registro para poderlos devolver en cantidad correcta.
Las tareas en la cocina también fueron repartidas según un esquema de género consolidado, permitiendo, en este caso también, la participación de los hombres. La definición del menú, las compras en Jamiltepec y la cocina fueron responsabilidad de las mujeres. En los primeros dos casos, de las mujeres del Consejo, mientras que la preparación de la comida fue encargada a dos cocineras del pueblo. A los hombres tocó la barbacoa.
De la misma manera voluntaria se realizaron las demás tareas (como el hospedaje, la publicidad en las comunidades cercanas, la limpieza del espacio de la cancha y la decoración, la pintada de la barda y de la agencia municipal). Fundamental fue ir casa por casa a pedir la cooperación de las y los habitantes de San José Río Verde. Es difícil negar que, probablemente, el hecho de que fuera la misma gente del pueblo la que tocara a las puertas ayudó a que hubiera una considerable respuesta de la comunidad.
Fue curioso escuchar los relatos de los habitantes de la comunidad, que siempre la representan como desunida, incapaz de organizarse y atravesada por conflictos. En parte es cierto: durante el tiempo que estuve en la comunidad no faltaron momentos en que las líneas de fractura se hicieron evidentes, especialmente cuando se trataba de manejar el dinero recolectado. Al mismo tiempo, cuando el comité en conjunto dio una vuelta visitando prácticamente todas las casas del pueblo para pedir apoyo económico, todas las familias donaron algo. Interesante fue también que, además de presentar el evento, la razón con la cual se invitaban las personas a hacer una donación fue que “llegan los afros” y que era importante lucir bien como comunidad. Así, la comunidad era motivada por sus propios vínculos frente a un sujeto externo, más que por la causa afromexicana en sí misma.
Esta dinámica entre asociaciones afromexicanas y comunidad resultó en el Encuentro de Pueblos Negros. Fue una gran satisfacción para el Consejo Afromexicano y para la población de San José Río Verde. La fiesta estuvo bonita. Después de los saludos de las autoridades (públicas y del movimiento), hubo ponencias y mesas de trabajo que, como cada año, llevaron a la escritura de un documento que contribuye a la definición de la agenda del movimiento. También se realizaron talleres y se llevó a cabo una función religiosa con ritual afromexicano. Sin embargo, el momento de más éxito fue el programa cultural, cuando en las noches, la cancha municipal/escenario estaba rodeada por todo el pueblo, que llegaba para ver los bailes y participar en ellos. En estos momentos de diversión la comunidad participó directamente con el grupo de las canasteras y las escuelas que presentaron unas coreografías preparadas en las semanas anteriores. El esfuerzo valió la pena.
Esto no significa que no haya un precio para esta dinámica. La división del trabajo que se instaura al principio es estructural, excluyendo de alguna forma a la comunidad de los aspectos organizacionales más enfocados en los contenidos y, por lo tanto, en la definición y participación de la agenda del movimiento afromexicano. También es cierto que, quizás, muchas personas de la comunidad no tendrían interés o las competencias para manejar trámites y documentos burocráticos para poder conseguir los recursos. Sin embargo, la forma que asume el proceso reproduce esta carencia competencias, excluyéndolos de la posibilidad de aprender. Ahora, es difícil hipotetizar que, para la comunidad fuera importante participar de estos otros procesos. El involucrarse responde a otras lógicas y otros intereses, como la visibilidad y la conciencia de algunos y algunas de la importancia de la movilización afromexicana también en su pueblo. Sin embargo, una dificultad sí evidente deriva del hecho que, para las y los integrantes del Consejo Afromexicano, la participación en el Encuentro en cuanto público tampoco era posible, porque seguido estaban ocupados con asegurarse de que todo funcionara bien, cumpliendo tareas más pequeñas, buscando y consiguiendo materiales necesarios para los talleres, ayudando en la cocina, etcétera. Es posible, entonces, enmarcar la posición que ocupó el Consejo Afromexicano “El Muchito” como un espacio ambiguo. Por un lado, emanación del movimiento, que fue a conformarlo antes del Encuentro. Por otro lado, emanación de la comunidad. En fin también, ninguna de las dos, excluido de la posibilidad de asistir al Encuentro como simple público y de tener el control del proceso de organización, deviniendo una correa de transmisión de la comunidad al movimiento y del movimiento a la comunidad.
Podemos decir que el movimiento afromexicano funcionó construyendo una sinergia entre sus propias capacidades y aquellas de la comunidad. Integró estas en su propio discurso (porque el resultado sí ha sido un evento del movimiento), de alguna manera aprovechando las redes comunitarias y la solidaridad inspirada por el sentido de pertenencia y los vínculos familiares, de amistad y vecindad que la componen. Del otro lado, la comunidad decidiendo participar en la organización del evento, apuesta a ganar visibilidad y aprovechar de alguna forma de la fuerza política de un movimiento que ha crecido considerablemente y que, sin duda, ha logrado poner el tema de la afromexicanidad en las agendas públicas de las instituciones y, en parte, en la población mexicana.
Las dos partes de esta máquina (asociaciones y Consejo, movimiento y comunidad) se articularon muy bien.
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Doctorante en Economía Social y Solidaria | Correo: a.grassi.cr@gmail.com ↑