En recuerdo del doctor Loyola

Carlos Martínez Assad
Instituto de Investigaciones Sociales-UNAM


Una noche nos hizo escuchar un nuevo disco en el que había descubierto la voz de Andrea Bocelli con su interpretación de Caruso. Entre la década de 1980 y de 1990 fue notoria esa suerte de encuentro entre la ópera y la música popular que dio aliento a un interés generalizado en las grandes obras de Verdi a Bizet. Solían ser los espacios en que nos tomábamos un descanso entre la vida académica institucional y analizar y tratarle de encontrar sentido a la política nacional. Entonces Rafael Loyola Díaz actuaba como secretario académico del Instituto de Investigaciones Sociales en el cual me desempañaba como director (1983-1989).

Jornadas de trabajo intenso nos habían reunido desde que me buscó para que le dirigiera su tesis de licenciatura, auspiciando un encuentro siempre perdurable orientado por el quehacer académico que originó una amistad entrañable. Desde mi cargo como Jefe del Departamento de Publicaciones, la discutimos y revisamos por muchas horas hasta que fue publicada como libro con el título de La crisis Obregón-Calles y el Estado mexicano, en Siglo XXI en 1980. Fue un año intenso porque lo animé igualmente a publicar el Cuaderno de trabajo, Conflictos laborales en México, 1928-1929, bajo el sello del Instituto de Investigaciones Sociales.

Aun en el trato de confianza fue curioso que siempre le llamé doctor Loyola, aunque también fue Rafael, Rafa o Mifay. Uno de los más interesantes productos de esa amistad intelectual fue el libro que coordinó Entre la guerra y la estabilidad política. El México de los 40, publicado por Grijalbo en coedición con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en 1990, la institución que apenas soltaba amarras. Había resultado de un encuentro realizado en nuestro instituto en el que participaron además de investigadores, un grupo de los estudiosos más destacados de la cultura y de la política en México en esos años, encabezado por Carlos Monsiváis. Creo que entonces nos adelantamos en la UNAM al considerar importante atraer a personalidades de otras instituciones académicas o reconocidas en la vida nacional para involucrarlas en nuestras tareas. Así, además de nuestros reconocidos académicos logramos reunir a intelectuales de México y del extranjero, como François-Xavier Guerra, Soledad Loaeza, David Brading, Iván Restrepo, Alan Knigth, Miguel Concha, Alberto Aziz, Jean-Pierre Bastien, entre otros muchos.

Compartimos una intensa vida académica y el doctor Loyola siempre estaba allí dispuesto a la aventura del día siguiente; nos involucramos en otros proyectos, como el de impulsar las ciencias sociales en la Universidad de Querétaro, en una ciudad en la que por ser la patria chica de sus padres, él le mantuvo un gran aprecio. En varias ocasiones realizamos allí eventos y quedó la huella del coloquio cuyo producto fue el libro Estadistas, caciques y caudillos, publicado por nuestro instituto en 1988. Una nómina de reconocidos colegas de diferentes universidades del país, dio sentido a ese recorrido por los hombres y movimientos regionales de nuestra historia.

Sería imposible señalar de manera exhaustiva todas las experiencias compartidas con un colega como Rafael, siempre dispuesto. Encontramos espacios para realizar seminarios con amigos para leer toda la obra de Gramsci, que nos traía de cabeza, y sobre el que escribimos en forma conjunta un par de textos publicados por el IIS-UNAM. Con el pretexto de un Congreso Latinoamericano de Sociología convocado por ALAS, junto con otros compañeros, nos fuimos a Nicaragua al triunfo de la Revolución Sandinista. No nos conformamos con el encuentro académico y nos sumamos con los jóvenes sandinistas que hacían actividades educativas, y eso nos permitió acercarnos más a la provincia en las venas del cambio que se pretendía forjar. Conocimos al comandante Tomás Borge, y a otros de los miembros fundadores del Frente Sandinista de Liberación Nacional, donde también estaba Sergio Ramírez, quien luego se convertiría en el gran escritor que es.

Nos involucramos en el movimiento encabezado por el CEU entre 1986 y 1987 con una posición interesante porque los integrantes de ese consejo eran nuestros alumnos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde impartíamos cursos, y al mismo tiempo éramos funcionarios universitarios. Eso nos dio la posibilidad de ver el movimiento desde diferentes ángulos, estábamos, como ellos, por la gratuidad de la enseñanza, y no teníamos la solución, pero sí nos permitió entender las motivaciones estudiantiles.

Cuando terminó mi periodo como director, la relación personal no se interrumpió ni los encuentros académicos. Compartimos parte del exilio en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, donde le tocó fungir como coordinador académico y, por mi parte, fui coordinador de investigación. Luego coincidimos en otros congresos y en otros libros. Él fue director del CIESAS y luego de otras instituciones, empeño que lo llevó a crear y dirigir el Centro de Cambio Global y la Estabilidad en el Sureste, desde 2012. Dos años antes coincidimos en Tabasco, cuya atracción me ha hecho dedicarle 5 libros, y él encontró en la entidad el espacio para llevar a cabo su proyecto que le emparentaba con la ciencia en la que había puesto la mirada desde tiempo atrás, con intercambios constantes en el Foro Consultivo de Conacyt.

Nos reunimos para dedicar conferencias a la historia y política de la entidad en el Bicentenario de la Independencia y en el Centenario de la Revolución Mexicana, que por todo el país se celebró con bombos y platillos en 2010. Apoyados por nuestro amigo común, el licenciado Humberto Mayans Canabal, y por la universidad estatal, realizamos el evento relacionado con la efeméride, Independencia y Revolución. Entradas en el tiempo. Miradas desde Tabasco, y los trabajos fueron reunidos bajo el mismo título por la editorial Miguel Ángel Porrúa, y publicado precisamente en 2012, año en que ponía en marcha su proyecto en que haría confluir a varias de las más importantes instituciones dedicadas al quehacer científico en un tema fundamental del siglo XXI.

El último trayecto de su vida lo vi incansable como siempre, de un lado a otro, poniendo en marcha la tarea a la que dedicaría sus últimos años. Nos veíamos y discutíamos como lo hicimos siempre. Después de los intensos años del trabajo en el que coincidimos en la UNAM, la vida nos condujo por diferentes caminos; yo prefiero recordar los de Querétaro cuando jugábamos dominó en su casa familiar o visitábamos las tiendas de antigüedades en la ciudad e íbamos a los viveros de cactáceas en Cadereyta, comentando como nos parecía el sitio ideal para recrear escenas de la Revolución Mexicana.

Aún lo recuerdo tal como era, como fue siempre, cuando vuelvo a escuchar la música de Andrea Bocelli con la tonada pegagosa que me hiciera escuchar: “Pero si es la vida la que acaba/ No pensó mucho en eso/ De hecho ya se sentía feliz…”