El malestar de la mirada turística. Autoetnografía de una antropóloga que fracasa como turista

Ángeles A. López Santillán[1]
CIESAS Peninsular

Mis primeros relatos de viaje escritos como antropóloga fueron destinados a amigos y colegas. Un promedio de once cuartillas a renglón seguido en donde describí paisajes, infraestructura, objetos, gente, comportamientos, modas (cómo no hablar de los hípsters…), mercancías diversas. Esas fueron descripciones de ciudades de Norteamérica, una espectacular, la otra… la más segura del continente: San Francisco, EE. UU., y Toronto, Canadá, las cuales visité por cuestiones de trabajo en 2008 y 2011 respectivamente. Aunque seguí escribiendo sobre mis viajes, lo hice poco y para mí. Esas fueron notas autoetnográficas y reconozco algún conjunto de publicaciones en redes sociales cargadas de ironía o reflexividad que podrían clasificarse del mismo modo. Hoy en cambio me cuesta construir plenamente una autoetnografía: cada vez que pienso en esta vertiente de escritura etnográfica recuerdo un viaje que hice a un retiro zen, donde una artista plástica de pronto se volvió tan autocontemplativa, que el momento presente era observarse a ella misma sirviéndose la comida lentamente sin importarle la cola de hambrientos detrás esperando tomar algo del buffet…… ¡Listo! mi primera descripción sobre un viaje, con todas mis cargas evaluativas…… Pero en verdad me da un poco de temor caer en esa trampa del self autocentrado, autoreferenciado; convivo con académicxs y observar eso constantemente me agota.

Para mí el sustrato epistemológico para hacer este ejercicio es más bien la reflexividad sociológica bourdiana (cfr. Bourdieu, 2008) que conduce a objetivar la experiencia del yo en los universos relacionales en los que se constituye cotidianamente. Pese a mis reservas, el ejercicio reflexivo del yo o self, enlazado a la escritura etnográfica es viable en tanto mi ser sea revelado con sus complejidades sociológicas. Espóiler: no le daré el gusto pleno a mis críticos por este medio.

En este espacio voy a situar a mi ser social en el universo del viaje y del turismo cuando lo he practicado. Describiré cómo he dado la vuelta como turista, sin eludir mi carácter de consumidora en la aldea global de las mercancías turísticas. Por tanto, para situarme como un ser producto de su historia, me ubicaré en el ámbito del consumo, un ámbito que como estudiosa del turismo decidí no abordar ni explorar, ya que, convencida de mi praxis, considero más provechoso estudiar la producción y sus consecuencias, ahí donde se encuentra la materialidad de la desigualdad, el despojo y la farsa que la industria ejecuta. Por tanto, ese rol de consumidora en la aldea global no siempre resulta ser lúdico, aunque yo lo sea. La disciplina antropológica ha transformado mis conexiones cerebrales, para bien o para mal, por ende, cualquier ejercicio de autoetnografía como intento de turista, estará sumergido en la contradicción permanente del disfrute y la agonía de ver cómo el capital se apropia de todo y lo mercantiliza, o cómo la modernidad nos condiciona sin reparo.

Las necesidades creadas

Tengo que hacer un pequeño apunte biográfico que me conduce a la infancia y adolescencia pues desde ahí es posible identificar cómo el mercado del viaje se incorporó en mi ser. Desde luego el propósito es provocar el rastreo de las representaciones del viaje y el turismo en la mente de les lectores, porque ¡vaya que moldean al sujeto!

La culpa es de mi tío Federico, esposo de la hermana de mi abuela materna —todes en paz descansan—. Federico, un hombre de clase media educada de la Ciudad de México (CDMX), tenía la manía de que cada vez que me veía insistía: “ya llegó la viajera”, “¿Ahora a donde fuiste mija?, ¿de dónde vienes llegando?… ¡ya sé, vienes de París!”. Frases como esas durante cada visita a su casa eran la forma en que mi tío interactuaba sólo conmigo. No sé de dónde sacó la idea. Pero esa niña de seis a nueve años (él murió cuando yo tenía nueve), se sentía identificada con la idea de haber bajado de un avión (al que nunca se había subido entonces), y regresar de allende los mares de la imaginación para hablar de una ciudad desconocida con un adulto jocoso, muy flaco y que olía a tabaco.

Pero por ahí andaba otro tío, el hermano de mi padre, que durante varios años fue sobrecargo de Aeroméxico, quien influyó también en ese rush de querer andar del tingo al tango; incluso de darme la perspectiva de ser migrante. A él lo veía con su uniforme y su maletín, y acompañé a mi familia a recogerlo al aeropuerto; también tuve una correspondencia escueta de sus viajes como migrante temporal en varias partes del hoy eufemísticamente llamado Norte Global. Me puse a “volar”: imaginaba irme a un viñedo a cosechar uvas. Él lo hizo en sus treintas, yo tenía escasos catorce años, pero sabía que había esas oportunidades. ¿Qué me detuvo? El miedo a una violación. Sabía desde adolescente que mi posición como mujer era vulnerable. Si no volé al cumplir 18 para cosechar uvas y terminar de aprender el francés (idioma que quizás seleccioné gracias a Federico), fue justamente por temor a encontrar esa violencia viviendo en un viñedo entre desconocidos. El patriarcado me contuvo entonces, después ‘simplemente’ me mantiene alerta. A veces tuve miedo, pero eso fue principalmente al hacer trabajo de campo, pues como bien destaca Clifford (1997; también véase Gupta y Ferguson, 1997), el viaje y el etnógrafo mientras habita espacios lejanos en el trabajo de campo, están íntimamente asociados.

Con esto brindo información suficiente para identificar y colocar a mi persona en medio de un debate en la antropología y sociología del turismo: la influencia de los imaginarios (Salazar y Graburn, 2014). Los imaginarios del viaje han constituido una ola de información intensa desde la consolidación de la aviación comercial, alimentada por la literatura, el cine, radio, televisión, internet, el ‘voz a voz’, etc. La generación de la mirada turística (Urry, 2002) ha moldeado a millones de sujetos a lo largo de la emergencia y consolidación del capitalismo, ha incentivado y dirigido el uso del tiempo de ocio de la clase trabajadora a través de entramados complejos de representaciones: imágenes de otros lugares, ciudades, naturalezas; de los trayectos en aviones, trenes, carros, y de otras personas, ideas, atuendos, o lenguas; representaciones que se conjugan y son complejas de desenredar al ser interiorizadas, pero dirigidas a forjar pautas de consumo para la gente ávida de experiencias novedosas fuera de su lugar de residencia.

A donde apunte el huarache

En “Culture on the ground: the world perceived through the feet” Tim Ingold (2011) usa el bipedalismo para destacar los procesos evolutivos para la transformación del “mono en hombre”, y explora aspectos asociados al desarrollo de la modernidad, pero sobre todo una fenomenología del andar, para abordar el paisaje, el movimiento y el conocimiento de la vida cotidiana. De forma curiosa, explica que caminar era lo cotidiano, lo mundano y ordinario en el siglo XVIII, “de pobres y criminales”; aristócratas y burgueses (…como en el chiste de los sociólogos) no se ensuciaban los zapatos, y sólo progresivamente con el uso de medios de transporte y el viaje, caminar perdió su estigma de pobreza: el viaje y el caminar en lo cotidiano se democratizaron a la par, según esta perspectiva. Más allá de ello, le ocupa reflexionar un conjunto de experiencias derivadas del caminar, que incluye la completa inmersión de los sentidos en el entorno circundante, y alude a cómo el paisaje se vuelve un entramado en la vida, y cómo las vidas se entraman en el paisaje a través de caminar. Ahora se sabe que caminar ayuda incluso a la creatividad (cfr. Vázquez, 2023), justamente por lo que dice Ingold: por la inmersión del ser en el entorno/paisaje que es estímulo, experiencia y conocimiento.

Todas las memorias de los viajes que he hecho han generado algún tipo de información antropológica, la cual llevo en el cuerpo en función de mis caminatas, largas, a veces de todo el día, y sobre todo cotidianas en el transcurso de un viaje. Caminar desde luego implica una vivencia del paisaje, una experiencia del lugar, y permite una inmersión en lo social. ¿Quién no lleva en la maleta los zapatos “para caminar”? Como viajera urbana, caminar y andar en el transporte público han sido mis constantes, y he podido tanto conocer el lugar como reconocer mis reflexiones sociológicas y existenciales, así como la emergencia de mis prejuicios. Así, he podido atravesar ciudades, distinguir y atravesar fronteras en esas ciudades, sentir el temor de lo incierto de muchas de esas fronteras; tratar de alcanzar bosques cercanos, bordear litorales buscando castillos, enfrentar alguna confrontación por haber rebasado algún límite indebido e identificar comportamientos sociales muy diversos.

Me dirijo a donde apunte el huarache. No reviso guías turísticas, y no planifico demasiado. Mis pasos me conducen por rumbos a veces sin saber de riesgos. Afortunadamente puedo contarlo, porque sin duda como mujer uno sigue corriendo esos riesgos que implican un secuestro, una violación, o un asesinato.

Venturosamente tampoco me han atropellado: transité la frontera entre Paraguay y Brasil, esa frontera que es además física, dividida por el monumental río Paraná y su vertiente que también es monumental. Uno atraviesa el puente de la Amistad observando el caudal del río, una isla tremenda en medio de él, y mucha gente caminando, carros y muchas motocicletas. Pero la garita fronteriza es un área peligrosa para el peatón: ahí las motocicletas que son taxis, transitan vertiginosamente la frontera llevando paraguayos o brasileiros por igual de un lado a otro; no frenan, pasan rápidamente, incluso ni pitan. Ahí casi me arrollan por andar distraída. Ni qué decir los scooters en Manhattan: atraviesan las calles por los intersticios de la muchedumbre que camina en los cruces peatonales. Por algo los prohibieron recientemente en París (Phalnikar, 2023).

El inconsciente es un traicionero, te dice cosas que en ocasiones no quieres escuchar a través de los sueños, o bien te deja mal en algún momento de la vida consciente. Antes de un viaje, tuve un sueño que debo describir porque enlaza muchas nociones, experiencias e incluso satisfacciones de caminar mientras viajo. El sueño fue simple: iba caminando en una ciudad que no habitaba, la cual tenía similitudes con la ciudad de México y con San Juan, Puerto Rico. Bien parecía una ciudad caribeña, similar a Cartagena, Colombia, por tener calles angostas y casas pintorescas. Caminaba sorteando las banquetas, los carros, con los pasos amplios y por momentos acelerados, de modo que eventualmente en el sueño se generó una sensación de dejar detrás y avanzar. De hecho, dejaba atrás hombres ejerciendo acoso en el espacio público, atravesaba una calle con ese desagrado, y al paso de unos bolardos en una esquina, dejaba atrás a esos masculinos insidiosos. Mi mojo era caminar con paso firme, sin detenerme ante ningún obstáculo. Eventualmente esa mañana me pregunté por qué estaba soñando con una caminata tipo Johny Walker… Un lustro antes, los anuncios televisivos del whisky Johny Walker mostraban a un sujeto, con un atuendo tipo hípster, que va avanzando en una camita sostenida que atraviesa el curso de la historia. En esa mañana primero me divirtió la escena, pero también me lamenté un poco de la memoria del anuncio… Lo que me interesa reafirmar es el hecho de que la imagen no es casual ni absolutamente mía por ser generada en mi sueño: tanto la caminata como la liberación son también parte de las representaciones y los imaginarios que se ilustran en la publicidad del turismo. Y sí, caminando se sienten las libertades de la democracia occidental, en algunos lugares más que en otros.

Mi primer viaje largo y sola lo hice en diciembre 1998: llegué a Campeche desde la Ciudad de México tras un trayecto en autobús que duró 24 horas. Deambulé esa ciudad dos días continuos, y después varios puntos de la península de Yucatán, con el gusto de caminar en el clima privilegiado del invierno tropical. En Tulum, por ejemplo, caminé de las cabañas a orilla del mar —–entonces había dos hostales con cabañas ahí—– hasta el pueblo: casi una hora de caminata de angustia mañanera tras una noche horrenda. Iba a comprar un sarape, la noche anterior había sentido el frío más intenso de mi vida, el frío húmedo de los vientos del norte en el Caribe, llenos de “heladez”, como dicen en la región. El pueblo de Tulum se caminaba completo en cinco cuadras sobre la carretera, donde terminaba la última se veía la selva densa que cerraba el paso a la carretera federal. De eso no queda más que el recuerdo de quienes lo vieron; hoy Tulum se erige con desenfreno y mucho riesgo pues ha quedado sumergida en el despojo territorial de mafias agrarias (Marín, 2015) y la violencia del narcotráfico y la extorsión (Norio, 2021).

Caminar en una ciudad segura es liberador. En la última década, sólo lo he podido percibir esa seguridad en las ciudades europeas y en Australia. No, no se confunda, no vengo aquí a decir que he viajado a Europa y que eso me hace más: más interesante, más cosmopolita, con una posición de clase. He escuchado tantos científicos sociales expresarse de esa manera, algunos incluso de forma humillante frente a otros. No sé cómo se envuelven en aura de refinamiento o ilustración, y repentinamente se convierten en aristócratas del siglo XVIII y XIX. Irrisorio. Tampoco me interesa vender promesas coloniales de un Occidente triunfante. Pero tristemente identifiqué que las ciudades europeas permiten deambular sin tanto miedo. El ambiente es tan favorable que los jóvenes de 18 años pueden acceder a unos chavitos (dinero, plata, guita) para viajar en países de la Unión Europea.[2] La política se vuelve viable para los jóvenes por la seguridad del entorno. Pero no me engaño, la diferencia de experimentar la seguridad en Europa tiene que ver con pasear en circuitos controlados, una burbuja de tranquilidad que el turismo genera con su hegemonía sobre la producción del espacio en estas ciudades: garantiza el clima correcto para los negocios y el consumo. Aunque también hay que reconocer que el estado de derecho ayuda a que esa burbuja se cotice.

Entonces saco a colación mi consumo en el viejo mundo porque lo viví con muchos cuestionamientos. Soy una chilanga que ama la ciudad de México, que la ha caminado ferozmente desde los 17 años y me frustra mucho experimentarla con miedo. Por ser mujer el riesgo se vuelve exponencial. Pero en ninguna ciudad latinoamericana donde haya transitado me he sentido segura. Latinoamérica es la región más violenta del mundo, y es una carga en la experiencia vital que las ciudades sean tan inseguras; habitar con miedo es una miseria del desarrollo desigual y combinado del capitalismo. Cada caminata larga, de satisfacción y recreación que pude experimentar en las ciudades europeas visitadas, la confronté con la duda de qué transporte usar, de si voy a lograr pasar a la siguiente frontera o no sin ser agredida o asaltada, de qué pasará en una calle solitaria, tal como lo percibí en distintos momentos en Bogotá, Lima, Río de Janeiro, Iguazú; la única diferente fue Florianópolis, en la isla, ya que en la porción continental la sensación cambia. La mayor diferencia la hace Cuba entera, pero ahí le sale muy caro a la gente conseguir armas y, por otro lado, todo turista es protegido por norma bajo la presión de un régimen autoritario.

Recientemente mientras caminaba de nuevo en Manhattan y de nuevo en las inmediaciones de Wall Street, tratando de invocar a los demonios del capitalismo a ver si me daban la cara, me puse a reflexionar sobre una publicidad financiera permanente que hay en los vagones del metro neoyorquino. En Manhattan la seguridad es una especie de bono de inversión común que permite beneficios amplios a varios. Aunque me irrita la cultura del capitalismo, lo diré en tales términos: la seguridad en Manhattan parece un dividendo que aprovechan todes, además del capital. Pero eso es ahora Manhattan, en los setenta y ochenta, incluso noventa, la violencia urbana fue un serio problema. La burbuja actual sólo es producto de la gentrificación y segregación espacial que el capital ha desarrollado ahí. El realizador de la serie “The Wire”, David Simon, traza los inicios de la gentrificación en las periferias de Baltimore, pero también el caso de Nueva Orleans posterior al huracán Katrina (2005) con la serie “Treme”, y de Manhattan a inicio de los ochenta con la serie “The Deuce”. Todas muy entretenidas. Desde luego hay una vasta literatura sobre la gentrificación en las ciencias sociales que justo comienza a inicios de los ochenta con autores ubicados en Nueva York: Neil Smith y Sharon Zukin (cfr. Zukin 1987).

Pero regreso al trayecto de la caminata. Caminando también he podido percibir cosas muy crudas y de muchos tipos: los asentamientos de los indigentes en Los Ángeles; los muchos deambulantes (como se les dice en Puerto Rico) a lo largo de San Francisco o Nueva York. La indigencia en Río de Janeiro ofrece un indicio chocante pues todos los deambulantes son afrodescendientes. No obstante, como chilanga sé que la ciudad de México no tiene competencia en la crudeza y crueldad que impera entre y hacia lxs niñxs de la calle.

Foto 1. Turistas en paraje del Golden Gate, San Francisco, California, EE. UU.

Foto: Ángeles A. López Santillán


Pero ha habido otros escenarios asociados no sólo a la desigualdad, sino también a la segregación racial y la violencia racista del colonialismo que me han generado profunda tristeza. Un ejemplo no tan crudo: en la zona portuaria de Manhattan pusieron un carrusel de peces que parece ser una pecera. Vi a una familia, madre sola con tres hijas. Las niñas se sintieron atraídas al juego, preguntaron si podían ir, la madre dijo “¿cobran?… sí cobran”. El cobro era de 6 USD. La madre abrazó a su pequeña inquieta para consolarla y casi pedirle disculpas porque no podía pagar y siguieron su camino. No fueron los únicos cuerpos racializados que no entraron por el cobro, también una familia latina se acercó y desistió de inmediato. Las libertades están limitadas por el dinero; las desigualdades en su mayoría tienen un rostro racializado de por medio.

Pero ha habido otras experiencias más crudas asociadas al racismo. No conozco Sudáfrica, pero Australia es peculiar, pues pese a su diversidad, su base de exterminio y segregación colonial contra los indígenas australianos es particularmente chocante. Sidney es una ciudad casi completamente blanca, sus museos en cambio están llenos de los tesoros de las poblaciones del Estrecho de Torres, de otras poblaciones indígenas de Australia y del resto de Oceanía: todo lo que se les ocurrió a Cook y otros viajeros extraer por su paso por ese complejo universo de islas tiene su representación en el Museo de Historia Natural de Sidney.

Pero en Cairns la segregación es viva y dolorosa. Mientras caminaba a las orillas de esas playas extrañas y peligrosas de Australia, donde nadie se baña porque hay medusas venenosas que te matan si entras al mar sin protección, noté en el espacio público una división significativa: en el parque, en una zona de juegos y canchas reconocí un conjunto de aborígenes australianos que como isla convivían y jugaban entre ellos, muy pocos blancos compartían el espacio ahí con ellos. Una isla de segregación en el espacio público. La cámara revela quién es un turista, también su actitud de estar mirando con extrañamiento lo pone en evidencia; mientras miraba y fotografiaba la naturaleza exótica de Australia (cotorros de inmensa belleza en los árboles del parque), se acercó a mí un habitante de Cairns de origen alemán y me hizo la charla. Al mencionarle la segregación observada, se hizo el desentendido e insinuó que era gente pobre y que “nadie se ocupa de eso”. Al observar sus microexpresiones de desdén, lo miré con atención y noté su cabeza rapada, me dije “chispas, ¿será acaso un skinhead?”. Independientemente del sujeto, la escena del parque se repitió cada noche durante mi estancia y otras tantas similares en donde en el espacio público los aborígenes australianos son discriminados de forma permanente en su propia casa: constreñidos en un pequeño espacio de un parque de una ciudad que maquila viajes a la barrera arrecifal más larga del mundo.

Mirar la modernidad, vivir el desaliento

Cairns tiene unos paisajes sin igual, la naturaleza australiana es la cosa más inusitada, alucinada. Los guías de turistas no dejan de bromear sobre cómo unas medusas en el mar, árboles en los bosques, o bien los cocodrilos, o incluso un canguro, te pueden matar como turista. Yo me topé con un tiburón cuando fui a ver la barrera arrecifal. Mientras esnorkeleaba un poco apartada del grupo lo vi de frente, me vió, dejé de respirar mientras pensaba si me tiraba a nadar con velocidad hacia atrás o no. Afortunadamente se fue. Pero antes de ese encuentro que me inyectó adrenalina, había tenido tres desazones: primero, la cantidad de embarcaciones repletas de turistas que van a las áreas de avistamiento. Las embarcaciones son grandes, reciben cerca de 70 turistas, salen al por mayor del muelle: una maquila de experiencias. La siguiente me paralizó un poco, fue encontrar en el fondo del mar, entre los corales, grandes bloques de concreto, ignoro para qué se usaron. La más tremenda fue reconocer el blanqueamiento del arrecife. Es de todos conocidos que los arrecifes están sufriendo no sólo por el turismo sino también por el cambio climático. Ignoro cuánto CO2 aporté para ello por el trayecto por avión a Australia, mea culpa; pero sí me causó desesperación ver el blanqueamiento del coral.[3]

Hice otra travesía larga, para ver otro paisaje natural monumental: Iguazú. Me hice un compromiso de vida a los 15 o 16 años y fue “no me puedo morir sin ir a Iguazú”. “Ya me puedo morir”, relato desde entonces. Y aunque no le voy a dar todavía ese gusto a los malvibrosos, sí puedo decir que lo mejor que pude haber hecho por mí fue ir a Iguazú. La mística es mía, no viene a cuento, pero me pasó algo similar que en el mar de Cairns: caminé más allá de Porto Canoas, la zona final de la infraestructura turística para el avistamiento en el lado brasileño, caminé por la ribera en los tramos de bosque, alejándome de las aglomeraciones de turistas, y me encontré con una continuidad de edificaciones de concreto en medio de la selva: no hay escapatoria a las vistas distópicas de la modernidad.

Foto 2. Turistas frente a la “Garganta del Diablo”, cataratas de Iguazú, Parque Nacional Iguazú, Argentina

Foto: Ángeles A. López Santillán


Comprender la modernidad me resultó una carga con el tiempo: ver el Golden Gate sí apantalla, es un marcador en el paisaje de San Francisco que emociona en cada vista; el puente de Brooklyn también es interesante, y la torre Eiffel ni se diga, es glamorosa porque está en París: al llegar y observarla desde abajo y en el trayecto de los elevadores a los miradores mi mente solo veía pedazos de fierro, y más fierro, y más fierro perfectamente calculado. Todas esas obras monumentales representan miles de individuos que buscaron las piedras, derritieron piedras y fierros, transportaron los fierros (en barcos o trenes: más fierros), los montaron y los soldaron. Puentes y torres son un lujo a la vista como edificaciones, pero no se hicieron solos, y a pesar de la destreza de la ingeniería, a mí siempre me da por pensar en las manos que se quemaron, las espaldas que se lastimaron, los ojos que se nublaron por la soldadura,[4] los muchos trabajadores que se movilizaron para ello, sin saber cuántos de ellos murieron por hacer esos objetos monumentales que condensan las tramas de la modernidad.

Pero todo este funk es resultado de tener bien clara la forma en que se fetichiza la mercancía turística (espacio, cultura, comida, patrimonio, naturaleza, el paisaje nocturno, etc.), y la experiencia turística. Comencé a estudiar el turismo en 2003 porque me lo impuso el lugar de estudio al realizar el primer trimestre de trabajo de campo de la maestría. Culminé con una tesis doctoral (López, 2010) que se enfoca en la producción del espacio turístico analizando la estructura jerárquica de mediación de dicha producción: el proceso fue resultado del despojo de tierras ejidales en manos del gran capital (López, 2015), lo que implicó la disputa interna y familiar que vivió Holbox por ese despojo, la transformación del paisaje repentinamente disputado por sus habitantes, y el cambio social y económico que sucedió en Holbox en menos de una década. La tesis fue premiada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia en 2011, pero antes fue devuelta a un conjunto de actores del lugar en noviembre de 2010. Dialogué con varios de ellos sobre el documento cuando se pudo, y cuando pidieron mi aporte como especialista también lo hice. Desde entonces, he seguido documentando palmo a palmo, con etnografía y quizás un millar de fotografías, los cambios y los impactos de la expansión del turismo. He acompañado a varixs isleñxs originarixs en sus quejas y preocupaciones sobre el tema: aún cuando gocen de su isla que sigue siendo hermosa, y aún cuando muchos hayan adquirido mejores formas de ingreso, todes han manifestado incertidumbre, molestia, melancolía, incluso angustia, por los múltiples impactos que observan cotidianamente, a sabiendas de lo que fue su terruño hace apenas veinte años.

Así que el turismo para mí representa justo el desasosiego que la modernidad, en su expansión del capitalismo tardío, ha propiciado innumerables efectos de degradación ecológica, económica y social en el Caribe mexicano. No considero ello una expresión del romanticismo que usan los “viajeros” para escapar de su conflicto existencial frente a la modernidad. No, es el conocimiento generado in situ lo que también ha provocado que critique muchos estudios sobre el turismo, pues aunque considero valiosos los diferentes enfoques antropológicos para abordar las múltiples facetas y relaciones insertas en la industria, continuamente choco con los análisis que se enfocan en los símbolos, en los intercambios simbólicos, las representaciones e imaginarios de los turistas, en los flujos relacionales de las neuronas espejo que supuestamente ayudan a los turistas a cuestionarse su posición en el mundo cuando están frente a los aldeanos… Muchos escritos vacían la cadena de hechos sociales de la producción turística e incluso fetichizan la mercancía o la experiencia turística sin siquiera rozar los temas de fondo: la desigualdad, la migración y los conflictos de esa movilidad en los sujetos, los cambios conflictivos de identidades indígenas, el despojo, la explotación, la extracción de las ganancias, no sólo de los miles de trabajadores sino de los lugares turísticos, hacia Occidente —donde se concentran los negocios de touroperadores o de cadenas hoteleras (cfr. Britton 2002; Mowforht y Munt, 2003)—, la dependencia económica de ciudades volcadas al turismo, la segregación espacial, la tenaz depredación ecológica, la extracción y acaparamiento del agua, la violencia asociada a las economías ilícitas como el narcotráfico, la trata y tráfico de personas, la explotación sexual de niños y niñas (Azaola 2000), entre muchas otras cuestiones que la industria acrecienta.

En este trazo de mi experiencia he hecho uso de recursos del lenguaje, de imágenes, de memorias, he descrito sensaciones, incluso fabricaciones del inconsciente para mostrar cómo la mirada turística se forja intensamente en un conjunto amplio y poderoso de productos culturales del capitalismo tardío, productos que inciden en la formación de subjetividades en el campo relacional del mercado, como bien destaca Harvey (1989). Soy producto de mi historia como ser social en este periodo, un ser social que no puede dejar de cuestionar la realidad de su tiempo de forma crítica, no importa a donde vaya ni por dónde camine.

Referencias

Azaola, Elena
2000 Infancia robada: Niñas y niños víctimas de explotación sexual en México, Ciudad de México, UNICEF/DIF/CIESAS.

Britton, Stephen
2002 “Tourism, dependency and development: a mode of analysis”, en Yorghos Apostolopoulos, Stella Leivadi y Andrew Yiannakis (eds.), The Sociology of Tourism: Theoretical and Empirical Investigations, Londres/NuevaYork, Routledge.

Bourdieu, Pierre
2008 Sketch for a self-analysis, Chicago, The University of Chicago.

Clifford, James (1997), “Spatial Practices: Fieldwork, Travel, and the Disciplining of Anthropology”, en Akhil Gupta y James Ferguson (eds.), Anthropological locations: boundaries and grounds of a field science, Berkeley/Los Ángeles/Londres, University of California Press, pp. 185-221.

Gupta, Akhil y James Ferguson
1997 “Discipline and Practice: ‘The Field’ as Site, Method, and Location in Anthropology”, en Akhil Gupta y James Ferguson (eds.), Anthropological locations: boundaries and grounds of a field science, Berkeley/Los Ángeles/Londres, University of California Press, pp. 1-46.

Harvey, David
1989 The Condition of Postmodernity. An enquiry into the Origins of Cultural Change, Cambridge, Massachusetts, Basil Blackwell.

Ingold, Tim
2011 Being alive: essays on movement, knowledge and description, Londres, Routledge.

López Santillán, Ángeles A.
2010 Metamorfosis del paraíso. La producción de isla Holbox como destino turístico del Caribe mexicano, tesis de doctorado en Antropología Social, El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán, México.

López Santillán, Ángeles A.
2015 “Quemar las naves. El despojo articulado de isla Holbox, México”, en Gustavo Marín (coord.), Sin tierras no hay paraíso. Turismo, organizaciones agrarias y despojo territorial en México, Tenerife, PASOS, Revista de Turismo y Patrimonio Cultural (colección PASOS edita, 15), pp.39-58.

Marín, Gustavo
2015 “Turismo, ejidatarios y ‘mafias agrarias’ en Tulum, Quintana Roo: El caso del ejido José María Pino Suárez”, en Gustavo Marín (coord.), Sin tierras no hay paraíso. Turismo, organizaciones agrarias y despojo territorial en México, Tenerife, PASOS, Revista de Turismo y Patrimonio Cultural (colección PASOS edita, 15), pp. 91-111.

Mowforth, Martin y Ian Munt
2003 Tourism and Sustainability: Development and New Tourism in the Third World, 2a ed., Nueva York: Routlege.

Norio, Elisa
2021 «Why are tourist resorts attractive for transnational crime? The case of the Mayan Riviera”, Tourism Critiques, vol. 2, pp. 38-73.

Phalnikar, Sonia
2023 “Paris votes to ban rental e-scooters”, DW, 4 de marzo, disponible en https://www.dw.com/en/paris-votes-to-ban-rental-e-scooters/video-65217209.

Salazar, Noel B. y Nelson H. H. Graburn
2014 “Introduction”, en Noel B. Salazar y Nelson H.H. Graburn, (eds.), Tourism Imaginaries, New York: Berghahn Books.

Urry, John
2002 The tourist gaze: Leisure and travel in contemporary societies, Londres, Sage.

Vázquez, Karelia
2023 “Por qué pasear lo cura (casi) todo”, El País, 16 de abril, disponible en https://elpais.com/salud-y-bienestar/2023-04-17/por-que-pasear-lo-cura-casi-todo.html.

Zukin, Sharon
1987 “Gentrification: Culture and Capital in the urban core”, Annual Review of Sociology, vol.13, pp.129-147.


  1. angeleslopez@ciesas.edu.mx

  2. Hay desde bonos europeos, como DiscoverEU (véase https://youth.europa.eu/discovereu/ ), hasta bonos por países y el requisito principal es un rango de edad y que sean escolares.

  3. En el documental “Braking boundaries: the science of our planet” (2019), producido por el ambientalista David Attenborough, un científico australiano explica al borde de las lágrimas el blanqueamiento del coral de la Gran Barrera Arrecifal; lo comprendí y me sentí identificada con su pesar.

  4. Los ojos que se nublaron no es imaginación poética. Mi abuelo materno migró de joven a los EE. UU. y trabajó como soldador haciendo tanques en la segunda guerra mundial. Tardó años en quedar ciego, pero se quedó ciego.